Llegaba con mucha antelación a mi cita y decidí entrar en una cafetería para desayunar. En el interior olía a cruasanes y café caliente. Me senté cerca de la ventana y esperé. El camarero no parecía particularmente ocupado, le hice una seña pero tuve la impresión de que fingía no verme. Acabé llamándolo y al final acudió a regañadientes. Pedí un chocolate y tostadas y esperé mientras hojeaba con indiferencia las páginas de un
Fígaro
tirado en la fría mesita de mármol. Me trajeron el chocolate humeante y me abalancé sobre las tostadas de baguette recién hecha deliciosamente untadas con mantequilla, mientras las conversaciones de barrio se animaban en torno a la barra. Había una atmósfera única en esos cafés parisinos, un ambiente y unos aromas que no se encontraban en Estados Unidos.
Retomé mi camino media hora más tarde. La avenida Henri Martin era bastante larga, y la recorrí pensando en Yves Dubreuil. ¿Qué habría movido a ese hombre a proponerme semejante «trato»? ¿Su intención era verdaderamente positiva, como afirmaba? Su actitud había sido, como poco, ambigua, y era difícil tener confianza. Ahora que me acercaba a su casa, sentía incluso una cierta inquietud creciendo en mi interior. Desgrané los números de la calle pasando frente a los edificios, a cuál más hermoso. Llegué al 25. El suyo debía ser el siguiente, pero la sucesión de edificios se interrumpía ahí. Vi entonces que un espeso follaje detrás de una verja ocultaba el inmueble. Llegué ante el portón. El 23 no era un edificio, sino un magnífico palacete privado de paredes de piedra labrada. Inmenso. Saqué la tarjeta de visita para comprobarlo. Pues allí vivía, en efecto. Impresionante… ¿Aquélla era de verdad su casa?
Toqué el timbre. La pequeña cámara detrás del cristal del videoportero se activó y una voz femenina me invitó a entrar al tiempo que una pequeña puerta situada junto al portón se abría electrónicamente. Apenas había dado unos pasos en el jardín cuando un enorme dóberman negro se arrojó hacia mí ladrando, los ojos amenazantes y los colmillos lubricados por la saliva. Me disponía a dar un salto a un lado cuando la cadena que pendía de su cuello se tensó de pronto. El perro quedó retenido in extremis, las patas levantadas, y un hilo de baba alcanzó mis zapatos. Pronto dio media vuelta en silencio, como si el miedo cerval que acababa de infundirme bastara para sentirse satisfecho.
—Te ruego que perdones a
Stalin
—me dijo Dubreuil al recibirme en la entrada—. ¡Es realmente odioso!
—¿Se llama
Stalin
? —farfullé mientras le estrechaba la mano, mi corazón latiendo a ciento cuarenta pulsaciones por minuto.
—No lo soltamos más que de noche. Por el día estira las patas de vez en cuando, cuando tenemos una visita. Aterroriza un poco a mis invitados, ¡pero eso los vuelve más conciliadores! Ven, sígueme —me dijo guiándome por un enorme vestíbulo de mármol donde su voz resonó de inmediato.
El techo era de una altura impresionante. De las paredes colgaban gigantescos lienzos en marcos de oro viejo.
Un criado de librea recogió mi cazadora. Dubreuil comenzó a subir la escalera, por donde lo seguí, una monumental escalera de piedra blanca. En su centro presidía, suspendida en el aire, una lámpara de araña con pasamanería de cristal negro que debía de pesar tres veces lo que yo. Al llegar al primer piso, se adentró por un ancho pasillo con las paredes empapeladas. De nuevo cuadros. Candelabros a modo de apliques. Yo tenía la impresión de estar en un castillo. Dubreuil caminaba con seguridad y hablaba muy alto, como si me encontrara a diez metros de distancia. Su traje oscuro contrastaba con su cabello plateado. Unos mechones rebeldes le daban el aspecto de un fogoso director de orquesta. Llevaba una camisa blanca con el cuello levantado y abierto sobre un pañuelo de seda.
—Vayamos a mi despacho. Allí tendremos más intimidad.
—De acuerdo.
Intimidad era precisamente lo que yo necesitaba, en ese lugar magnífico pero poco propicio a la confidencia.
Su despacho me pareció efectivamente más acogedor. Las paredes cercadas de bibliotecas de época repletas de libros, antiguos en su mayor parte, conferían calidez a la estancia. El parqué Versalles se ocultaba bajo una espesa alfombra persa, y unos pesados cortinajes en tonos burdeos parecían acolchar el silencioso ambiente. Frente a la ventana, una imponente mesa de caoba, parcialmente recubierta por cuero negro con un reborde finamente dorado. Unas pilas de libros y de carpetas y, en el centro, un amenazante cortapapeles de plata, la punta vuelta hacia mí, como el arma que un asesino hubiese olvidado por desidia en su precipitación por huir de la escena del crimen. Dubreuil me invitó a sentarme en uno de los grandes sillones de cuero marrón que estaban frente a frente en nuestro lado de la mesa.
—¿Quieres beber algo? —me preguntó mientras se servía él mismo una copa.
