—¡Y me probaré también ése! —dije señalando otro para obligarla a seguir el ritmo que le imponía.
Ya no me reconocía. Mi timidez se había desvanecido por completo y me volvía cada vez más dominante en la relación. Algo inaudito me sucedía. Sentía una especie de júbilo indefinido.
—Tenga, señor.
Tuve la triste sensación de que la mujer había comenzado a respetarme desde que yo daba muestras de exigencia. Mostraba una autoridad totalmente nueva para mí, y ella había dejado de mirarme con desdén con su aire altanero. Mantenía la mirada baja hacia los relojes y ejecutaba las tareas que le dictaba. Estaba más erguido que nunca, cerniéndome cuan alto era sobre su cabeza ligeramente inclinada hacia sus expertos dedos, que manipulaban los objetos con aplicación y vivacidad.
No sé cuánto tiempo duró la escena. No era ya en absoluto yo mismo, por lo que perdí un poco el contacto con la realidad. Me hallaba en terreno desconocido y descubría un placer singular, inconcebible una hora antes. Un extraño sentimiento de omnipotencia. Era como si una pesada tapa hubiese saltado de pronto.
—Vuelve, vamos. —La voz grave de Dubreuil me devolvió bruscamente a la tierra.
Me tomé mi tiempo para despedirme, y la mujer insistió en acompañarme, siguiéndome mientras atravesaba la tienda con paso seguro, barriéndola con la mirada igual que un general que pisara una tierra conquistada. Las salas me parecían ahora más pequeñas, la atmósfera más vulgar. Los hombres de negro abrieron las puertas del establecimiento ante mí, agradeciéndome la visita. Todos me desearon una buena tarde.
Salí a los Campos Elíseos y mis sentidos quedaron en seguida asaltados por el ruido y el humo del tráfico, el viento y la fuerte luminosidad de un cielo blanco.
Volviendo en mí, me di cuenta plenamente del sentido de lo que acababa de experimentar: las actitudes de los demás para conmigo estaban condicionadas por mi propio comportamiento. Era yo quien inducía sus reacciones.
No pude evitar preguntarme sobre cierto número de relaciones pasadas…
Asimismo, había descubierto en alguna parte de mí recursos insospechados para comportarme «de otra manera». No obstante, no deseaba repetir el tipo de relación que acababa de vivir. No era un hombre de poder y no deseaba convertirme en uno. Me gustaban demasiado las relaciones cordiales, de igual a igual. Había descubierto que ya no estaba obligado a reducirme a un papel de seguidor, pero la cuestión no era ésa. Me descubría capaz de hacer cosas de las que no tenía costumbre, y eso sólo contaba a mis ojos.
El estrecho túnel de mi vida comenzaba tal vez a ensancharse un poco.
¿Q
ué es lo que lo motiva del trabajo de contable?
Los ojos de mi candidato se movieron rápidamente en todas direcciones mientras buscaba la mejor respuesta posible.
—Bueno…, me gustan mucho los números.
Era evidente que incluso él mismo estaba decepcionado por su contestación. Le habría gustado encontrar algo más comercial, pero no le vino nada a la mente.
—¿Qué es lo que le gusta de los números?
Me parecía haber deslizado una nueva moneda en la ranura: las bolas de la lotería se comenzaron a girar en el bombo mientras sus mejillas se teñían un poco más de rojo. Había hecho manifiestamente un esfuerzo con su indumentaria para la entrevista. Se percibía que no tenía costumbre de llevar el sobrio traje gris y la corbata de rayas que lucía, y que eso contribuía a su incomodidad. Sus calcetines blancos contrastaban tanto con el rigor de su vestimenta que daban la impresión de ser fluorescentes.
—Bueno…, me gusta cuando… cuadran…, quiero decir, cuando las cuentas salen bien y estoy convencido de pisar sobre seguro. Es muy satisfactorio, ¿sabe? Me gusta cuando las cosas quedan redondas. Además, cuando hay un error, puedo pasarme horas buscándolo, hasta que todo se resuelve. En fin…, horas, no, quiero decir…, no pierdo el tiempo inútilmente, también sé ir a lo esencial. Me refiero a que soy muy riguroso, vamos.
Pobre. Se contradecía para tratar de demostrar que era el candidato perfecto.
—¿Se considera usted una persona autónoma?
Tenía que concentrarme en su rostro para que mi mirada no quedase atrapada por sus calcetines.
—Sí, sí, soy muy autónomo. Ningún problema. Sé apañármelas solo sin molestar a nadie.
—¿Puede citar un ejemplo de un momento en el que haya dado muestras de autonomía?
Era una técnica muy conocida por los entrevistadores. Cuando alguien afirma tener una cualidad, debe ser capaz de citar los momentos en los que la ha exhibido. Más concretamente, debe ser capaz de proporcionar un contexto, un comportamiento y un resultado. Es lógico: si realmente posee esa cualidad, debe poder ejemplificar un contexto en el que ha hecho uso de ella, lo que hizo en concreto y lo que así obtuvo.
—Bueno…, sí, por supuesto.
—Y ¿en qué contexto fue?
