Estaba al mismo tiempo tranquilo de constatar que no había sido más que un sueño y preocupado por la idea de que la realidad también podía ser tal y como la había imaginado en mis divagaciones nocturnas. Después de todo, no sabía nada de Dubreuil ni de sus intenciones reales… Me había embarcado en un juego del que no conocía ni las reglas ni la finalidad. Única certidumbre: no podía sustraerme. Era la regla del juego y yo había sido lo bastante loco como para aceptarla.
Eran las seis. Me levanté y me arreglé para volver al despacho. La vida tomaba de nuevo protagonismo y debía regresar al trabajo, aunque la sola idea de unirme a ese nido de víboras bastaba para minarme la moral.
Vanessa me asaltó en cuanto llegué, persiguiéndome por el pasillo que conducía a mi despacho.
—No sabía si venías hoy pero, a la espera de tener noticias tuyas, he mantenido sin embargo tus citas. Fausteri no estaba muy contento por tu ausencia de ayer, pero yo salí en tu defensa: le dije que tenías una voz de ultratumba por teléfono y que parecías realmente enfermo. No es por nada, pero si no le hubiese dicho eso, jamás te habría creído.
—Gracias, Vanessa, eres muy amable.
A Vanessa le encantaban las situaciones que le permitían demostrar que era indispensable, aun a riesgo de inventárselas punto por punto. Yo nunca sabría siquiera si Fausteri se habría dado cuenta de mi ausencia. De hecho, tenía tal necesidad de reconocimiento que era completamente capaz de haberse anotado un tanto doble, obteniendo por otra parte felicitaciones por haberle indicado a nuestro jefe mi ausencia injustificada. Desconfiaba de ella como del diablo.
Luc Fausteri, responsable del área de selección de trabajos contables y financieros, dependía por su parte del director de selección de la sociedad, Grégorie Larcher. Dunker Consulting era, salvando las distancias, un líder europeo en el sector de los recursos humanos, con dos grandes ramas en su seno: contratación y formación. La empresa había entrado en el mercado bursátil dos meses después de mi llegada. Era el orgullo de nuestro presidente, que se tenía ya por un magnate de la Bolsa, cuando la empresa no disponía más que de unos cientos de empleados repartidos en tres países. Por otra parte, la primera decisión que tomó tras la salida a Bolsa fue la adquisición de un lujoso coche oficial con chófer. Había que emplear bien el dinero recién recolectado. La segunda fue contratar a un guardaespaldas, como si la cotización de la sociedad en la Bolsa de París hiciera de su jefe un blanco destacado para el hampa local. El tipo lo seguía a todas partes, echando miradas furtivas a su alrededor como para descubrir francotiradores escondidos en los tejados. Pero el auténtico cambio que acompañó a ese acontecimiento fue de orden cultural: el ambiente se transformó de la noche a la mañana, ahora todas las miradas estaban fijas en la línea azul de la cotización de las acciones. Al principio, todos nos picamos con el juego, entusiasmados al observar su ascenso progresivo. Pero ese juego se convirtió rápidamente en una obsesión en todos nuestros gerentes. Es cierto que la empresa tenía que publicar ahora sus resultados todos los trimestres, y que cifras mediocres habrían hecho caer en seguida las acciones. La dirección difundía regularmente comunicados de prensa, pero era difícil anunciar buenas noticias cada dos por tres. No hay todos los días exclusivas que desvelar en una empresa y, sin embargo, hay que estar presente, «mantener la presión sobre la prensa», como decía nuestro presidente. Alimentar esta última con resultados positivos se vuelve pronto una espiral, luego una esclavitud.
La empresa se había desarrollado con el transcurso de los años gracias a su profesionalidad y su seriedad, a la calidad del servicio ofrecido a su clientela. Cada contratación realizada por un cliente era antes de nada objeto de un cuidado particular. Se empleaban todos los medios para encontrar la perla rara, el candidato que no solamente poseía las cualidades requeridas, sino que además tenía un carácter, un temperamento que le permitía integrarse bien, entenderse con su nuevo responsable, y por tanto triunfar finalmente en la misión que le sería confiada.
Desde la salida a Bolsa, las cosas habían cambiado: todo eso se había vuelto bastante secundario. Lo esencial era la cifra de negocios que anunciaríamos a la prensa al final del trimestre y, por tanto, el número de contrataciones confiadas por los clientes. De pronto, toda la organización había sido revisada. Además de sus tareas de contratación, los consultores teníamos en el presente un papel de prospección comercial. No es que nos fuera la vida en ello, pero había que atraer como fuese nuevos clientes, nuevos contratos, «beneficios». La consigna era consagrar un mínimo de tiempo a las entrevistas de trabajo, y el máximo a la prospección. El oficio se vaciaba de su sustancia, perdía el noble sentido que había revestido a mis ojos.
