—¿Y si alguien estuviera moviendo los hilos por encima de él? Si Fisherman fuese su…, ¿cómo se dice?
—No veo quién iba a tener interés en ello.
«Por Dios, ¡¿no puedes responder a las preguntas?!»
—Pero ¿Fisherman tiene algún tipo de interés personal en que nuestras acciones frenen su impulso?
—¿Cómo voy a saber yo eso?
—Pero, si no es el caso, hay por tanto gente que lo empuja a ponernos verdes en su periódico. Entonces Fisherman sería su…
Puse cara de buscar la palabra exacta, acompañando mi búsqueda con movimientos de manos para mostrar un hueco en mi memoria.
—No soy un adepto de la teoría de las conspiraciones.
—¡Ay! Es irritante, ¡cómo odio no recordar una palabra! ¿Cómo se le llama a alguien que se deja manipular por otro? Se dice que es su…
—Escuche, Alan, yo tengo trabajo.
—No, ¡respóndeme sólo a esa pregunta! Pasaré un día horrible si no la encuentro…
—Concéntrese en su tarea y ya está.
—Tengo la palabra en la punta de la lengua…
—Pues escúpala, pero fuera de mi despacho.
Para una vez que hacía una gracia, no tenía ganas de reírme. Bueno, deprisa, había que motivarlo a que me respondiese.
—Déme esa palabra y le prometo que desapareceré instantáneamente.
—Títere.
Lo miré, estupefacto.
—No, no es ésa… Otra.
—Está empezando a incordiarme, Alan.
—Déme un sinónimo.
—Objeto. Es un objeto. ¿Se refiere a eso?
—No, eso tampoco es.
—Pues tendrá que contentarse con eso.
—Déme otro sinónimo…
—Tengo otras cosas que hacer, Alan.
—Por favor…
—Adiós, Alan.
Su tono era inapelable, y volvió a sumirse en su informe sin mirarme ya.
Salí, un poco frustrado. Bueno, había peleado bien. Algo era algo. De hecho, mi error había sido sin duda mi entusiasmo. Para «abrazar su universo» no bastaba con abordar un tema que le interesase, tal vez habría hecho falta que adoptara su estilo de comunicación. Serio, racional, expresándome de forma precisa y rigurosa con pocas palabras. Mejor: habría sido necesario que encontrase placer en ello. Pero, aun así, ¿habría conseguido que hablara más? No es seguro. En todo caso, por lo menos había rozado el éxito.
Apenas me había instalado en mi despacho cuando Alice se me unió para hablar sobre el contenido de una negociación llevada a cabo con uno de sus clientes. Estábamos juntos desde hacía unos diez minutos cuando reconocí los pasos de Fausteri en el pasillo. Pasó por delante de mi puerta, luego dio un paso atrás y metió la cabeza, el rostro siempre impasible.
—¡Marioneta! —dijo, y continuó su camino.
Alice se volvió hacia mí, indignada por qué mi jefe me hubiera insultado de esa manera.
Yo, en cambio, estaba radiante.
L
a tarea podría haber sido más dura con Grégoire Larcher. Si a Fausteri no le gustaban las conversaciones desprovistas de interés en el plano intelectual, Larcher, por su parte, no soportaba aquellas que lo desviaban de sus objetivos: cada segundo de su tiempo debía servir para construir su éxito.
Eso dejaba al menos un hueco. Como el fino manipulador que era, aceptaba hablar de tonterías de vez en cuando si sentía que eso podía contribuir a motivar a su empleado. Un trabajador que se siente realizado es un trabajador productivo y, al final, eso servía bien a sus intereses.
No me costó, pues, demasiado hacerle hablar de la familia. Eso nos llevó al terreno del ocio, de las excursiones con los niños, y finalmente las marionetas hicieron su aparición en la conversación de la forma más natural del mundo.
De hecho, disfruté manipulando a un manipulador.