Las bolas de la lotería se agitaron con furia en el bombo mientras trataba de acordarse —o de imaginar— un hecho semejante. El ligero rubor de su rostro se acentuó, y creí distinguir una gota de sudor en su frente. Odiaba incomodar a los candidatos y no era en absoluto mi intención, pero estaba obligado a evaluar si se adecuaban al puesto ofrecido.
—Bueno…, verá, normalmente doy muestras de autonomía, puede creerme.
Descruzó las piernas, se revolvió inquieto en su butaca y luego volvió a cruzarlas. Realmente, sus calcetines podrían haber aparecido en un anuncio de Ariel.
—Tan sólo lo invito a citarme un ejemplo de la última vez que eso sucedió. ¿Dónde era?, ¿en qué circunstancias? Tómese el tiempo que necesite para recordarlo. Póngase cómodo, no hay prisa.
De nuevo empezó a agitarse en su butaca, mientras se secaba las manos probablemente húmedas en el pantalón. Transcurrieron unos largos segundos que me parecieron horas y el tipo no encontraba nada que responder. Sentía una vergüenza creciente adueñándose de mí. Debía de odiarme.
—Bueno —dije al fin para terminar con la tortura—, voy a decirle por qué le hago esa pregunta. El puesto vacante pertenece a una pequeña pyme cuyo contable ha dimitido. Había acumulado tantos días de vacaciones que no tuvo siquiera que dar el preaviso. Se fue de un día para otro, por lo que ahora no hay nadie en la empresa que sepa formar a su sucesor. Si ocupa el puesto, va a tener que apañárselas usted solo, hurgando en las carpetas y en los ficheros de su ordenador. Si usted no es realmente autónomo, existe el riesgo de que el asunto le resulte una verdadera pesadilla, y es mi deber no ponerlo en semejante situación. No pretendo pues tenderle una trampa, sólo intento saber si será capaz de realizar la tarea solicitada. ¿Sabe?, desde ese punto de vista, su interés queda ligado al de la empresa que ofrece el puesto…
Me escuchó con atención y acabó reconociendo que prefería trabajar en un contexto bien estructurado, donde supiera concretamente lo que se esperaba de él y donde encontrara respuesta a sus preguntas en caso de duda. Nos pasamos el resto de la entrevista concretando su proyecto profesional y definiendo el tipo de puesto que se adecuaría a su personalidad, su experiencia y sus habilidades. Le prometí conservar cuidadosamente su informe y volver a contactar con él en cuanto hubiese una oferta que encajase mejor en su perfil.
Lo acompañé hasta los ascensores y le deseé buena suerte en adelante.
De vuelta a mi despacho, consulté las llamadas recibidas en mi ausencia. Tenía un
sms
de Dubreuil:
Reúnete conmigo en el bar del hotel George V. Toma un taxi y, durante el trayecto, debes decir exactamente lo contrario de TODO cuanto diga el conductor. Repito: TODO. Te espero.
Y.D.
Lo releí dos veces y no pude reprimir una mueca ante la perspectiva de lo que me esperaba. Todo dependería de las palabras del conductor, lo que podía convertirse rápidamente en algo muy penoso…
Una ojeada a mi reloj: las 17.40 horas. Ya no tenía más citas, pero no abandonaba el despacho nunca antes de las siete, en el mejor de los casos.
Miré mis
e-mails
. Casi una docena, pero nada urgente. «Bueno, venga, por una vez no vamos a sentirnos culpables.»
Cogí mi impermeable y asomé la cabeza al pasillo. Nadie a la vista. Salí corriendo en dirección a la escalera de emergencia, pues no era conveniente quedarme plantado delante de los ascensores. Llegaba al final del pasillo cuando Grégoire Larcher salió de su despacho. Debió de ver mi incomodidad en una milésima de segundo.
—¿Se toma usted la tarde libre? —me dijo con una sonrisa burlona.
—Yo… tengo que ir a atender… una urgencia.
Se alejó sin responder, sin duda satisfecho por haberme pillado en flagrante delito. Me lancé a la escalera, algo asqueado por el giro de los acontecimientos. ¡Por Dios! A diario trabajaba infinidad de horas y, por un día que salía antes, me enviaba a la hoguera.
Nervioso, bajé corriendo por la avenida de la Ópera, pero el aire fresco me ayudó a centrarme de nuevo. Salvo por la perspectiva de la tarea que debía cumplir, más preocupante era lo que acababa de pasar. Caminaba hacia el Louvre, en la dirección en la que se encontraba la parada de taxis. Nadie. Podía tomarme un respiro y me sentí casi aliviado. Encendí un cigarrillo y di una calada con nerviosismo. ¡Qué asco! Nunca conseguiría dejarlo…
Mientras caminaba, tuve una extraña sensación, la impresión de que… me seguían. Me detuve y volví la cabeza pero sólo vi una gran multitud detrás de mí. Nada raro. Retomé mi camino con cierto malestar.
Volví a pensar en las últimas veces que había cogido un taxi. Los conductores eran en su mayor parte charlatanes inveterados que expresaban sin contención su opinión sobre todos los temas de actualidad, y tenía que reconocer que yo me cuidaba mucho de emitir opiniones divergentes. Dubreuil había dado en el clavo. Pero, bueno, tal vez sólo era una forma de pereza. Después de todo, no servía de nada tratar de desengañar a la gente, no iba a convencerlos de nada.
