Fue así como los consultores se encontraron por la mañana para respirar a pleno pulmón los gases de los tubos de escape de la avenida de la Ópera y de la calle de Rivoli, o el aire apenas contaminado del jardín de las Tullerías. Corrían sin decir palabra, al ser mi jefe más o menos tan locuaz como un empleado de pompas fúnebres. De todas maneras, la acción tenía sin duda por objeto estimular el entusiasmo de cada uno, no estrechar lazos. Fausteri mantenía la misma distancia que siempre nos había mostrado. Yo habría logrado la hazaña de declinar la oferta, y los panaderos del distrito decimoctavo habían tenido algo que ver en ello. Mi penosa experiencia con el béisbol me había hecho asquearme para siempre del deporte. Mezclarme con una panda de hombres sin resuello que se sienten viriles porque hacen un esfuerzo físico iba más allá de mis fuerzas. Además, odiaba esa costumbre estúpida que dicta que los deportistas se encuentren luego desnudos bajo las duchas. En lo que a mí respectaba, no tenía absolutamente ninguna gana de ver a mi jefe en traje de Adán. En mi opinión, cuanto más viriles se creen los hombres, más comportamientos sexualmente ambiguos tienen. ¿Qué decir del ritual de los futbolistas, que intercambian sus camisetas después del partido mezclando así su sudor con el de su adversario?
Todos los días llegaba al despacho a las nueve menos cinco, a fin de estar ya allí cuando el equipo volviese de sus hazañas matutinas. Así, el mensaje estaba claro: mientras vosotros correteáis por ahí, hay gente que trabaja… Por tanto, no se me podía reprochar nada. Y, sin embargo, el nivel de reproches subió sensiblemente. Para una vez que había tenido una idea original, Fausteri se sentía ofendido de que no me adhiriese a ella. Comenzó a buscarle los tres pies al gato, a hacerme observaciones incesantes sobre cualquier cosa. Desde el color de mis camisas hasta la falta de pulcritud de mi calzado, pasando por el tiempo dedicado a cada entrevista: nada escapaba a sus comentarios desagradables.
Pero el punto neurálgico era otro: el número de clientes de contratación firmados. El objetivo de cada consultor era, en efecto, encontrar por sí mismo las empresas que le confiarían tareas de búsqueda de candidatos. Cada uno de nosotros tenía, pues, una función doble: consultor y comercial. Desde nuestra salida a Bolsa, la segunda le había tomado la delantera a la primera. Los consultores habían visto cómo se asignaban objetivos individuales de cifra de venta, con una comisión como corolario.
Nuestro área organizaba ahora una reunión comercial los lunes por la mañana, y sin duda la decisión no provenía de Fausteri. El tipo, muy introvertido, odiaba encontrarse entre nosotros. Debía de haberle sido impuesta por Larcher, pero Luc Fausteri era muy inteligente y había conseguido escabullirse de la ingrata tarea de animar esa reunión semanal. Larcher la dirigía él mismo, lo que le venía bien, en tanto que le gustaba ocupar el sitio y meterse en todo. Fausteri se contentaba con permanecer en silencio a su lado, haciendo el papel de experto distante que no abre la boca más que cuando es verdaderamente necesario, negándose a tomar parte en los debates de la plebe. Observaba con desdén ese mundillo con una mirada ligeramente condescendiente y aburrida, preguntándose sin duda por qué los bobos tienen siempre la necesidad de repetir continuamente las mismas chorradas. No obstante, en este último punto no se equivocaba del todo.
Ese día me crucé con Thomas, un compañero, en el pasillo.
—¡Anteayer creímos que te habías muerto! —me soltó irónicamente.
«Si tú supieras…», pensé.
—Debí de caer por culpa de un virus que llevaba arrastrando. Afortunadamente, no ha durado.
—Bueno, no te acerques entonces —repuso dando un paso atrás—. Aunque eso os vendría bien a todos, que me pusiese enfermo para que no os dé una paliza a final de mes, ¡como siempre!
Thomas era el que tenía los mejores resultados de todos nosotros, y no perdía ocasión de recordárnoslo. El mundo entero debía de estar al corriente. Reconozco que sus cifras eran bastante impresionantes. Era un currante que hacía horarios imposibles, pasaba normalmente de comer y estaba centrado de tal modo en sus objetivos que a veces olvidaba incluso decirle buenos días a la gente con la que se cruzaba por los pasillos. En cualquier caso, no se entretenía charlando a menos que tuviese la oportunidad de darse bombo, ya fuese anunciando con orgullo sus resultados trimestrales o haciendo saber que acababa de comprarse el último coche de moda o que había cenado la víspera en el restaurante a la última del que hablaba todo París. No perdía nunca una ocasión de alardear, y no se interesaba por las palabras de los demás salvo cuando le permitían cambiar de tema para poner de manifiesto sus propias hazañas, sus resultados o sus posesiones. Si por ventura uno le decía «Tienes un coche bonito», Thomas reaccionaba como si le hubiesen hecho un cumplido sobre su persona o sobre su inteligencia, y daba las gracias con una sonrisa de triunfador. Entonces era capaz tanto de citarte el nombre de alguien famoso que poseía el mismo modelo como de revelarte en tono de indiferencia la astronómica suma que le había costado. Todo en él estaba calculado para servir a su imagen, desde la marca de su ropa y sus accesorios hasta el
Financial Times
que llevaba indolentemente bajo el brazo al llegar por la mañana, pasando por sus ocurrencias, el corte de pelo o las películas y las novelas elegidas para hablar de ellas en la mesa. No dejaba nada al azar, pero tampoco nada revelaba un gusto personal. Cada gesto, cada palabra era un elemento del personaje admirable que se había construido y con el que se identificaba. Una pregunta me mortificaba: ¿lo hacía intencionadamente o se engañaba a sí mismo?
