Iría al encuentro de Marc Dunker. Su metedura de pata de la víspera lo colocaba en una posición delicada frente a mí. Me aprovecharía de ello: se guardaría de rechazar de plano mis ideas y se vería obligado a escucharme un poco, estaba convencido de ello. Lo haría partícipe de mis constantes, de mis ideas, e intentaría negociar su puesta en ejecución. Después de todo, ¿qué tenía que perder?
No obstante, una sombra se cernió sobre mi entusiasmo. ¿Por qué iba a aceptar Dunker las ideas de alguien que, como él mismo había demostrado, carecía de confianza en sí mismo? Dada su personalidad arrolladora, ahora debía de despreciarme profundamente…
Decidí compartir mi proyecto y mis dudas con Dubreuil.
—Está claro que la confianza en uno mismo facilita en gran medida las cosas para obtener lo que uno quiere en el trabajo…
Tragué saliva.
—Me había prometido trabajar en ese punto —repuse.
Me miró en silencio durante unos instantes, luego cogió una copa de agua, una copa con pie de cristal de una finura casi irreal. La llevó por encima de la pirámide de azafrán y comenzó a inclinarla lentamente. Yo no quitaba ojo del cristal tallado, en cuyo interior el agua parecía luminosa.
—Todos nacemos con el mismo potencial en materia de confianza —dijo—. Luego nos llegan los comentarios de nuestros padres, nuestras niñeras, nuestros maestros…
Una gota de agua se despegó de la copa y cayó sobre la cúspide de la pirámide, formando una especie de lupa que se agrandaba con cada partícula anaranjada de la preciosa especia. La gota pareció dudar un instante, luego se abrió camino lentamente y cayó rodando por la pendiente hasta la base.
—Si, por desgracia —añadió—, todo nuestro entorno tiende a hacer críticas negativas sobre nosotros, reproches, atrayendo nuestra atención sobre nuestros errores y nuestros fracasos, entonces el sentimiento de carencia y la autocrítica se instalan en nuestros hábitos de pensamiento.
Dubreuil inclinó de nuevo la copa lentamente y una segunda gota cayó en el mismo sitio. Dudó a su vez, y luego tomó el mismo camino que la primera. La tercera gota hizo lo propio, más rápidamente que la anterior. Al cabo de pocos segundos se había dibujado un surco y las gotas se precipitaban por él, ahondándolo un poco más a cada paso.
—A la larga, la más pequeña de las torpezas nos incomoda, el más secundario de los fracasos nos lleva a dudar de nosotros mismos, y la más insignificante de las críticas nos desestabiliza y nos hace quedarnos sin recursos. El cerebro se acostumbra a reaccionar negativamente, las sinapsis neuronales se refuerzan con cada experiencia…
Yo estaba claramente en ese caso hipotético. Todo cuanto decía hablaba de mí, tenía un eco particular en mí. Era, por tanto, víctima de mi existencia, abandonado por mis padres y aplastado por mi madre, para quien nunca había sido lo bastante bueno. Y ahora, ya de adulto, iba a seguir pagando las consecuencias de esa infancia que no había elegido. Mis padres ya no estaban allí, pero sufría todavía los efectos nefastos de su educación. Comenzaba a sentirme profundamente deprimido cuando me di cuenta de pronto de que ese sentimiento no haría sino contribuir a acentuar la falta de confianza en mí mismo.
—¿Hay un medio de salir de este círculo infernal? —pregunté.
—No es definitivo, en efecto, pero es duro salir de él. Requiere esfuerzo.
Inclinó la cabeza a un lado y, tras dejar caer una nueva gota de agua en lo alto de la pirámide, sopló lo suficiente para obligarla a tomar otra dirección. Un nuevo camino se abrió entonces hasta la base.
—Sobre todo —añadió—, esos esfuerzos deben ser imperativamente sostenidos en el tiempo. Nuestra mente está muy ligada a nuestros hábitos de pensamiento, incluso cuando éstos nos hacen sufrir.