Las relaciones entre colegas cambiaron igualmente por completo. La franca camaradería, el espíritu de equipo que había conocido en los dos primeros meses habían cedido su lugar a un egoísmo furibundo, todo el mundo iba a lo suyo, estimulado en ese sentido por retos competitivos. Estaba claro que la empresa perdía con ello, ya que, para salir del apuro, cada colaborador tenía tendencia a ponerle trabas a alguien, en detrimento del interés común. En efecto, no perdíamos ya tiempo como antaño junto a la máquina de café contándonos los lapsus y las mentiras oídas de boca de los candidatos, pero esos momentos de relajación habían contribuido a desarrollar nuestro sentimiento de pertenencia a la empresa, a hacérnosla querer y, finalmente, a motivarnos para servir a sus intereses.
Por otra parte, ¿qué es una empresa sino una agrupación de personas con las que compartimos emociones trabajando en torno a un proyecto? Ahora bien, hacer subir un número abstracto no era un proyecto, y hacernos competir no prometía especialmente emociones positivas.
Sonó el teléfono y Vanessa me anunció que mi primera cita había llegado. Un vistazo a mi agenda: tenía planificadas siete. Larga jornada en perspectiva…
Comprobé rápidamente mis
e-mails
: cuarenta y ocho acumulados en un solo día de ausencia. De inmediato abrí el de Luc Fausteri. Sin asunto, como de costumbre. Mensaje lacónico:
Debe recuperar usted el trabajo perdido como consecuencia del día que ha estado ausente. Le recuerdo que ya lleva retraso con respecto a su objetivo mensual.
Un cordial saludo,
L. F.
El «cordial saludo», programado por la firma automática, desentonaba en el conjunto. Destinatarios en copia: Grégoire Larcher y… todos mis compañeros del área. ¡Qué inútil!
Recibí a mi candidato y comenzó la entrevista. Me resultó difícil concentrarme, meterme en el trabajo. Había dejado el despacho la antevíspera, convencido de que nunca volvería a poner un pie allí. En mi mente, ese empleo había sido tachado de mi futuro. Al fin y al cabo, seguía vivo, pero era como si no se hubiesen actualizado todos los datos en mi cerebro. Ese lugar me parecía casi extraño, y mi presencia allí no tenía mucho sentido. Ya no estaba presente más que en cuerpo.
Logré escaparme hacia las siete de la tarde. Un milagro. Apenas salí del edificio, en la acera de la avenida de la Ópera, me abordó un hombre vestido con una americana azul marino. Un auténtico armario. Ojos azules apagados, inexpresivo, mejillas lisas, sin pómulos. Instintivamente, di un paso atrás.
—¿Señor Greenmor?
Dudé un breve instante antes de responder:
—Sí…
—El señor Dubreuil lo espera —dijo señalando con discreción el gran Mercedes negro estacionado sobre el bordillo de la acera.
Los cristales tintados me impedían ver el interior. Lo seguí con una ligera aprensión y me abrió la puerta trasera. Me deslicé en el asiento trasero con una pequeña punzada en el corazón. Un ligero olor a cuero. Dubreuil estaba sentado a un lado, pero la anchura del coche permitía mantener una cierta distancia entre nosotros. Antes de que el hombre volviera a cerrar la portezuela, tuve tiempo de cruzarme con la mirada intrigada de Vanessa, que salía en ese instante del edificio.
Dubreuil siguió en silencio. Un minuto después, el Mercedes arrancó.
—Sales tarde —me dijo por fin.
—Suelo quedarme mucho más tiempo, algunas veces hasta las nueve —respondí contento de poder llenar el silencio, que volvió a hacerse otra vez.
—He reflexionado mucho sobre tu caso —declaró Dubreuil al cabo—. De hecho, tienes varios problemas imbricados unos en otros. El causante de todos ellos es tu miedo a la gente. No sé si en realidad eres consciente, pero no sólo no te atreves a imponerte, ni siquiera a expresar tus deseos, sino que te cuesta mucho ir contra la voluntad de los demás y verbalizar una negativa. En resumen, no vives en realidad tu vida, sino que actúas en función de los demás por miedo a sus reacciones. Las primeras tareas que voy a encomendarte te enseñarán a vencer tu aprensión a mostrarte en desacuerdo, a atreverte a contradecir a los demás para expresar tus deseos y obtener así lo que quieres.
»Luego deberás aprender a no doblegarte ante lo que espera la gente de ti, a no plegarte siempre a sus criterios, a sus valores, sino a atreverte a mostrar tus diferencias, a veces incluso cuando éstas resulten molestas e incómodas. En resumen, abandonar la imagen que deseas dar a los demás y aprender a no preocuparte mucho lo que opinen de ti.
»Cuando asumas plenamente tus diferencias, entonces podrás estudiar las de los demás y, si es el caso, adaptarte a ellas. Así podrás aprender a comunicarte mejor, a entrar en contacto con desconocidos y crear una relación de confianza, ser aceptado por personas que no funcionan como tú. Pero primero es necesario que hayas aceptado lo que te hace único; de lo contrario, los demás seguirán eclipsándote siempre.