Recibí cinco sms de Dubreuil durante el día, lo que cada vez me llevaba a bajar a fumarme un cigarrillo en la acera de la avenida, siempre sin comprender la razón profunda.
Mi jornada terminó en el despacho de Alice, donde me confió una vez más su inquietud sobre las disfunciones de la sociedad. Thomas vino a saludarnos al salir, agitando sutilmente ante nuestros ojos la BlackBerry último modelo que acababa de comprarse. De pronto, unas irresistibles ganas de aplastarlo se adueñaron de mí.
—Hoy he recibido a un candidato impresionante —dije—. Menudo tío.
—¿Ah, sí?
Cada vez que se hablaba bien de alguien en su presencia, su sonrisa se paralizaba ligeramente, como si su valor peligrase a causa del del otro.
—Es un antiguo director financiero, muy brillante y, sobre todo…, ¡tiene un porte, una clase increíble!
Alice me miró, algo sorprendida por mis palabras.
—Sacó un bolígrafo para tomar notas —seguí—. ¡Fantástico! Adivinad qué marca era…
—¿Un Montblanc? —sugirió Thomas.
Era la marca del suyo.
«Ni lo sueñes, bonito.»
—No, fallaste. Inténtalo de nuevo.
—Venga, dilo —dijo, sonriendo sin ganas.
—Un Dupont. ¡Con punta de oro! ¿Os dais cuenta? ¡Un Dupont!
Abrí los ojos como platos al hablar para subrayar bien mis palabras. La sonrisa de Thomas se crispó, y vi en la expresión de Alice que había comprendido mi jueguecito.
—¿Un verdadero Dupont? —preguntó ella fingiendo incredulidad.
—Auténtico.
—¡Caray! Qué tío…
—Sí. No se ve un bolígrafo como ése todos los días.
—Transmite una imagen de triunfador. En mi opinión, no va a tener problemas para encontrar un buen empleo en breve.
Me pregunté hasta dónde podía llegar antes de que a Thomas le pareciesen sospechosas mis palabras.
—Estoy seguro de que todas las chicas están locas por él —añadí.
—Es evidente.
Bueno, eso era ir quizá demasiado lejos, pero Thomas seguía exhibiendo un aire contrariado. Estaba tan convencido de que uno atribuía a su persona el valor de los objetos que lucía que no podía entrever la exageración de nuestras afirmaciones. Se correspondían demasiado bien con su visión del mundo.
Acabó deseándonos una buena tarde y luego salió del despacho. Esperamos a que se alejase antes de romper a reír.
Ya eran cerca de las ocho y no tardé en abandonar la oficina a mi vez. Al alcanzar la acera, no pude evitar echar una ojeada a mi alrededor. No parecía que hubiese nadie al acecho de mi salida. Me metí rápidamente en el metro y tuve que salir treinta segundos más tarde. Dubreuil me pedía que me fumase un cigarrillo. La coincidencia del
timing
era preocupante… Escruté de nuevo los alrededores. Los transeúntes eran cada vez más escasos a esa hora tardía en ese barrio de negocios. No reparé en nada anormal.
Tres minutos más tarde estaba de nuevo en el metro. Me decidí a intentar la sincronización gestual, que había dejado de lado hasta el momento. Había preferido abordar el universo de mi interlocutor tratando de asumir su forma de pensar, sus preocupaciones y sus valores.
