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Authors: Laurent Gounelle

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No me iré sin decirte adónde voy (13 page)

BOOK: No me iré sin decirte adónde voy
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Y desapareció en la cocina.

Estallé en una carcajada.

—¿Qué es todo esto?

—La carta es falsa. De hecho, no hay sino un solo menú, el mismo para todo el mundo. Pero es muy bueno, todos los productos son frescos. Léon cocina a fuego lento los manjares —dijo señalándome a un negrazo que se veía al otro lado del ojo de buey de cristal de la cocina.

—Me muero de hambre.

—El servicio es rápido. Es la ventaja de tener un único menú… Su clientela está formada por asiduos. Salvo una vez que vino un turista alemán. Reaccionó mal al jueguecito de Arthus, armó un escándalo y se marchó dando voces…

Arthus volvió a salir de inmediato haciendo piruetas con nuestros entrantes.

—¡Aquí están las endivias al roquefort!

Me disponía a asaltar mi entrante cuando…

—Alice —murmuré.

De pronto estaba profundamente asqueado con la visión del contenido de mi plato.

—¿Qué?

—Alice —volví a decir en voz baja—, mi queso está podrido…, mohoso.

Me miró durante tres segundos en silencio y luego rompió a reír.

—¡Pero eso es normal!

—¿Es normal que mi queso esté podrido?

—El roquefort es así…

—¿Quieres que me coma un queso podrido?

Tenía la impresión de que se trataba de una tarea más de las impuestas por Dubreuil.

—No está podrido, sólo está mohoso y…

—Es lo mismo, podrido, mohoso…

—¡No! Es moho sano. Te prometo que puedes comerlo sin riesgo alguno. Además, sin el moho, ese queso perdería su interés.

—Te burlas de mí.

—¡No! ¡Te lo aseguro! Mira.

Pinchó varios trozos de la «cosa» con su tenedor y… se los llevó a la boca. Los masticó y… se los tragó sonriendo.

—¡Es infame!

—¡Pero pruébalo al menos!

—¡De ninguna manera!

Me conformé con las hojas de endivia, eligiendo cuidadosamente las pocas que no habían estado en contacto con la podredumbre.

Arthus puso cara de aflicción cuando vino a retirar los platos.

—Tendré que ocultarle esto a Léon. Lloraría a lágrima viva si viese que no se ha comido su entrante. Lo conozco, no habría modo de consolarlo…

Desapareció en la cocina con nuestros platos. Alice apoyó los antebrazos sobre la mesa y se inclinó ligeramente hacia mí.

—¿Sabes?, me ha sorprendido mucho tu actitud durante la reunión. Nunca habría imaginado que le plantarías cara a Larcher. Te has arriesgado…

—Bueno, en todo caso he sido sincero: estoy convencido de que a la empresa no le conviene desatender a los candidatos que no encajan en el perfil del puesto ofrecido.

Alice me miró a los ojos unos segundos. Nunca me había dado cuenta antes de hasta qué punto era hermosa. Su cabello castaño recogido en la nuca permitía ver un cuello muy fino y femenino. Su mirada azul era a la vez suave y asertiva, con un brillo de inteligencia. Había algo muy atractivo en ella.

—Sí, salvo porque estoy cada vez más convencida de que Larcher, Dunker y los demás miembros de la dirección toman deliberadamente decisiones que no sirven al interés de la empresa…

—¿Y por qué iban a hacer eso?

—Las decisiones están dictadas sobre todo por el mercado financiero, por la Bolsa, en suma.

—Quieres decir por nuestros accionistas.

—De alguna manera.

—Pero eso no cambia nada: es también el interés de nuestros accionistas que la empresa vaya bien.

—Eso depende…

—¿De qué?

—De su motivación por ser accionista. ¿Sabes?, hay de todo entre ellos: pequeños inversores, bancos, fondos de inversión…

—¿Y bien?

—¿Crees que la mayoría de ellos se interesa por un desarrollo sano y armonioso de nuestra empresa? Sólo hay una cosa que cuenta, o más bien dos: que la cotización de las acciones continúe subiendo y que arrojemos dividendos todos los años.

—Bueno, eso no es tan raro… El principio del capitalismo es que los que corren un riesgo financiero invirtiendo en una empresa sean los mismos que ganen más si ésta funciona. Es su remuneración por asumir riesgos, y gracias a ellos la empresa puede desarrollarse. Las acciones, lo sabes, suben si la empresa consigue su desarrollo, porque entonces el riesgo parece menor, y son numerosos los que quieren subirse al carro. En cuanto a los dividendos, los beneficios nunca se comparten con los accionistas. Para que haya dividendos es necesario que la empresa marche bien…

—Sí, en teoría, pero en la práctica el sistema está completamente corrompido. Hoy en día son raros los accionistas realmente preocupados por apostar por el crecimiento de una empresa a largo plazo. Además, la mayoría de las veces, en realidad no la conocen… Ya sea que quieren dar el golpe y revender sus acciones cuando ya han subido lo bastante, ya sea que poseen bastantes como para influir en las decisiones de la empresa y, créeme, no para que se desarrolle armoniosamente, sino sólo para que pueda arrojarles grandes dividendos durante los pocos años en que seguirán siendo accionistas, aunque eso le impida financiar su desarrollo futuro y la ponga en peligro.

