No me iré sin decirte adónde voy (8 page)

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Authors: Laurent Gounelle

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BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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—¿Y exactamente qué es lo que tengo que hacer? ¿Cuál es mi misión?

—Vas a pedir que te enseñen relojes de pulsera. Tienes que probarte una quincena larga, hacer muchas preguntas, y luego volver a salir sin comprar nada.

Mi nivel de estrés se acrecentó de manera exponencial.

—Necesito fumarme un cigarrillo primero.

—Y otra cosa…

—¿Qué?

Cogió su teléfono móvil, marcó un número y un tono discreto resonó entonces en su bolsillo interior. De él sacó un pequeño aparato de color carne, pulsó un botón y el tono se interrumpió.

—Ponte esto en la oreja. Así, escucharé tus proezas, y tú podrás oírme también si tengo algo que decirte.

Estaba desconcertado.

—¡¿Qué es todo esto?!

—Una última cosa…

—¿Aún más?

—Diviértete. Es el mejor consejo que puedo darte. Si lo consigues, está hecho. Deja de tomártelo todo tan en serio. Adquiere un poco de distancia y vive esta prueba como un juego. Porque de eso se trata, ¿no? Un juego. No hay nada que perder, sólo cosas que experimentar.

—Ya…

—¿Sabes? Uno puede ver la vida sembrada de dificultades que evitar, o como un vasto terreno de juego que ofrece en cada rincón una experiencia enriquecedora que llevarse.

No respondí, abrí la puerta y bajé del coche. El ruido del tráfico me asaltó, mientras un viento tibio despertaba mi cerebro embotado. En la inmensa acera podían verse turistas y racimos de jóvenes de la periferia que la cercana boca del tren de cercanías había escupido en la avenida. En la plaza de l'Étoile, los coches parecían dar vueltas sin fin alrededor del Arco de Triunfo.

Di unos pasos, encendí un cigarrillo y me lo fumé tomándome mi tiempo. Con un poco de suerte, la policía acudiría en seguida a echar al Mercedes de allí.

Dubreuil había hablado de test. Decía que quería evaluar mis progresos. Eso significaba que los consideraba insuficientes; sin duda me prescribiría otras penosas tareas para las próximas semanas. Para librarme de ellas, tenía que armarme por completo de valor y lograr una actuación satisfactoria. No tenía elección. De todas formas, no me soltaría, estaba seguro de ello.

Arrojé mi cigarrillo a la acera y lo aplasté con fuerza girando el pie sobre sí mismo mucho más tiempo del necesario. Alcé la mirada hacia la pared de cristal de aquel templo del lujo y un escalofrío me recorrió la espalda. «Valor, y al toro.»

6

E
mpujé la puerta giratoria tragando saliva. La imagen de mi madre trabajando hasta la saciedad en la lavandería cruzó rápidamente por mi cabeza. Tres hombres jóvenes en traje oscuro de pie en un vestíbulo espacioso, los brazos pegados al cuerpo, me saludaron en silencio mientras uno de ellos me abría la segunda puerta de entrada a la tienda. Traté de adoptar un aire de seguridad, cuando en realidad me sentía lanzado a un universo completamente extraño para mí.

Un gran espacio. Vasto, de techos altos, dominado por una escalera monumental, que se abría sobre una amplia habitación llena de mostradores de maderas nobles brillantes como espejos. Una gran lámpara de araña centelleaba en las alturas. Las paredes cubiertas de terciopelo absorbían la luz. Un aroma leve y sutil, apenas un olor discreto, que calma y transporta a la vez. Una moqueta rojo oscuro, muy tupida, que ahoga los sonidos, que da ganas de acurrucarse en ella, cerrar los ojos y dormirse sin pensar ya en nada. Zapatos de mujer, muy bonitos, de tacón de aguja, extremadamente femeninos, que se dirigen… hacia mí, uno detrás de otro, con delicadeza. Alcé suavemente la mirada. Piernas delgadas e interminables, una falda negra, corta, estrecha pero tersa. Una chaqueta ceñida, muy ceñida… Una rubia con unos ojos azules de hielo, el cabello perfectamente alisado y recogido en un moño. Una belleza glacial.

Me miró sin rodeos y se dirigió a mí en un tono muy profesional:

—Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?

No había esbozado la más mínima sonrisa, y me pregunté, paralizado, si se comportaba como de costumbre o si no habría detectado ya en mí a un intruso, un visitante del que percibía tal vez que nunca sería un cliente. Me sentía desenmascarado, desnudado por su mirada resuelta.

—Vengo a… ver sus relojes de hombre.

—¿Nuestra colección de oro o de acero?

—Acero —respondí, contento de poder elegir una gama menos alejada de lo que me era familiar.

—¡Oro! ¡Oro! —berreó Dubreuil en mi auricular.

Temí que la dependienta hubiera oído su voz, pero luego comprendí que no había sido así. Yo estaba mudo.

—Haga el favor de seguirme —dijo ella con un tono que de inmediato hizo que me lamentase de mi elección, un tono que significaba «Me lo temía». Odiosa.