Un tren entró en la estación con un chirrido casi tan estridente como el ruido de una tiza sobre una pizarra. Un mendigo adormilado en un banco gruñía algo incomprensible, emanando a su alrededor un fuerte olor a alcohol. Los vagones desfilaron ante mis ojos y finalmente se detuvieron con bastante brusquedad, sacudiendo a los escasos pasajeros que ni siquiera fruncían el ceño, acostumbrados como estaban a ser maltratados de ese modo. Subí. La promesa de Dubreuil se extendía a la facultad de crear una relación con personas de culturas y costumbres diferentes de las mías. Eché una ojeada a los pocos viajeros sentados y reparé en un tipo negro y alto vestido con un pantalón de chándal y una chaqueta de cuero. Llevaba la chaqueta abierta sobre una especie de camiseta de redecilla cuya transparencia dejaba al descubierto sus potentes pectorales. Me senté enfrente y rectifiqué mi postura para adoptar la misma que él. Busqué su mirada, pero ésta parecía perdida en el vacío. Intenté sentir lo que él debía de sentir para entrar así mejor en su mundo. No era fácil: yo estaba, ciertamente, un poco embutido en mi traje. Solté el nudo de mi corbata, luego intenté imaginarme vestido como él, con la misma gruesa cadena de oro de eslabones de presidiario alrededor del cuello. Eso me dio una extraña impresión. No tardó en cambiar de postura, y lo seguí inmediatamente. Hacía falta que mantuviese el contacto…
No le quitaba ojo de encima. Unos segundos más tarde, se cruzó de brazos. Lo imité. Me preguntaba cuánto tiempo hacía falta para crear el vínculo realmente, después de que el otro comenzara inconscientemente a seguir a su vez mis movimientos. Tenía ganas de experimentarlo… Estiró las piernas. Esperé un momento e hice otro tanto. No tenía costumbre de repanchingarme de ese modo en el metro, pero al final me resultó incluso divertido. Además, nunca había intentado ponerme en el lugar de una persona tan diferente de mí, de comportarme como ella, de ver lo que ocurría por ello. Puso las manos sobre los muslos. Lo imité. Lo miré directamente pero, aunque estaba justo enfrente de mí, no tenía la sensación de que me viera realmente. Su rostro era bastante pétreo, y yo me esforzaba por adoptar una expresión similar. Permanecimos así unos instantes, siempre perfectamente sincronizados. Su mirada seguía siendo insondable, pero me parecía que algo nos acercaba. Estaba seguro, debía sentirme en la misma longitud de onda. Se sentó muy erguido en su asiento, y no tardé en hacer lo mismo. Se inclinó entonces hacia mí, esta vez mirándome a los ojos, sin rodeos, buscando claramente entrar en contacto, y sentí con antelación que iba a decirme algo. Había ganado, había logrado crear un vínculo, conducir a un extraño a abrirse a mí sin ni siquiera necesitar hablarle. El poder del gesto sobre el inconsciente. La superioridad del cuerpo sobre la palabra. Era extraordinario, inaudito. Con mirada sombría, abrió la boca y se expresó con un fuerte acento africano:
—Oye, ¿vas a seguir tomándome el pelo a la cara mucho tiempo?
E
sa mañana llegué a la reunión semanal despreocupado, lejos de saber que debería enfrentarme a una de las peores horas de toda mi existencia, que estaría en el origen del cambio más… benéfico posible. La vida es así; uno rara vez se da cuenta al instante de que los momentos difíciles tienen una función oculta: conducirnos a la madurez. Los ángeles se disfrazan de brujas y nos entregan maravillosos regalos cuidadosamente envueltos en innobles embalajes.
Ya se trate de un fracaso, de una enfermedad, o de las vicisitudes de lo cotidiano, uno no siempre tiene ganas de aceptar el «regalo», ni los reflejos de desenvolverlo para descubrir el mensaje oculto que contiene: ¿debemos aprender a tener voluntad, valor? ¿O, por el contrario, a soltar cuerda con lo que al final no tiene sino poca importancia? ¿La vida me pide escuchar un poco más mis deseos y mis aspiraciones profundas? ¿Tomar la decisión de demostrar las habilidades que me ha adjudicado? ¿Dejar de aceptar lo que no se corresponde con mis valores? ¿Qué necesito aprender en esa situación?