—¿Y tú crees que Dunker y sus esbirros juegan a eso, sirviendo a los intereses de los accionistas en detrimento de la empresa?

—Sí.

—Sin embargo, fue Dunker quien creó este negocio. Es
su
negocio. Me cuesta imaginar que acepte destruirla a fuego lento.

—Ya no es realmente su negocio. Lo ha sacado a Bolsa y, desde entonces, no posee más que un 8 por ciento del capital. Es como si la hubiese vendido.

—Sí, pero sigue siendo su rostro visible. Así pues, le gusta por lo menos…

Alice compuso una mueca.

—No es que sea un sentimental, ¿sabes? No, creo que su continuidad en la dirección forma parte de un acuerdo entre él y los dos grandes accionistas que entraron en el capital en el momento de la salida a Bolsa.

Arthus nos sirvió nuestros humeantes pavos deliciosamente perfumados y nos abandonó para acoger a otro asiduo del local.

—Señora condesa, ¡ya estoy con usted!

—Mi pobre Arthus —dijo la mujer—, en mi árbol genealógico no hay más que campesinos, plebeyos y criados… Además, sabe usted que la nobleza fue abolida en 1790…

—Sí, ¡pero Arthus la restableció en 2003!

El pavo al vino amarillo tenía un sabor exquisito. Aquel plato habría sido capaz de retener en suelo francés a cualquier norteamericano. ¡Abajo la nostalgia! Incluso un conservador ultranacionalista habría renegado de su patria después de dar un solo bocado a semejante manjar.

—¿Conociste a Tonero? —me preguntó Alice entre bocado y bocado.

—¿El chico que lo dejó poco tiempo después de mi llegada?

—Sí. Era el mejor de los consultores. Un tipo muy bueno, un comercial fuera de serie. Era consciente de su valía e intentó negociar un aumento.

—Se lo negaron, si no me falla la memoria.

—Sí, pero no se vino abajo. Preparó un informe para probarles que, en caso de que se negaran, su marcha les costaría más cara que su aumento de sueldo. Calculó el coste de la selección de su sustituto, de su formación, del tiempo durante el cual le pagarían sin ser realmente productivo, etcétera. De hecho, no había color: les salía mucho más rentable aumentarle el sueldo a Tonero que dejarlo ir. Y, sin embargo, eso fue lo que hicieron. ¿Sabes por qué?

—¿Por una cuestión de orgullo? ¿Para no dar marcha atrás en su decisión?

—Ni siquiera eso. Le explicaron fríamente que, si empezaban a derrochar en salarios, eso afectaría a las cuentas preventivas de la empresa y la cotización de las acciones pegaría un bajón. Mientras que lo esencial del coste de selección de su sucesor pasaría a las partidas de honorarios y formación, y que la Bolsa era menos sensible a esas partidas.

—Tonterías.

—El área de formación no va mejor. Antes las prácticas terminaban a las seis. Ahora a las cinco ya no hay nadie.

—¿Por qué?

—¿Quieres la razón comunicada al cliente o la dictada por el negocio?

—Venga…

—Es fundamental en el plano pedagógico, señor cliente. Nuestras investigaciones han demostrado que una ligera reducción del horario acrecienta el aprendizaje y optimiza su asimilación por el becario…

—¿Y la realidad?

—El formador tiene por misión estar a las 17.05 al teléfono para buscar nuevos clientes. ¿Lo entiendes?, a las 18 horas ya no encontraría a nadie…

Le di un trago al vino.

—A propósito de prácticas desleales, he descubierto por azar que uno de nuestros colegas ha denunciado a un candidato ante su empresa anunciándoles su partida antes de que deje el trabajo…

—Ah…, ¿no estás al corriente?

—¿Cómo?

—Fue el día que no viniste. Dunker se presentó en la reunión comercial semanal. Insinuó que se podían hacer grandes negocios así.

—¿Bromeas?

—En absoluto.

—¿Marc Dunker, nuestro presidente, invitando a sus consultores a… llevar a cabo esa clase de prácticas? ¡Qué infame!

—No nos pidió hacerlo explícitamente, pero nos lo dio a entender.

Miré por el cristal el cielo gris. La lluvia empezaba a caer.

—¿Sabes?, aunque está bien que compartamos nuestras penas, lo encuentro cuando menos deprimente. Yo necesito creer en lo que hago. Para levantarme por la mañana, debo tener la sensación de que mi trabajo sirve para algo, aunque no esté directamente relacionado con una noble causa. Al menos quiero poder sentir la satisfacción del trabajo bien hecho. Pero si hay que hacer lo que sea, a toda velocidad, con el único objetivo de enriquecer a accionistas que ni siquiera se interesan por la empresa, entonces ya no tiene sentido.

—Eres un idealista, Alan.

