Caminaba rumiando mi venganza por las calles de París bajo un cielo amenazador, cruzado por grandes nubes negras que se desplazaban a buen paso. El aire caliente, cargado de electricidad, olía a tormenta. Andaba deprisa, y el sudor comenzaba a gotear de mi frente.
¿Era el esfuerzo o la ira? En efecto, podía interponer una demanda y obtener una indemnización por daños y perjuicios, pero ¿luego qué? ¿Cómo podría seguir trabajando en esas condiciones? El ambiente se volvería irrespirable. Mis colegas sin duda no se atreverían a mostrarse ya en mi compañía… ¿Aguantaría mucho tiempo en ese contexto? No, sin duda no iba a ser así.
Poco a poco, mi ira cedió lugar a la amargura y luego al abatimiento. Toda mi energía me había abandonado. No me había sentido tan deprimido desde el día en que Audrey me había dejado. Audrey. Una estrella fugaz en mi vida, venida para darme a conocer la alegría antes de desvanecerse en la noche. Si al menos me hubiese dado las razones de su decisión, si me hubiese formulado reproches, críticas…, podría haberlas aceptado y censurado, o encontrarlas injustas y renunciar a ella con mayor facilidad… En cambio, su partida repentina e inexplicable me había impedido pasar página, pasar el duelo de nuestra relación, y sentía cruelmente su ausencia. Cuando mis pensamientos volvían a ella, el vacío me asaltaba el corazón y lo atenazaba. Una parte de mí mismo había desaparecido con ella. Su cuerpo le faltaba a mi cuerpo, y mi alma se sentía huérfana.
Comenzó a llover, una llovizna fina, melancólica. Seguí andando, más lentamente ahora. No tenía ganas de volver a casa. Dándole la espalda al Louvre, dejé la calle de Rivoli para penetrar en el jardín de las Tullerías, abandonado por los transeúntes que la lluvia había ahuyentado del lugar. Me metí por debajo de los árboles, pisando la tierra batida recubierta aquí y allá por algunas hojas caídas precozmente. Los árboles destilaban el agua caída del cielo, gota a gota, como de mala gana, no sin haberla impregnado de antemano con su delicado aroma. Acabé sentándome en un tocón aislado. La vida era algunas veces injusta. Mi infancia explicaba sin duda la falta de confianza en mí mismo que ahora experimentaba. Yo no era responsable y, aun así, la padecía. Como si no le bastase consigo, ese estado atraía hacia mí a los degenerados de quienes era la víctima señalada, castigándome una vez más. La vida no ahorra nada a los que sufren. Les inflige una doble pena.
Me quedé largo rato así, fundiéndome con la naturaleza, con mis pensamientos progresivamente absortos por la atmósfera del lugar.
Acabé levantándome e, instintivamente, tomé la dirección del barrio donde vivía Dubreuil. Él era el único capaz de levantarme la moral.
La lluvia comenzaba a caer por mis mejillas, por mi cuello. Tenía la impresión de que me lavaba de la humillación que acababa de padecer, llevándose mi vergüenza consigo.
Llegué delante de la verja del palacete privado al final del día. Las ventanas estaban cerradas y el lugar parecía petrificado, sin vida. De repente tuve la seguridad de que Dubreuil no se encontraba allí. Normalmente irradiaba tal energía que me parecía posible sentir su presencia incluso sin verlo, como si su aura pudiese traspasar las paredes.
Llamé al videoportero.
Un criado me informó de que el señor había salido. Ignoraba cuándo volvería.
—¿Y Catherine?
—Ella nunca está aquí en su ausencia, señor.
Deambulé un poco por el barrio, encontrando pretextos para no volver a mi casa, y acabé comiendo un bocado en uno de los escasos bares de la zona. Estaba frustrado por no haber encontrado a Dubreuil. Un pensamiento se me pasó por la mente: ¿y si también él fuese una especie de depravado que se sentía atraído por mi debilidad? Después de todo, me lo había encontrado en circunstancias más que singulares, en que mi fragilidad se hallaba completamente expuesta… Todo eso me llevaba una vez más a preguntarme por su interés por mí, su interés en ayudarme. ¿Por qué hacía todo eso? Me habría gustado tanto saber más, pero ¿cómo? No tenía ningún medio para investigar.
Me vino una imagen a la mente. La libreta. La libreta contenía parte de las respuestas, era evidente. Sin embargo, ¿cómo acceder a ella sin ser devorado por su maldito perro? Tenía que haber alguna manera… Pagué la cuenta del bar, compré
Les Echos
, que estaba en venta sobre la barra, y volví al palacete, aunque esta vez permanecí en la acera de enfrente. Me instalé en un banco al otro lado de la avenida y abrí mi periódico. Cuatro hileras de árboles me separaban de la verja. Creía poder observar razonablemente sin ser visto: tenía una idea en mente que quería comprobar. Hojeé
Les Echos
, sumergiéndome en las noticias de las medianas o las grandes empresas, las cuales tenían todas el mismo objetivo: aumentar su valor en Bolsa. Alcé la mirada algunas veces hacia la finca. Nada. El tiempo pasaba lentamente, muy lentamente. Alrededor de las 21.30 se encendió una luz en la planta baja, que pronto fue seguida por otras en las habitaciones contiguas. Podía ver la ventana del despacho de Dubreuil, ya que daba al jardín, del otro lado. Miré atentamente pero no vi a nadie, así que seguí leyendo mi periódico con un ojo puesto en las ventanas. Todavía habría luz durante cerca de media hora. Más allá de eso, me costaría seguir pareciendo creíble, con el periódico abierto ante mí… Habría que buscar otra cosa. Me topé con un artículo de Fisherman, que volvía a expresar sus dudas acerca de la estrategia de Dunker Consulting. «La dirección carece de visión», decía. Era triste llegar a eso, pero debo reconocer que me alegraba leer cosas malas sobre mi empresa.