—No, gracias. De momento, no.
Los cubitos de hielo crepitaron al sumergirse en el vaso.
Se acomodó tranquilamente y le dio un trago mientras yo esperaba a enterarme de cuál sería exactamente mi destino.
—Escucha. Esto es lo que te propongo. Hoy me vas a contar tu vida. Me dijiste que habías tenido muchos problemas. Quiero saberlo todo. No vamos a hacernos las chiquillas amedrentadas, no tengas miedo a confiarte. Piensa que he oído bastantes cosas sórdidas en mi vida para que nada me choque ni me sorprenda. Pero tampoco quiero que te sientas obligado a cargar las tintas para justificar el acto que querías cometer ayer. Sólo quiero comprender tu historia.
Se interrumpió y dio un nuevo trago a su bebida.
Hay algo impúdico en contar la vida de uno a un desconocido cuando hay que ir más allá de los acontecimientos anodinos tales como el trabajo, las relaciones cotidianas y la rutina de costumbre. Tenía miedo de confiarme a él, un poco como si exponerme le otorgase poder sobre mi persona. Al cabo de un momento, sin embargo, me había lanzado y dejaba de hacerme preguntas. Acepté desnudarme, tal vez porque no me sentía juzgado. Y, además, debo confesar que me metí en el papel. Es bastante agradable, una vez que hemos traspasado la barrera del pudor, disponer de un oído atento. Con frecuencia no tenemos ocasión en la vida de ser escuchados verdaderamente. Sentir que el otro busca comprendernos, descubrir los meandros de nuestro pensamiento y las profundidades de nuestra alma. La transparencia del yo me resultaba liberadora e, incluso, en cierta forma, excitante.
Pasé el día en el palacete, como cogí costumbre de llamarlo. Dubreuil habló poco y me escuchó con una concentración extrema. Son muy pocas las personas capaces de mantener la atención durante tanto tiempo. Sólo fuimos interrumpidos, una hora o dos horas después del comienzo de nuestra entrevista, por una señora de unos cuarenta años. Me la presentó diciendo: «Catherine, quien goza de toda mi confianza.» Un cuerpo bastante enjuto. Cabello deslucido, recogido con torpeza. Unas ropas tristes y al desgaire eran el testimonio de un probable desprecio por las galas femeninas. Muy bien podría haber sido la hija de la señora Blanchard, aunque con un carácter menos vehemente. Le pidió consejo a Dubreuil, mostrándole un breve texto escrito sobre una hoja de papel. Imposible para mí saber de qué se trataba. La mujer parecía demasiado fría para ser su esposa. ¿Era tal vez una colaboradora? ¿Su asistente?
Retomamos nuestra conversación —o quizá debería decir mi monólogo— hasta la hora de la comida. Bajamos a comer al jardín, bajo el cenador, algo bastante increíble en pleno París. Catherine se nos unió pero no resultó muy locuaz. Hay que decir que Dubreuil tenía tendencia a hacer preguntas y dar él mismo las respuestas, como si se recuperase del silencio que había observado durante nuestra entrevista. La comida fue servida por un criado diferente del que me había recibido. La naturaleza exuberante de Dubreuil, aunque distinguida, contrastaba con el estilo contenido y amanerado de su personal. Su franqueza al hablar contribuía a tranquilizarme, al contrario de las miradas absortas pero inquietantes que le veía a veces cuando me escuchaba.
—¿Tendrías inconveniente en que Catherine se quedase con nosotros esta tarde? Ella es mis ojos y mis oídos, y algunas veces mi cerebro también —añadió riéndose—. No tengo secretos para ella.
Una hábil forma de informarme de que, de todos modos, cuanto habláramos le sería comentado a la mujer.
—No tengo objeción alguna —mentí.
Me propuso que fuera a dar un paseo por el jardín para estirar las piernas antes de seguir, e imagino que él aprovechó para resumirle mis confesiones de la mañana.
No reunimos los tres en su despacho. Me sentí menos cómodo los primeros minutos, pero Catherine era de esas personas cuya neutralidad extrema hace que las olvidemos pronto.
Eran cerca de las siete cuando hubimos agotado el tema de mi vida atormentada, y Catherine se esfumó con discreción.
—Voy a reflexionar sobre todo esto —me dijo Dubreuil, pensativo—. Me pondré en contacto contigo para comunicarte tu primera tarea. Déjame todas tus señas.
—¿Mi primera tarea?
—Sí, tu primera misión, si lo prefieres. Lo que tendrás que hacer en espera de otras instrucciones.
—No estoy seguro de comprenderlo.
—Has vivido cosas que, en cierta manera, se han grabado en ti y condicionan la forma en que ves el mundo, en que te comportas, tus relaciones con los demás, tus emociones… El resultado de todo ello es un verdadero desastre, hablando claramente. Te causa problemas y te hace desgraciado. Tu vida será mediocre mientras la vivas así, por lo que hay que obrar ciertos cambios.
Tuve la impresión de que de un momento a otro esgrimiría un bisturí para operarme el cerebro en el acto.