La seguí, dejando que mi mirada descendiera de nuevo a sus zapatos. Se sabe todo de una persona sólo con observar su forma de andar. La suya era firme y estudiada, nada espontánea. Me condujo a la primera habitación y se dirigió hacia uno de los mostradores de madera. Una minúscula llave dorada se agitó entre los dedos profesionales de la mujer, con unas uñas rojas de manicura perfecta, y a continuación abrió la vitrina horizontal. De ella sacó una fina bandeja recubierta de terciopelo sobre la que destacaban majestuosamente los relojes.

—Bueno, aquí tenemos el modelo Pasha, el Roadster, el Santos, y el famoso Tank francés. Todos ellos incorporan un mecanismo de cuerda automática. Con un estilo más informal, tenemos el Chronoscaph, con una pulsera de caucho con incrustaciones de acero, sumergible a cien metros…

No escuchaba su discurso. Sus palabras resonaban en mi cabeza sin que intentase darles un sentido. Mi atención estaba centrada en los gestos precisos que acompañaban sus palabras. Señalaba cada reloj con sus largos dedos, sin rozarlos siquiera, como si el contacto hubiese podido dañarlo. Su gestualidad, única, revalorizaba los ensamblajes inertes de piezas de vulgar metal.

Tenía que hablar, pedirle si podía probármelos, pero mi labia, normalmente a punto, se había bloqueado por la extrema profesionalidad de la dependienta. Sus palabras y sus gestos revelaban tal dominio, un perfeccionismo tan grande, que temía parecer un paleto nada más abrir la boca.

De pronto recordé que Dubreuil me escuchaba. Debía lanzarme a la piscina.

—Me gustaría probarme ése —dije señalando el reloj con pulsera de caucho.

Ella se puso un guante blanco, como si no quisiera arriesgarse a que sus huellas digitales alteraran la belleza, lo cogió con la punta de sus ágiles dedos y me lo tendió. Casi me sabía mal poner la mano desnuda en él.

—Es una de nuestras últimas creaciones. Mecanismo de cuarzo y caja de acero, con función cronógrafo y tres contadores.

Un reloj de cuarzo…, ni siquiera un auténtico mecanismo de relojería. Podían encontrarse miles de relojes de cuarzo en el mercado por menos de diez euros.

Me disponía a ponérmelo cuando me di cuenta de pronto de que ya llevaba el mío en la muñeca. Una pequeña oleada de vergüenza me recorrió la epidermis. No podía exhibir el reloj de plástico que se ocultaba bajo la manga de mi chaqueta… Entonces, me lo quité con un gesto sin duda grotesco ocultándolo con la palma de mi mano y lo metí hábilmente en mi bolsillo, de donde no volvería a salir.

—Puede dejarlo sobre la bandeja —dijo la mujer con un tono de fingida amabilidad.

Estaba convencido de que había percibido mi malestar y deseaba acrecentarlo. Decliné su ofrecimiento. Sentí que mi rostro comenzaba a arder. Mientras no me ruborizara… Enlacé rápidamente con la primera cosa que me vino a la mente para desviar su atención.

—¿Cuánto dura la pila?

Instantáneamente, mi pregunta duplicó mi apuro. Debía de ser el primer cliente de toda la historia de Cartier en hacer una pregunta semejante. ¿Quién entre aquella clientela se preocuparía de la duración de una pila?

La dependienta se concedió varios segundos antes de responderme, como para darme tiempo a que me percatara de hasta qué punto mi pregunta estaba fuera de lugar, y dejar que mi vergüenza calara profundamente. Un suplicio. Cada vez tenía más calor.

—Un año.

Tenía que lograr calmarme, volver a centrarme. Traté de relajarme mientras miraba el reloj con un aire de fingido interés.

Me lo calcé en la muñeca con gesto rápido, creyendo que demostraba así mi costumbre de manejar esa clase de objetos de lujo. Proseguí con el cierre de la pulsera tratando de conservar la misma velocidad de ejecución, pero quedé frenado en mi impulso: el cierre metálico de doble despliegue se había bloqueado. Debería haber doblado una de sus piezas a la inversa. Volví a abrirlo rápidamente e intenté otra maniobra forzándolo mientras fingía suavidad, pero se bloqueó todavía más.

—El cierre se despliega en el otro sentido —me dijo, como si fuese evidente—. ¿Me permite?

Me sentía abochornado, me hervía la cabeza. Temía que el sudor gotease sobre la bandeja y, para evitar esa humillación suprema, me retiré unos centímetros del mostrador.

Le tendí mi muñeca como un fugitivo que capitulase ante el policía que va a ponerle las esposas. La dependienta ejecutó el gesto con una facilidad que no hizo sino aumentar la percepción de mi torpeza.

Puse cara de evaluar la estética del costoso objeto, moviendo mi brazo en el aire para regalarme diferentes ángulos de visión.

—¿Qué precio tiene? —pregunté afectando una actitud lo más indiferente posible, como si hiciese una pregunta completamente secundaria.

—Tres mil doscientos setenta euros.