La espera se hacía larga. Estaba cada vez más oscuro. Los coches escaseaban. El aire, cargado de humedad después de la lluvia de la tarde, difundía el marcado aroma de los tilos de la avenida. Finalmente me tumbé en el banco, el periódico a modo de almohada. Ya no le quité ojo a la casa. El lugar estaba inmerso en una calma sorprendente, apenas alterada de vez en cuando por el sonido distante de una motocicleta que aceleraba.
A las diez en punto distinguí un leve ruido a lo lejos que reconocí de inmediato: el abre puertas electrónico de la verja. Observé atentamente pero no vi a nadie. Sin embargo, estaba seguro de haber oído ese sonido característico.
La puerta principal de la casa se abrió de repente y me puse en tensión. Tenía ganas de incorporarme para ver mejor, pero temía atraer la atención sobre mí. Era mejor permanecer en esa posición. No vi nada durante varios segundos, luego salieron juntas cuatro personas a la escalinata. Cerraron la puerta detrás de ellos y atravesaron el jardín. Franquearon la pequeña verja que había sido abierta automáticamente desde el interior. Eran los criados. Intercambiaron unas breves palabras y luego se separaron. Uno de ellos cruzó la avenida en mi dirección. Mi pulso se aceleró. ¿Se había dado cuenta? No lo creía posible, así que decidí quedarme inmóvil. Si venía hasta mí, cerraría los ojos y me haría el dormido. Después de todo, había pasado antes por la tarde, se me había advertido de la ausencia de Dubreuil, por tanto no era absurdo que lo hubiese esperado en un banco y me hubiese dormido. Y, si hubiese vuelto entretanto, podría no haberme percatado de ello por estar en el bar cenando. Entorné los párpados sin perder de vista al empleado. Después de alcanzar la acera, se desvió hacia la izquierda y se detuvo bajo una marquesina. Me relajé y proseguí con mi observación paciente de la finca, de nuevo sumida en una calma chicha. Siete minutos más tarde llegó un autobús y comprobé que el criado subía a bordo. Eran las 22.13. Comenzaba a tener calambres. No sucedió nada durante largo rato. Mi incomodidad se volvía insoportable. Acabé incorporándome y, en ese preciso instante, una intensa luz iluminó el jardín delante del palacete, como un proyector en una sala oscura. Me hundí nuevamente en el banco y mis dolores se reavivaron. La puerta se abrió casi instantáneamente y Dubreuil apareció en el umbral.
Stalin
se puso de inmediato a ladrar de alegría. Su amo se dirigió hacia él. Oí algunos gritos y vi al perro, que movía la cola. Dubreuil se inclinó hacia él y, un momento después,
Stalin
dio saltos a su alrededor. Estaba en libertad. Justo las 22.30.
El perro se irguió sobre las patas traseras y Dubreuil lo cogió con afecto por el cuello. Jugaron así unos minutos; luego el amo volvió a entrar y apagó la luz exterior, sumiendo el jardín en la oscuridad. El animal salió corriendo hacia el otro lado de la finca.
Me levanté, torturado por los dolores, y caminé hasta la parada del autobús. Una ojeada a los horarios: el bus de las 22.13 estaba previsto a y diez. Llevaba tres minutos de retraso.
Habían pasado, pues, diecisiete minutos entre la partida del criado y el momento en que Dubreuil había soltado a
Stalin
. Diecisiete minutos. ¿Era tiempo suficiente para introducirse en la casa? Tal vez… Pero ¿no quedaban otros empleados en el interior? ¿Y cómo penetrar en el jardín? Luego sería fácil entrar en el palacete, ya que las ventanas seguían a menudo abiertas en esa estación, pero ¿cómo acceder al despacho del dueño de la casa sin ser visto? Todo aquello me parecía muy arriesgado. Tendría que reunir otras informaciones.
Me encaminé al metro y regresé a mi casa. No hacía ni cinco minutos que había llegado cuando la señora Blanchard se plantó en la puerta. ¿Cómo se permitía importunar a su inquilino a una hora tan avanzada? Ni siquiera tenía la impresión de haber sido especialmente ruidoso…
No sé si mi rencor acumulado desde la mañana contra Dunker fue la causa, pero el hecho es que dejé que mi ira estallara contra mi casera. Aunque sorprendida al principio, no se inmutó lo más mínimo y me recordó con vehemencia sus reglas de mundología. Era peor que todos los demás juntos: ¡nada ni nadie podía superarla!