Llegué a imaginarme a Thomas desnudo en una isla desierta, sin su traje de Armani, su corbata de Hermés, sus mocasines Weston ni su cartera Vuitton, sin objetivos marcados que alcanzar ni gloria que lograr. Nadie a quien impresionar en cien kilómetros a la redonda. Lo veía errar así, la vida carente de su combustible primero, dejándose deslizar en un letargo infinito, tan incapaz de vivir sin la admiración de los demás como de subsistir el ficus que había en nuestra sala de espera sin la regadera semanal de Vanessa.
En realidad, más bien creo que se habría contentado con cambiar de rol convirtiéndose en el arquetipo del Robinson Crusoe, adoptando el aspecto y el comportamiento del náufrago ejemplar con tanta aplicación como había cultivado el de ejecutivo dinámico. Una vez auxiliado por los pescadores —y darles la lata, de paso, con su capacidad de supervivencia—, volvería a Francia como un héroe, y luego se le vería contar sus hazañas de superviviente por todos los platós de televisión luciendo una cuidada barba de ocho meses y llevando el taparrabos como nadie.
El contexto cambiaría, pero no el hombre.
—¿Ya nos estamos dando aires otra vez, chicos?
Mickaél era otro de mis colegas, un chistoso que rayaba lo burlón. Sin embargo, al menos no se tomaba a sí mismo en serio, aunque se consideraba más listo que nadie.
—Hay quien puede permitírselo —replicó Thomas al mismo nivel.
Su autoadoración le había hecho perder el sentido del humor.
Mickaél ni siquiera respondió y se alejó riendo. Ligeramente regordete, el pelo muy negro, era un pajarraco de mucho cuidado. Se las apañaba bien, puesto que sus resultados eran más que correctos, aunque yo sospechaba que se daba la gran vida. En varias ocasiones había entrado en su despacho de improviso, y cada vez daba la impresión de estar absorto en el espinoso informe de un candidato en su ordenador, mientras que la pantalla reflejaba en la vitrina de su librería imágenes que hubiesen llevado a algunos a sublevarse con el hecho de que el elevado índice de paro presionase a las candidatas a enviar fotos desnudas para aumentar sus oportunidades de conseguir un puesto como contable.
—Está celoso —me dijo Thomas en tono confidencial.
Para él, aquellos que no expresaban admiración por su persona estaban necesariamente bajo la influencia de los celos.
Todas las semanas contactaban empresas con la agencia para informarnos de sus requerimientos e informarse de nuestras condiciones. Vanessa atendía las llamadas, estableciendo para cada una de ellas una ficha, que luego trasladaba a un consultor. Ni que decir tiene que todos estábamos ávidos de ellas: era mucho más fácil firmar un contrato con una empresa demandante que sondear por nuestra cuenta, llamando nosotros mismos a desconocidos para proponerles nuestros servicios. Por tanto, se suponía que Vanessa debía repartir equitativamente las fichas de llamadas entre nosotros, pero recientemente yo había descubierto que en realidad favorecía claramente a Thomas. Fascinada por la imagen de triunfador que proyectaba, debía de disfrutar creyendo que era necesaria para su éxito. Yo estaba seguro de ser el menos favorecido del equipo, aunque, las raras veces que me transmitía un contacto, lo hacía de una manera que hacía pensar que su benevolencia me permitía beneficiarme de la única llamada que Dunker Consulting había recibido desde hacía un mes.
D
os semanas después de nuestra última entrevista, Dubreuil reapareció en circunstancias similares a las de la vez anterior: al salir del despacho vi su Mercedes estacionado sobre la acera.
Me acerqué y Vladi bajó del vehículo, lo rodeó y me abrió la puerta trasera. Tiré el cigarrillo al suelo y expulsé de un largo suspiro el humo contenido en mis pulmones. Me sentí frustrado…, ¡acababa de encenderlo después de haber aguantado toda la tarde sin fumar!
Estaba menos ansioso que la vez anterior, pero una ligera aprensión me oprimía de todas formas el estómago mientras me preguntaba qué me caería encima ese día.