Miré a lo lejos. No poco tráfico. Era la hora punta, me arriesgaba a tener que esperar durante mucho rato.
¿Y si era por cobardía más que por pereza? Además, no responder nada no era en absoluto relajante. A menudo me hervía la sangre… Pero, entonces, ¿de qué tenía miedo exactamente? ¿De no gustar? ¿De desencadenar una reacción imprevisible en mi interlocutor? No lo sabía.
—¿Adónde va?
Su acento parisino me sacó de mi letargo. Sumido en mis ensoñaciones, no lo había visto llegar. Asomado por la ventanilla, el conductor me miraba fijamente con aire de impaciencia. De unos cincuenta años, rechoncho, calvo, con un bigote negro y una mirada aviesa. ¿Por qué tenía que tocarme a mí precisamente ese día?
—¡Eh! ¿Se decide? ¡Que no tengo todo el día!
—Vamos al George V —farfullé abriendo la puerta trasera.
Mal comienzo, tenía que recuperarme de prisa. «Ánimo, debes decir lo contrario de todo lo que él diga. De todo.»
Subí al taxi e inmediatamente sentí ganas de vomitar: en el ambiente flotaba un olor rancio a tabaco mezclado con un ambientador barato. Atroz.
—Se lo advierto, ¡aunque no está lejos, nos va a llevar un buen rato! ¡Se lo digo yo! No sé de dónde sale tanta gente, ¡pero hoy está todo taponado!
Humm…, difícil decir lo contrario… ¿Qué replicar?
—Con un poco de suerte, ¿no se desbloqueará e iremos más deprisa de lo que piensa?
—Ya, eso, hay quien cree en Papá Noel —dijo con un fuerte acento parisino que se cortaba con un cuchillo—. Hace veintiocho años que trabajo en esto, sé de lo que hablo. Joder, estoy seguro de que ni la mitad necesitan realmente desplazarse en coche.
Me hablaba en voz muy alta, como si estuviese sentado en la parte trasera de un autocar.
—Tal vez sí lo necesiten, eso nunca se sabe…
—¡Sí, claro! La mayoría no recorren ni quinientos metros con el coche. ¡Sólo que son demasiado vagos para andar y demasiado agarrados para coger un taxi! ¡No hay nadie más agarrado que un parisino!
Tenía la sensación de que ni siquiera se daba cuenta de que yo expresaba mi desacuerdo. Eso sólo alimentaba la conversación. Al final, tal vez mi tarea sería menos dura de lo previsto.
—A mí los parisinos me parecen más bien amables.
—¿De veras? ¡Pues no debe de conocerlos muy bien! Yo hace veintiocho años que trato con ellos, conozco a esos granujas. Y le diré algo: cada año que pasa son peores. Ya no los trago. Me salen por las orejas.
Sus gruesas manos se crispaban en torno al volante recubierto por una funda sintética, y veía la tensión propagarse por los músculos de sus antebrazos velludos. Bajo los pelos negros vislumbré un gran tatuaje alargado que me hizo pensar en una patata McCain gigante. Cuando era pequeño, en la tele norteamericana ponían un anuncio de dibujos animados donde se veía unas patatas representando varios personajes que se contoneaban. En mi vida había visto un tatuaje tan ridículo.
—Creo que se equivoca —repuse—. La gente sólo nos devuelve el reflejo de la forma en que les hablamos.
Pisó bruscamente el pedal del freno y se volvió hacia mí con ojos furiosos.
—¿Qué diablos intenta decirme con eso?
No me esperaba en absoluto una reacción tan violenta. Me eché hacia atrás, lo que no me impidió percibir su aliento asqueroso. ¿Olía a alcohol? Tenía que desactivar la bomba, jugar un poco al artificiero…
—Decía que quizá la gente es algo cerrada pero que, con tiempo, aceptando la idea de que tal vez están estresados y hablándoles con suavidad —subrayé—, pueden abrirse y resultar más agradables cuando perciben que uno se interesa por ellos.
Me observó sin decir nada con su mirada de jabalí agresivo, luego se volvió de nuevo y arrancó. El silencio se había cernido de pronto en el habitáculo, como un manto de plomo. Traté de relajar la extrema tensión de mi cuerpo y de normalizar la respiración. «Caray…, qué susceptible, chico. Tendré que andarme con más tiento.» Seguimos rodando lentamente pero el silencio se tornó rápidamente opresivo. Muy opresivo. Debía romperlo.
—¿Qué representa su tatuaje? —dije con el ilusorio esfuerzo de aplicar la idea que acababa de expresarle.
—Ah, esto… —repuso en un tono casi emocionado que me indicó que había dado en el clavo—. Es un recuerdo de juventud. Representa la venganza.
Había dicho esa última frase con un tono sentencioso. Me moría de ganas de preguntarle cómo una patata McCain podía simbolizar la venganza, pero no era lo bastante suicida, así que reprimí una sonrisa.