Creí distinguir una ínfima satisfacción en su tono y en su mirada, del tipo que deben de sentir ciertos examinadores que le anuncian a uno que ha suspendido la selectividad o el examen del permiso de conducir.

Tres mil doscientos setenta euros… ¡Por un reloj de acero con el mecanismo de cuarzo y pulsera de caucho! Me habría gustado preguntarle cuál era la diferencia con un Kelton de treinta euros. Sin duda Dubreuil hubiese apreciado la pregunta, pero no era capaz. No todavía. Por el contrario, extrañamente, el precio exagerado, que a mis ojos era una barbaridad, me ayudó a soltarme. Ese abuso manifiesto me liberaba en parte de la presión a la que estaba sometido, mientras se desvanecía la magia del lujo y el respeto que éste me imponía.

—Quiero probarme ése —dije señalando otro y quitándome el que tenía en la muñeca.

—El Tank francés, diseñado en 1917. Mecanismo de cuerda automática calibre Cartier 120.

Me lo puse y lo observé.

—No está mal —dije, no muy convencido.

Iban dos. Pero ¿cuántos debía probarme? ¿No había dicho quince? Empezaba a relajarme un poco, sólo un poco, cuando la voz de Dubreuil, más discreta esta vez, se hizo oír:

—¡Dile que te parecen feos y que quieres ver los relojes de oro!

—Me gustaría ver ése —dije, haciéndome el loco.

Iban tres.

—Dile que son…

Tosí para encubrir el sonido de su voz. ¿Cómo quedaría yo si la mujer lo oía? Se me pasó por la cabeza la idea de que podría parecer un ladrón compinchado con un cómplice en el exterior. Por otra parte, las cámaras de vigilancia tal vez ya habían reparado en mi auricular. Empecé a sudar de nuevo. Tenía que darme prisa en cumplir mi misión para acabar cuanto antes.

—No me convencen. Me gustaría ver sus modelos de oro —dije de mala gana, temiendo no resultar creíble.

La dependienta ordenó hábilmente la pequeña bandeja en la vitrina.

—Haga el favor de seguirme —dijo a continuación.

Tenía la desagradable sensación de que no se esforzaba por atenderme, sólo estrictamente lo mínimo exigido por su profesionalidad. Debía de sentir que perdía su tiempo conmigo. La seguí, barriendo furtivamente el lugar con la mirada. Mis ojos se encontraron con los de uno de los hombres de traje oscuro que me habían abierto la puerta. Sin duda un vigilante de civil. Tuve la sensación de que me miraba de manera extraña.

Entramos en otra sala más grande. Los pocos clientes que allí había no se parecían en absoluto a los viandantes con los que uno se cruza en la calle, como si hubiesen salido de ninguna parte. Diversas dependientas se deslizaban por el lugar como fantasmas silenciosos, preservando la serenidad del establecimiento.

Instintivamente, reparé en las cámaras diseminadas en lugares estratégicos. Me parecía que todas estaban apuntándome a mí, dando vueltas lentamente sobre sí mismas para seguir cada uno de mis movimientos. Me enjugué rápidamente la frente con la manga e intenté respirar profundamente para ayudarme a rebajar la tensión. Tenía que contener los nervios que aumentaban en mi interior, mientras cada paso me acercaba a una colección de objetos para millonarios ante los que iba a tener que fingir interés y pretender que estaba asimismo en condiciones de adquirirlos.

Tomamos posiciones a uno y otro lado de un elegante mostrador.

La colección de oro era más extensa, y la dependienta me presentó los modelos a través de la vitrina horizontal.

—Me gusta mucho ése —dije señalando un reloj bastante grande.

—Es el modelo Ballon Bleu: caja de oro amarillo de dieciocho quilates y corona acanalada adornada con un cabujón de zafiro azul. Veintitrés mil quinientos euros.

Tuve la marcada sensación de que había anunciado el precio con la intención de informarme de que ese modelo no estaba al alcance de mis posibilidades. Jugaba conmigo, me humillaba tranquilamente.

Me dio donde más dolía, y eso me impulsó a reaccionar, a salir de mi estado letárgico.

Estaba lejos de imaginar que me hacía un favor ofendiéndome.

—Quiero probármelo —dije con un tono seco que me sorprendió a mí mismo.

Ella obedeció sin decir nada y, al verla acatar mi orden, sentí por un breve instante una emoción muy novedosa para mí, un micro placer que hasta ahora me era completamente extraño. ¿Era eso el sabor del poder?

Me puse el reloj, lo observé durante cinco segundos sin decir palabra y luego di mi veredicto inapelable:

—Demasiado grueso.

Me lo quité y se lo tendí con indiferencia, mientras ponía ya mi mirada en otros modelos.

—¡Ése! —indiqué sin dejarle tiempo para ordenar el primero.

Aceleró el movimiento de sus ágiles dedos, el esmalte rojo de sus uñas reflejando la luz de los focos sutilmente orientados hacia el mostrador para acentuar el brillo natural de los modelos.

Yo me sentía transportado por una fuerza insospechada venida de ninguna parte, que surgía de mí de manera enigmática. Reafirmarme se volvía súbitamente embriagador.

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