El Mercedes arrancó, bajó de la acera, cruzó la avenida de la Ópera saltándose tranquilamente la línea continua y dio media vuelta en dirección al Louvre. Dos minutos más tarde circulábamos por la calle de Rivoli.
—Entonces, ¿te han echado ya manu militari de todas las panaderías parisinas?
—Voy a comer pan de molde del supermercado durante un mes, lo que tarde en olvidarme.
Dubreuil esbozó una sonrisa sádica.
—¿Adónde me lleva hoy?
—¡Veo que progresas! La última vez ni siquiera te atreviste a preguntar. Te dejabas llevar como un reo.
—Soy reo de mi compromiso.
—Es verdad —convino con aire de satisfacción.
Llegábamos a la plaza de la Concordia. El denso silencio en el habitáculo de la lujosa berlina contrastaba con la agitación de la que daban muestras los conductores en la plaza saliéndose de los carriles, acelerando en pocos metros para tratar de adelantar a uno o dos coches. Sus rostros crispados dejaban entrever entonces durante unas décimas de segundo una ligera satisfacción, la ilusión de una victoria, hasta que rápidamente se encontraban de nuevo cercados. Grandes nubes negras atravesaban el cielo blanco por encima del Parlamento. Giramos a la derecha en dirección a los Campos Elíseos y la avenida se abrió ante nosotros, un sublime claro en la ciudad, luminosa de un cielo despejado a la vista del Arco de Triunfo. El Mercedes cogió velocidad.
—Entonces, ¿adónde vamos?
—Vamos a poner a prueba tus progresos desde la última vez, a fin de asegurarnos de que podemos pasar a otra cosa.
La formulación me desagradó. Me recordó a ciertos test agotadores que mi agencia les hacía pasar a los candidatos.
—Nunca se lo he dicho, pero tengo una clara preferencia por los test teóricos, del tipo hoja con casillas para marcar.
—La vida no es una teoría. No creo sino en la virtud de la experiencia vivida sobre el terreno. Sólo eso resulta útil para cambiar a un hombre. El resto no es más que charlatanería o masturbación mental.
Los árboles pasaban a mi derecha, luego aparecieron las primeras colas delante de los cines.
—Entonces, ¿qué me ha preparado hoy? —pregunté fingiendo cierto aplomo aunque no las tuviese todas conmigo.
—Bueno, digamos que vamos a cerrar este capítulo cambiando de tercio.
—¿Cambiando de tercio?
—Sí, vamos a pasar de la panadería de Maruja a una prestigiosa joyería.
—¿Está de broma? —dije temiéndome que desgraciadamente no lo estaba en absoluto.
—De hecho, no hay una gran diferencia entre ambas.
—¡Por supuesto que sí! ¡No tienen nada que ver!
—En ambos casos tienes que tratar con alguien que está ahí para venderte algo. Es lo mismo. No veo dónde está el problema.
—¡Lo sabe muy bien! ¡No se haga el loco!
—La principal diferencia está en tu cabeza.
—¡Pero si yo nunca he puesto un pie en una gran joyería! No tengo costumbre de ir a esa clase de sitios…
—Pues algún día hay que empezar. Hay un comienzo para todo.
—El lugar me hará sentirme incómodo antes incluso de que abra la boca. No voy a poder…
—¿Qué te molesta en concreto? —dijo esbozando una sonrisita divertida.
—No lo sé…, esa gente no tiene costumbre de recibir a alguien como yo… No sabría muy bien cómo comportarme.
—No hay un código particular. Es una tienda como otra cualquiera, salvo que es más cara que las demás. Además, ¡eso te da derecho a ser más exigente!
El Mercedes se detuvo al borde de la acera. Estábamos en lo más alto de los Campos Elíseos. Vladi accionó las luces de emergencia. Miré fijamente delante de mí, imaginando que mi cadalso debía de encontrarse a mi derecha, justo allí, al alcance de la vista… Prefería dejarme hipnotizar por los coches volviendo sobre la plaza de l'Étoile, como cientos de hormigas enloquecidas cambiando de dirección a cada obstáculo sin tocarse nunca.
Me armé de valor y giré lentamente la cabeza hacia la derecha. El edificio de piedra labrada se erguía allí, imponente. El inmenso escaparate se extendía en dos pisos, magistral, impresionante, y encima, en letras doradas, el nombre de mi verdugo: Cartier.
—Imagina —añadió Dubreuil— cómo será tu vida cuando ya no haya ninguna situación en el mundo en la que puedas sentirte incómodo.
—Genial. Pero todavía estoy lejos de eso…
—La única manera de lograrlo es impregnarte de realidad, afrontar el objeto de tus miedos hasta que éstos se desvanezcan, y no ocultarte en un refugio que no hace sino acentuar tu angustia a lo desconocido.
—Tal vez —repuse, poco convencido.
—Vamos, piensa que las personas que van a recibirte ahí dentro son gente como tú, empleados que sin duda por ellos mismos no tienen los medios para comprar joyas en Cartier…