—Sí, sin duda.

—Es bonito, pero te equivocas de época. Vivimos rodeados de cínicos, y uno mismo debe ser un cínico para salir adelante.

—No… no estoy de acuerdo. Mejor dicho, me niego a someterme a esa visión. De lo contrario, ya nada merece la pena. No puedo aceptar la idea de que mi vida se resume en trabajar con el único objetivo de pagarme la comida, un techo y algo de ocio. Estaría absolutamente vacía de sentido.

—¿Qué tal, pavitos míos? —preguntó Arthus mirando nuestros platos, confiando en el éxito de su comida.

—No le permito semejante familiaridad —respondió Alice fingiendo enojo.

El hombre se alejó de nuevo riendo.

—Yo necesito un trabajo que aporte algo a los demás —proseguí—, aunque no cambie el rumbo del universo. Quiero acostarme por la noche diciéndome que mi día ha sido útil, que he aportado mi granito de arena.

—Más te valdría rendirte a la evidencia, ¿sabes? No puedes cambiar el mundo.

Dejé mi tenedor. Ni siquiera me apetecía ya el pavo al vino amarillo.

Vi que Arthus hacía un besamanos. El tipo vivía en el universo que él mismo había creado.

—Estoy convencido de que cada uno de nosotros puede cambiar el mundo. A condición de no bajar los brazos, ni renunciar a lo que creemos justo ni dejar que pisoteen nuestros valores. De lo contrario, uno es cómplice de lo que sucede.

—Sí, de acuerdo, pero eso sólo son bellas palabras. En concreto, no sirven de mucho. Aunque tú decidas seguir siendo íntegro en tu empresa, no podrás impedir que los demás no se comporten como es debido.

Miré a Alice. Tenía la sensación de que, aunque tratase de probarme que mis esfuerzos eran vanos, en el fondo de sí misma deseaba que yo tuviese razón. A lo mejor ya no albergaba esperanza alguna, pero no pedía sino tenerla de nuevo.

Me perdí en mis pensamientos, dejando que mi mirada se pasease por las bonitas paredes del restaurante. Acabó deteniéndose en una de las máximas que Arthus había colgado. Era una cita de Gandhi: «Nosotros mismos debemos ser el cambio que deseamos ver en el mundo.»

11

¡L
o que es seguro es que el cambio no vendrá de los demás!

Yves Dubreuil se echó hacia atrás en su gran sillón y apoyó los pies sobre la mesa. Me gustaba el olor del cuero y de los libros viejos, aromas que había asociado a ese lugar en donde me había confiado a él un día, el siguiente de conocernos. La suave luz de la tarde filtrada por los altos árboles de su jardín acentuaba la atmósfera inglesa de la habitación. Dubreuil hacía girar los cubitos de su bourbon, fiel a su costumbre.

—Estoy convencido de que todo cambio debe provenir de uno mismo —prosiguió—, no del exterior. No es ni una organización, ni un gobierno, ni un jefe nuevo, ni un sindicato, ni una nueva pareja quienes te cambiarán la vida. Además, mira lo que sucede en política: cada vez que el pueblo elige a alguien distinto para que su vida cambie, ¿funciona? Piensa en Mitterrand en 1981, en Chirac en 1995, en Obama en 2008… Cada vez se llevan una decepción. Luego creen que se han equivocado de hombre, que han elegido mal. De hecho, el problema no está ahí. La realidad es que nadie cambiará tu vida si no lo haces tú.

»Escucha, creo que el pensamiento de Gandhi sobrepasa las consideraciones individuales, las expectativas personales de cambio. Creo que designaba sobre todo las evoluciones que a cada uno le gustaría ver en la sociedad de una manera general, y quería decir sin duda que es mucho mejor encarnar uno mismo la vía a seguir, y ser finalmente un modelo para los demás, que simplemente denunciar y criticar.

—Sí, lo comprendo, la idea es interesante. Pero aunque me convierta en un modelo de equilibrio, eso no cambiará lo que sea que mi empresa exija de mi, ni mi jefe comenzará a respetarme de la noche a la mañana.

—En cierto modo, sí. Si sufres por el hecho de que tu jefe no te respeta, entonces no esperes que cambie por sí mismo: eres tú quien debe aprender a hacerse respetar. Revisa lo que puedes cambiar en ti para ser más respetable: tal vez tu modo de relacionarte con los demás, tu forma de hablar, de comunicar tus resultados… Quizá no dejando pasar los comentarios fuera de lugar… Además, los jefes perversos que acosan a sus empleados no lo hacen con todos por igual, y no escogen a su víctima al azar.

—Pero no vamos a decir que es culpa de la víctima el ser acosada…

—No, no digo eso. Por supuesto no es culpa suya, y ni siquiera se puede decir que induzca semejante comportamiento sin darse cuenta. No. Sólo digo que tiene una forma de comportarse, una forma de ser que hace
posible
ese acoso. Su verdugo siente que, si ataca a esa persona, conseguirá un verdadero impacto negativo sobre ella, mientras que eso no funcionaría con otras.

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