Vertió una nueva gota de agua en la cima del montículo y ésta se precipitó por el antiguo surco.
—Lo que hace falta —dijo— es…
Sopló de forma continuada, como había hecho la vez anterior, y las gotas siguientes se vieron obligadas a tomar el nuevo camino, ahondando progresivamente un nuevo surco. Al cabo de un momento dejó de soplar, y las gotas continuaron por seguir esa nueva vía.
—… crear nuevos hábitos en la mente. Repetir a menudo pensamientos asociados a emociones positivas hasta que se generen nuevos lazos neuronales, se refuercen y finalmente se vuelvan preponderantes. Pero eso lleva su tiempo.
Yo no quitaba ojo de la bella pirámide anaranjada, ahora erosionada por dos surcos muy marcados.
—No se eliminan los malos hábitos de la mente —prosiguió—, pero es posible añadir otros nuevos y hacerlo de manera que se vuelvan irresistibles. No se puede cambiar a la gente, ¿sabes? Sólo podemos mostrarles un camino y luego hacer que tengan ganas de seguirlo.
Me preguntaba cuál debía de ser la profundidad del surco de mi falta de confianza en mí mismo… ¿Lograría un día grabar en mí una seguridad frente a las críticas de cualquier clase? ¿Sabría desarrollar esa fuerza interior que nos hace inexpugnables, ya que los acosadores parecen tomarla siempre con aquellos más vulnerables de entre nosotros?
—Entonces, ¿qué me propone en relación con mi problema?
Dejó la copa de agua, volvió a servirse vino blanco y acto seguido se recostó tranquilamente en su sillón. Bebió un trago.
—Primero debes saber que voy a asignarte una tarea que deberás hacer a diario durante… cien días.
—¡Cien días!
No era la duración del trabajo lo que me asustaba, sino la perspectiva de estar todavía bajo el dominio de Dubreuil a tan larga fecha.
—Sí, cien días. Es lo que acabo de explicarte: no se crean nuevos hábitos mentales de la noche a la mañana. Si realizas la tarea que voy a encomendarte durante ocho días, no te servirá de nada. De nada en absoluto. Es necesario inscribirla en el tiempo repitiéndola las veces que sean necesarias para que sus efectos se impregnen en ti.
—¿De qué se trata?
—Es muy simple, pero es algo nuevo para ti. Todas las noches vas a tomarte dos minutos para pensar en la jornada que acaba de terminar y anotar en algún sitio tres cosas que has realizado y de las que estás orgulloso.
—No estoy seguro de llevar a cabo tantas proezas todos los días…
—No se trata de proezas. Pueden ser pequeñas acciones, y no necesariamente en el despacho. Puede ser que te hayas tomado la molestia de ayudar a un ciego a cruzar la calle cuando tenías prisa. Puede ser que hayas advertido a un vendedor de que se ha equivocado a tu favor al darte la vuelta, o incluso que le digas a alguien las cosas buenas que piensas de él. ¿Sabes?, puede ser absolutamente cualquier cosa, con la condición de que se trate de algo de lo que puedas sentirte orgulloso. Por otra parte, ni siquiera se trata obligatoriamente de una acción: puedes estar satisfecho de la manera en que has reaccionado frente a algo, de lo que has sentido. Orgulloso de haber mantenido la calma en situaciones que normalmente te enfadan…
—Ya veo…
Me sentía algo decepcionado. Esperaba que me asignase una tarea más importante, más sofisticada.
—Pero… ¿cree realmente que eso va a ayudarme a aumentar la confianza en mí mismo? Parece tan simple…
—¡Ah! ¡Se nota que no eres ciento por ciento estadounidense! No puedes ocultar tus orígenes franceses… Para los franceses, una idea debe ser necesariamente compleja; de lo contrario, ¡es sospechosa de ser simplista! Sin duda es por eso por lo que es todo tan complicado en este país. ¡Nos encanta comernos la cabeza!