»Asimismo, voy a enseñarte a convencer para que puedas lograr lo que buscas. Y, luego, voy a hacer que intentes nuevas experiencias, que pongas en marcha tus ideas, que plasmes tus sueños. En resumen, voy a destruir ese lastre que ahora te oprime sin que ni siquiera te des cuenta y que te bloquea por completo. Voy a librarte de él para que puedas vivir tu vida a fondo.
—¿Y usted va a obligarme a hacer ciertas cosas para que pueda aprender todo eso?
—¿Crees que siguiendo con tu vida como lo has hecho hasta el momento cambiará por arte de magia? Además, ya has visto adonde te ha llevado…
—Gracias por recordármelo, lo había olvidado.
—¿Sabes, Alan?, incluso sin ser llevada a un acto tan extremo, la vida es larga y aburrida cuando no la vivimos como nos gustaría.
—Es inútil tratar de convencerlo, ya que, de todas formas, ha obtenido mi compromiso…
El Mercedes había alcanzado el bulevar Haussmann y se colaba a buen paso por el carril bus, adelantando a todos los coches detenidos en los atascos.
—Frotándote con la realidad es cómo vas a percatarte de que no es tan terrible como crees, y como podrás luego permitirte lo que no te autorizas a hacer hoy. También quiero hacerte cambiar en tu relación con los acontecimientos de la vida. Y, escuchándote ayer, me sorprendí por la forma en que presentas las cosas que vives en el día a día. Pienso que con frecuencia adoptas el papel de víctima.
—¿El papel de víctima?
—Es sólo una forma de hablar para designar una especie de posicionamiento en el que caen ciertas personas sin percatarse de ello. Consiste en vivir lo que nos sucede como si se nos impusiese o lo sufriésemos a nuestro pesar.
—No tengo la impresión de ser así.
—Sin duda no eres consciente de ello, pero a menudo te sitúas en la posición de víctima cuando utilizas expresiones como «No tengo suerte», «Esto no ha sucedido como me habría gustado», «Habría preferido…». Cuando describes tu día a día, en cuanto un acontecimiento no se desarrolla como tú quieres, tienes tendencia a decir: «Qué le vamos a hacer», o «Es una pena», o «Me da igual», pero no lo dices con la sabiduría del que acepta serenamente una situación. No, lo expresas con tono de disgusto. Es una aceptación resignada, y a veces recuerdas además que no fue una decisión tuya. Asimismo, tienes tendencia a quejarte por momentos. Todos esos indicios muestran que disfrutas en tu papel de víctima…
—Tal vez adopte ese papel sin darme cuenta, pero en todo caso no disfruto con ello.
—Sí. Necesariamente ves beneficios en ello. Nuestro cerebro funciona así: a cada instante, nos lleva a optar por lo que considera nuestra «mejor opción». Es decir, en cada situación que estás viviendo, tu cerebro elegirá entre todo lo que sabes hacer para retener lo que le parece lo más apropiado, lo que te va a aportar el mayor de los beneficios. Todos funcionamos así. El problema es que todos no disponemos de la misma paleta de opciones. Ciertas personas han desarrollado actitudes y comportamientos muy variados; por tanto, cuando se encuentran en una situación dada, su cerebro dispone de un amplio abanico de reacciones posibles. Otras tienen tendencia a hacer siempre más o menos lo mismo, y, en ese caso, el abanico queda limitado. La elección raramente es la apropiada.
»Voy a darte un ejemplo concreto: imagina una discusión entre dos desconocidos en la calle. Uno le hace un reproche injustificado al otro. Si este último tiene muchos ases en la manga, podrá por ejemplo argumentar que se ha equivocado, o convertir la crítica en una burla con una gracia, o incluso hacerle preguntas incómodas para justificar su posición. También puede ponerse en su lugar e intentar comprender el origen del reproche a fin de poder desengañarlo luego manteniendo una buena relación, o incluso decidir ignorarlo y seguir su camino… En resumen, si es capaz de hacer todo eso, entonces, en el momento que oye el reproche, su cerebro dispone de numerosas posibilidades de respuesta y es elevada la probabilidad de que se sirva de una verdaderamente apropiada para la situación: aquella que optimice su interés, que le aporte el mayor de los beneficios. Ahora bien, imagina que se trate de alguien que no supiese hacer nada de todo eso; entonces, es probable que la única opción a la que su cerebro tenga acceso sea insultar al otro o bajar la cabeza. Pero, en todo caso, será su «mejor opción».
—Está diciéndome que soy un poco limitado, ¿no es eso?
—Digamos que, en el contexto específico en el que las cosas no se desarrollan como tú habrías deseado, entonces sí, dispones de pocas opciones: tienes tendencia a posicionarte siempre como la víctima.