Cuando sobreviene la prueba, uno reacciona a menudo con ira o desesperación, rechazando legítimamente lo que le parece injusto. Pero la ira vuelve sordo, y la desesperación, ciego. Dejamos pasar la ocasión que nos ha ofrecido para madurar. Entonces, los duros golpes y los fracasos se multiplican. No es la suerte que se ceba con nosotros, sino la vida, que intenta repetir su mensaje.
La sala estaba abarrotada. Quedaba un sitio libre cerca de Alice, que sin duda me había reservado. Éramos mucho más numerosos que de costumbre. Una vez al mes se reunía todo el departamento de selección, y no sólo nuestro área. Dejé mi
Closer
sobre la mesa y me senté tranquilamente. Al final no era desagradable ser el último en llegar: uno se sentía esperado.
—Mira a Thomas —me susurró Alice en el oído.
Lo busqué entre los asistentes y finalmente lo localicé.
—¿Qué le pasa?
—Mira bien.
Me incliné para escrutar mejor y no vi nada más que la actitud de orgullo e indiferencia que lucía habitualmente. Fue entonces cuando me di cuenta. No podía creer lo que veían mis ojos. Lo había dejado sobre la mesa de reuniones, descuidadamente en diagonal: un flamante Dupont nuevo. A mi lado, Alice se tapaba con una mano la nariz y la boca para contener la risa.
—¡Buenos días a todos!
La potente voz casi me hizo brincar. Marc Dunker, nuestro presidente director general, se había autoinvitado a la reunión semanal. Ni siquiera me había dado cuenta al entrar. Se hizo el silencio en la sala.
—No voy a interferir mucho rato en su orden del día —dijo—, pero me gustaría hacerlos partícipes de un nuevo tipo de test de evaluación que acabo de descubrir en un viaje a Austria, donde acabamos de abrir nuestra decimoctava oficina. Sé que ya tienen una buena docena de herramientas a su disposición, pero ésta es algo diferente y quería presentársela personalmente.
Nos picó la curiosidad. ¿Con qué habría dado esta vez?
—Todos sabemos —prosiguió— que es más difícil evaluar el carácter de un candidato que sus competencias. Todos ustedes proceden de los oficios para los que recluían, y saben por tanto hacer buenas preguntas para descubrir si el candidato en cuestión dispone de las habilidades necesarias para llevar a buen puerto el trabajo requerido. En cambio, no siempre es sencillo distinguir entre sus cualidades reales y las que muestra. Ni siquiera hablo de defectos, pues el 90 por ciento de sus candidatos afirman ser la perfección personificada, ¿no es así?… Entre cualidades imaginarias y defectos convenientes, no es fácil hacerse una idea exacta de sus tendencias en el trabajo. Este nuevo test permite evaluar un rasgo de carácter fundamental para buen número de puestos de responsabilidad, y especialmente para aquellos que ofrecen una tarea de dirección. He mencionado la confianza en sí mismo, lo que es extremadamente difícil de medir en la selección. He conocido a personas que han pasado por tantas entrevistas de trabajo que tienen aspecto de estar muy seguros de sí mismos en ese contexto, mientras que, de hecho, los pones en una empresa y se vienen abajo frente al primer compañero que se mete con ellos. Uno puede hacerse el listo en una entrevista y no tenerlas todas consigo ante su equipo.
—Lo que dices es cierto pero, la mayor parte del tiempo, el que carece de confianza en sí mismo en su vida diaria carece también de ella frente al entrevistador.
Un murmullo se levantó de entre los asistentes a la reunión. El que acababa de hablar era un joven consultor recientemente llegado a la empresa procedente de una agencia de la competencia donde el tuteo era lo oportuno. En efecto, nosotros los consultores nos tuteábamos entre nosotros, pero nuestro jefe nunca había doblegado esa moda de pseudoproximidad relacional. Esta última era, en efecto, bastante hipócrita, pero la resistencia de Marc Dunker era otra: mantenía los signos de respeto de sus empleados respecto a él.