Eso me recordó que tenía un acento cuya procedencia nunca había identificado.
—En realidad —añadió—, no existe una solución milagrosa para reforzar tu autoestima de la noche a la mañana. Debes ver la tarea que te confío como una pequeña bola de nieve. La empujas desde lo alto de la montaña y, si la acompañas en su bajada el tiempo suficiente, ésta aumentará de tamaño para, al final, desencadenar una avalancha de cambios positivos en tu existencia.
Si había algo de lo que estaba convencido era de que la autoestima era la clave de mi equilibrio en muchos aspectos. Desarrollarla contribuiría a ofrecerme una vida plena.
—Esa tarea te llevará a tomar conciencia de todo lo que haces bien —prosiguió Dubreuil—, todo cuanto consigues en el día a día. Poco a poco aprenderás así a centrar tu atención en tus cualidades, tus valores, todo cuanto hace de ti alguien bueno. El sentimiento de tu valía personal se inscribirá progresivamente en ti hasta convertirse en una certeza. Desde ese momento, ningún ataque, ninguna crítica, ningún reproche podrá desestabilizarte. No te afectará, e incluso podrás permitirte el lujo de perdonar y sentir compasión por tu agresor.
Estaba lejos de imaginarme sintiendo compasión por Marc Dunker, lo que sin duda era un indicio del largo camino que me quedaba por recorrer.
Dubreuil se levantó.
—Vamos, te acompaño a la puerta. Se ha hecho tarde.
Me despedí de Catherine, quien me miraba como si yo fuese un animal de laboratorio, y lo seguí. Bordeamos el palacete por el jardín, en el que reinaba una atmósfera misteriosa al anochecer.
—Debe suponer mucho trabajo mantener un edificio y un jardín de estas dimensiones. Comprendo que tenga usted criados.
—Es difícil pasar sin ellos, en efecto.
—Sin embargo, no me sentiría a gusto con toda esa gente en mi casa. ¿Se quedan noche y día?
—No, se van todos a las diez. Por la noche, ¡yo soy el único fantasma en este lugar!
Pasamos cerca del gran cedro cuyas ramas más bajas parecían acariciar el suelo en la penumbra, como largos brazos revestidos de un oscuro manto de agujas, mientras el aroma de la resina nos envolvía en la tibieza de la noche.
Nos dirigimos sin decir palabra hacia la alta verja negra que preservaba la inquietante calma del lugar.
Stalin
siguió acostado donde estaba pero no me quitaba ojo, esperando sin duda el momento propicio para abalanzarse sobre mí. Me di cuenta de repente de que detrás de él no había una, sino cuatro casetas alineadas.
—¿Tiene cuatro perros?
—No,
Stalin
tiene cuatro casetas para él solo. Todos los días escoge en cuál va a dormir. Nadie más que él lo sabe. Tiene fuertes tendencias paranoicas…
A veces tenía la sensación de que aquélla era una casa de locos.
Me volví hacia Dubreuil. La iluminación procedente de las farolas de la calle hacía que su tez luciera macilenta.
—Me gustaría saber algo, por lo menos —dije rompiendo el silencio.
—¿Sí?
—Usted se ocupa de mí y se lo agradezco mucho, pero me gustaría poder sentirme… libre. ¿Cuándo me liberará de mi compromiso?
—¡La libertad debe ganársela uno!
—Dígame cuándo. Quiero saber la fecha.
—Lo sabrás cuando estés listo.
—Deje de jugar al gato y al ratón. Quiero saberlo ahora. Después de todo, es a mí a quien concierne todo este asunto…
—No te concierne, estás implicado en él.
—¿Lo ve?, sigue jugando con las palabras. Concernir y estar implicado es lo mismo, ¿no?
—No, en absoluto.
—¡Pues vaya! ¿Y cuál es la diferencia, según usted?
—Es la tortilla de jamón.
—¿De qué habla?