—Podríamos hablar durante horas —añadió—, pero eso no serviría de nada, si no es para informarte de las razones de tu malestar. Pero seguirías siendo desgraciado… Mira, cuando un ordenador funciona mal, hay que instalar nuevos programas que funcionen mejor.
—El problema es que no soy un ordenador.
—Captas la filosofía, en cualquier caso: es necesario que vivas cierto número de experiencias que hagan evolucionar tu punto de vista, que te lleven a sobrepasar tus temores, tus dudas, tus angustias…
—¿Y quién me dice a mí que usted sabe… programar correctamente?
—Te has comprometido, luego es inútil hacer esa pregunta. Eso no serviría sino para alimentar tus miedos, que ya son numerosos, si he comprendido bien.
Lo observé durante un rato, mudo y pensativo. Él sostuvo mi mirada sin decir nada. Transcurrieron largos segundos que me parecieron horas y finalmente acabé rompiendo el silencio.
—¿Quién es usted, señor Dubreuil?
—Ay, ¡ésa es una pregunta que yo mismo me hago a veces! —dijo levantándose y echando a andar por el pasillo—. Ven, te acompaño. ¿Quién soy? ¿Quién soy? —declamó mientras caminaba, con su potente voz resonando en la vasta escalera.
L
a noche siguiente tuve una pesadilla como ninguna otra desde mi infancia.
Me hallaba en el extraño palacete. Era de noche. Dubreuil estaba allí. Nos encontrábamos en un inmenso salón muy oscuro. Sólo los candelabros nos iluminaban con sus llamas vacilantes, extendiendo un olor a vieja cera quemada. Dubreuil me clavaba su mirada intensa y sostenía una hoja de papel. Catherine, un poco más lejos, iba vestida únicamente con un
body
negro y calzaba unos zapatos de tacón alto, el cabello recogido en una coleta. Llevaba un gran látigo que hacía chasquear regularmente contra el suelo con una violencia insospechada, profiriendo gritos roncos como un jugador de tenis que acaba de lanzar su servicio.
Stalin
se enfrentaba a ella y ladraba, desatado, después de cada restallido del látigo. Dubreuil no me quitaba ojo de encima, luciendo el aire tranquilo del que se sabe todopoderoso. Me tendió la hoja.
—¡Toma! ¡Ésta es tu misión! —me dijo.
Cogí el papel con mano temblorosa y lo incliné en dirección a las velas para poder leerlo. Nombres. Una lista de nombres y, junto a cada uno de ellos, una dirección.
—¿Qué es esto?
—Debes matarlos, a todos. Es tu primera misión.
El látigo de Catherine restalló con fuerza y provocó un torrente de ladridos.
—¡Pero yo no soy un criminal! ¡No quiero matar a nadie!
—Esto te vendrá bien —dijo Dubreuil, articulando despacio cada palabra.
Una oleada de pánico se adueñó de mí. Mis piernas flaqueaban. Me temblaba el mentón.
—Que no. No… no quiero hacerlo. Me niego. No… no quiero.
—Necesitas hacerlo. Créeme —explicó con voz meliflua—. Es por culpa de tu historia, ¿comprendes? Es en las tinieblas donde aprenderás a salir de las tinieblas. No tengas miedo.
—No puedo —jadeé—. No… no puedo.
—No tienes elección.
Su tono se volvía insistente. Su mirada me penetraba mientras se acercaba lentamente a mí.
—¡No te acerques! ¡Quiero irme!
—No puedes. Es demasiado tarde.
—¡Dejadme!
Me precipité hacia la gran puerta del salón. Cerrada. Moví con fuerza la manija en todas direcciones.
—¡Abran! —chillé golpeando con los puños—. ¡Abran esta puerta!
Dubreuil caminaba directamente hacia mí. Me volví, la espalda contra la puerta, los brazos en cruz.
—¡No podéis obligarme! ¡Nunca mataré a nadie!
—Recuerda: ¡te has comprometido!
—¿Y si rompiese el trato?
Mi respuesta provocó que Dubreuil estallara en una sonora carcajada, una risa demoníaca que me heló la sangre.
—¿Qué pasa? ¿Qué lo hace reír?
—Si rompieses el trato…
Se volvió hacia Catherine, un leve rictus en los labios. La mujer me miró y forzó una amplia sonrisa, una sonrisa repulsiva que hizo que sintiera ganas de vomitar.
—Si rompieses el trato… —retomó él con una voz lenta y maquiavélica mientras las llamas proyectaban su brillo diabólico sobre su rostro—, entonces inscribiría tu nombre en una lista…, una lista que le daría… a cualquier otro.
En ese instante oía mi espalda cómo alguien trasteaba en la cerradura. Me volví, abrí la puerta, empujé al sirviente y huí a través del vestíbulo.
La voz de Dubreuil me perseguía resonando con un terrible eco por el vestíbulo y la gran escalera:
—¡Has roto el trato! ¡Has roto el trato! ¡Has roto el trato!
Me desperté sobresaltado, jadeante, sudoroso. La visión de los objetos familiares a mí alrededor me devolvió a un universo conocido, controlado.