Y
ves Dubreuil rompió a reír, con una risa franca y continua, incontenible. Catherine, por lo general impasible, también se partía. Acababa de contarles mis tentativas infructuosas de sincronización gestual con el negro del metro.
—Pues yo no le veo la gracia. Casi me parten la cara por su culpa.
No me respondían, continuaban tronchándose.
—¡Soy yo quien debería burlarse de ustedes! ¡Su truco no funciona!
Entre espasmos, Dubreuil repitió la frase que les había referido, imitando el acento africano:
—Oye, ¿vas a seguir tomándome el pelo a la cara mucho tiempo?
De nuevo soltaron una carcajada incontrolable, tan contagiosa que acabé por unirme a ellos.
Estábamos en la terraza del palacete, del lado del jardín, cómodamente instalados en unos profundos sillones de teca. Hacía bueno, mucho más que la víspera. El sol del atardecer teñía de dorado la piedra esculpida del edificio, que empezaba a emanar de nuevo el calor acumulado y, con él, el aroma delicado del inmenso rosal trepador que abrazaba la pared.
Aprecié ese momento de descanso, ya que empezaba a sentir el cansancio de la noche anterior: por tres veces, había sido interrumpido en mi sueño para fumarme un cigarrillo…
Me volví a servir zumo de naranja, levantando con esfuerzo la imponente jarra de cristal tallado en la que tintineaban unos cubitos. Habíamos cenado pronto, comida tailandesa muy ligera preparada por el cocinero de la finca, en una mesa magníficamente decorada de la que sin duda lo más sorprendente eran unas pirámides de especias dispuestas en el centro en platos de plata.
—De hecho —dijo Dubreuil, recuperando progresivamente su seriedad—, has cometido dos errores que explican tu fracaso. En primer lugar, cuando uno sincroniza su postura con la del otro, hay que respetar un cierto lapso de tiempo antes de seguir sus movimientos para que no se sienta parodiado. Además, y éste es de hecho el punto crucial, lo has hecho como una técnica que debías aplicar, ¡pero lo es todo menos una técnica! Es ante todo un estado mental, una filosofía del descubrimiento del otro. No funciona más que si tienes ganas de entrar en el universo de tu interlocutor, de vivirlo desde el interior poniéndote en su lugar para sentir lo que él siente y ver el mundo con sus ojos. Entonces, si tu deseo es sincero, la sincronización gestual es el toque mágico que te ayuda en ese sentido y te permite establecer el contacto, inducir una calidad relacional que el otro querrá conservar, lo que explica que luego pueda inconscientemente seguir a su vez tus movimientos. Pero este último punto es sólo el resultado; no puede ser el objetivo.
—Sí, ¡pero reconocerá que es un fenómeno suficientemente increíble como para que uno tenga ganas de experimentarlo!
—Por supuesto.
—Bueno, también he intentado otra cosa que ha funcionado más o menos: contactar con mi jefe sincronizándome con su manera de pensar. Se trata de Luc Fausteri, un tipo frío, muy racional, a quien no le gusta mucho la cháchara…
—Has elegido muy bien.
—¿Por qué dice eso?
—Puestos a abrazar el universo de alguien distinto, mejor elegir a una persona muy diferente de uno mismo, eso tiene más interés. Es un viaje más largo… Por cierto, ¿te he contado lo que decía Proust a ese respecto?
—Marcel Proust, ¿el escritor francés? No, no que yo recuerde.
Dubreuil recitó de memoria:
«El único viaje verdadero, el único baño de juventud, no sería ir hacia nuevos paisajes, sino tener otros ojos, ver el universo con los ojos de otro, de otros cien, ver los cien universos que cada uno de ellos ve, que cada uno de ellos es.»
Catherine inclinó la cabeza en señal de aprobación.
Un pájaro se posó en el borde de la mesa, visiblemente interesado por el contenido del magnífico plato de aperitivos que apenas habíamos tocado. Debía de ser raro ver el mundo a través de los ojos de un pájaro. ¿Los animales tenían también una personalidad que los llevaba a vivir a cada uno de manera diferente la misma situación?
Dubreuil cogió un canapé de salmón, y el pájaro echó a volar.
—No es fácil meterse en la piel de alguien cuyo universo no nos gusta particularmente —proseguí—. Eso es lo que me ha costado con Fausteri. No soy como él un apasionado de los números, de la evolución de los resultados o de la cotización de las acciones de la empresa. Me esforcé por abordar esos temas, pero sin duda me faltó convicción… o sinceridad. En cualquier caso, no lo sentí abrirse a mí…
—Entiendo que no te gusten los números, y la idea no es fingir interés por los gustos o los negocios del otro. No. El objetivo es interesarte por su persona hasta el punto de intentar sentir el placer que él puede encontrar en los números. Es muy diferente… Así, cuando te sincronices con sus movimientos, cuando asumas sus valores, cuando compartas sus preocupaciones, hazlo simplemente con la intención de deslizarte bajo su piel para vivir su universo desde el interior.