—Por Dios, todo el mundo sabe eso… La tortilla de jamón concierne a la gallina, y en cambio, el cerdo, está implicado en ella.
S
eñor:
La presente es para comunicarle el sentimiento de contrariedad que generó en mí el ejercicio planteado por usted hace pocos días en presencia del equipo del departamento de selección de su empresa. Por el respeto que tengo, además, a la función que usted desempeña, me veo en la obligación de comunicarle lo que siento desde ese día: lo odio profundamente, es usted un verdadero gilipollas, un gilipollas un gilipollas un gilipollas; lo detesto, me da náuseas, aborrezco a la gente como usted, miserable cabrón hijo de puta
.
Le agradezco su atención y le ruego que acepte mi más cordial saludo
.
A
LAN
G
REENMOR
2
1.00 horas. Empujé la puerta de mi edificio con la carta en la mano. Los opulentos tilos de la calle perfumaban el aire de la noche. Bajé la escalinata de la entrada y pasé por delante de Étienne. Sentado contra la pared, miraba hacia el cielo con aire de inspiración.
—Hace un tiempo agradable, esta noche.
—Hace el tiempo que hace, chaval.
Caminé por el bordillo de la acera y deslicé mi carta en la primera alcantarilla que vi. «Ya está. Entregada a domicilio.»
Fui hasta el metro pisando con calma el pavimento parisino. Montmartre tiene la ventaja de estar situado en una colina, por lo que uno tiene la sensación particular de estar en París sin vivir, sin embargo, en la ciudad. Uno no se siente absorbido por la urbe, sumido en el ruido y la polución de una metrópoli de la que no se perciben los límites. No, en Montmartre el cielo es omnipresente y uno respira. La colina es un pueblo y, cuando a la vuelta de una tortuosa calle uno ve la ciudad más abajo, ésta parece tan lejana y hundida que uno se siente de pronto más cerca de las nubes que del ajetreo parisino.
Llegué frente a la casa de Dubreuil a las 21.40 horas y regresé a mi banco de siempre. Hacía ya tres noches que acudía a montar guardia delante del palacete privado. Al final, había renunciado a seguir echado, pero había tenido cuidado de ponerme un gorro de algodón calado hasta las cejas. Eso debía bastar para volverme irreconocible desde lejos.
Apenas me había instalado cuando apareció por la avenida el largo Mercedes negro del amo del castillo. Se detuvo delante de la verja y Vladi se apresuró a bajar del vehículo. Lo rodeó y abrió la puerta trasera. Vi bajar a una mujer joven inmediatamente seguida por Dubreuil, quien la cogió de la cintura. Era morena, su cabello corto revelaba una bonita nuca. Una falda muy corta y unas piernas interminables. Tenía una forma de caminar particularmente femenina, sin duda impuesta por sus zapatos de tacón, aunque… levemente vacilante. Se colgaba del cuello de Dubreuil. Oí risas sin duda muy reveladoras del número de copas que debía de haber tomado.
Entraron en la finca, subieron los pocos peldaños de la escalinata y desaparecieron en el interior de la casa. Se encendieron sucesivamente luces en las ventanas.
No sucedió nada más durante una buena docena de minutos; luego oí la vibración de la puertecita como los días anteriores. Las 22.01 horas. Ya no quité ojo de la entrada, acechando la salida de los criados. Aparecieron cincuenta y cinco segundos más tarde. Aproximadamente veinte segundos después, había pasado el mismo lapso de tiempo que los días precedentes. El mismo ritual de despedida en la acera, con unas pocas palabras intercambiadas antes de que el grupo se separara. El usuario del autobús cruzó la avenida. El vehículo llegó a las 22.09, un minuto antes de la hora oficial. Nos acercábamos al momento crucial: ¿cuánto tiempo tardaría Dubreuil en soltar a
Stalin
? Crucé los dedos para que respetase el
timing
de los días anteriores: a las diez y media en punto.