—Todo eso es un poco raro. No olvide que yo soy contable. No es por azar, ¿sabe?, soy una persona bastante racional…
—Bueno, trataré de que tú mismo sientas lo que te he explicado. Vamos a hacer una prueba, que trata sólo de uno de los aspectos de lo que acabo de citar. Pero antes necesito un poco de preparación —dijo levantándose—. De hecho, necesito ir a buscar dos sillas. No podemos hacer nada en estos sillones, estamos demasiado embutidos.
Salió del despacho, seguido por Catherine, y oí sus pasos alejarse por el pasillo. Me sentía dividido: una parte de mí, atraída por esas cosas algo misteriosas acerca de las relaciones entre los seres humanos, se hallaba a la expectativa. Otra, más con los pies en la tierra, estaba más bien dubitativa.
Mi mirada se posó de pronto sobre la libreta. La libreta… Era tan tentador cogerla, echar una ojeada… El ruido de sus pasos cesó. Debían de haber entrado en otra habitación. Era ahora o nunca. «¡A prisa!» Me levanté de un salto y el parqué crujió bajo mis pies. Me quedé inmóvil. Silencio… Rodeé el escritorio y tendí la mano. Gritos, pasos… ¡Volvían! ¡Caray! Gané rápidamente mi sillón, pero el parqué crujió con tanta fuerza que debían de haberlo oído… No podía sentarme de nuevo. «De prisa, debo poner cara de mirar… la biblioteca. Los libros.»
Entraron. Mi atención estaba centrada en la estantería.
—¡Vamos a ponerlas ahí!
Me volví. Dispusieron dos sillas frente a frente, a menos de un metro una de otra.
—Tú, siéntate ahí —me indicó Dubreuil señalando una de ellas.
Obedecí. Él esperó un segundo y luego se sentó a su vez.
—Me gustaría —continuó— que me dijeras cómo te sientes cuando estoy así, enfrente de ti.
—¿Cómo me siento? Bueno, de ningún modo en particular… Me siento bien.
—Vale, ahora cierra los ojos.
Obedecí de nuevo, preguntándome lo que iba a hacer.
—Cuando vuelvas a abrirlos, dentro de pocos segundos, quiero que estés al tanto de tu sentimiento y que me digas cómo evoluciona. Venga, ábrelos.
Dubreuil estaba todavía sentado en la silla, pero había cambiado de postura. Reparé en que ahora tenía las manos apoyadas en las rodillas. ¿Mi sentimiento?… Un poco extraño, aunque difícil de precisar…
—Diría que se me hace raro.
—¿Te sientes mejor o peor que antes?
—Pero ¿a qué se refiere exactamente?
—Bueno, cuando subes en el ascensor con alguien que conoces poco, te sientes en general menos cómodo para comunicarte con él que si hablaseis en plena calle, ¿no es así?
—En efecto…
—Es de eso de lo que hablo. Querría que evaluases cuán cómoda te resulta la comunicación en función de mi postura.
—De acuerdo, ahora ya está más claro.
—Luego, vuelvo a hacerte la pregunta: si tuvieses que mantener una conversación conmigo, ¿te sentirías más o menos cómodo desde que he cambiado de postura?
—Más bien menos.
—De acuerdo. Vuelve a cerrar los ojos. Así… Ahora vuelve a abrirlos.
Había cambiado otra vez de postura. La barbilla descansaba ahora sobre la palma de su mano, el codo apoyándose sobre el muslo.
—Me siento, ¿cómo decirlo?…, observado. No es muy agradable.
—De acuerdo. Cierra los ojos otra vez y… ya puedes mirar.
—¡Mucho mejor!
Tenía ambos antebrazos sobre los muslos y estaba ligeramente apoltronado en su silla.
—Empezamos de nuevo.
Adoptó sucesivamente una docena de posturas. En dos o tres ocasiones me sentí claramente mejor que las demás.
—¿Catherine? —dijo volviéndose hacia ella.
—Está muy claro —repuso ella dirigiéndose a mí—. Dice que se siente bien cada vez que Yves adopta la misma postura que usted. En cuanto él está en una postura diferente de la suya, se encuentra menos cómodo.
—¿Quiere decir que cada vez que me he sentido bien era porque él adoptaba la misma postura que yo?
De pronto fui consciente de cómo estaba yo sentado en la silla.
—Sí.
—¡Menudo disparate!
—¿A que sí?
—¿Y sucede así con todo el mundo?
—Sí.
—Para ser exactos —añadió Catherine—, sucede así con la gran mayoría de la gente, pero no con todos. Hay algunas excepciones.
—No la líes, Catherine. Eso no cambia nada…
—Pero ¿esto cómo se explica? —pregunté.
—Es un fenómeno natural que quedó puesto en evidencia por investigadores norteamericanos. De hecho, creo que en su origen comenzaron por demostrar que, cuando dos personas se comunican bien, cuando la cosa fluye, se sincronizan una con otra inconscientemente y, al final, acaban adoptando posturas similares. Además, cualquiera puede comprobarlo. Por ejemplo, cuando se ve a una pareja de enamorados en un restaurante, no es raro que se sienten de la misma manera, ya sea con los codos encima de la mesa, la cabeza apoyada en la palma de la mano, el cuerpo hacia adelante o hacia atrás, las manos en las rodillas o toqueteando los salvamanteles.
—Es asombroso…
—Y esos investigadores en seguida demostraron, además, que se podía recrear el fenómeno: si uno se sincroniza voluntariamente con la actitud de su interlocutor, eso contribuirá a que cada uno se sienta bien rápidamente en compañía del otro. Por consiguiente eso facilita enormemente la calidad de la comunicación. Sin embargo, para que eso funcione no basta con ponerlo en marcha como una técnica que aplicásemos: es necesario tener verdaderas ganas de abrazar el mundo del otro.
—Evidentemente es perturbador, pero (y le va a parecer de nuevo que opongo resistencia) si hay que estudiar la gestualidad de nuestro interlocutor y adaptarse en consecuencia, ¡perdemos por completo la naturalidad!
Dubreuil compuso una sonrisita de diversión.
—¿Quieres que te diga algo?
—¿Qué?
—Ya lo haces de manera natural…
—¡En absoluto!
—Sí, te lo aseguro.
—¡Pues, vaya! ¡No sabía nada de todo eso hace cinco minutos!
Su sonrisa se acentuó.
—¿Qué haces cuando quieres relacionarte con un niño de dos o tres años?
—Eso no me sucede todos los días…
—Recuerda la última vez.
—Pues…, hablé con el hijo de mi portera hace unos quince días tal vez. Le pedí que me contara lo que hacía durante el día, en la guardería…
A medida que respondía a Dubreuil, tomaba conciencia de esa sorprendente verdad que estaba fresca en mi memoria: para hablar con el pequeño Marco, me había acuclillado, poniéndome a su altura; de manera natural había puesto una vocecita y elegido las palabras más sencillas posibles, las más cercanas a su vocabulario. «De manera natural.» No me había costado ningún esfuerzo. Sólo había tenido ganas sinceras de hacer que me contara cómo era una guardería francesa.
—¿Y sabes lo más increíble de todo?
—A ver.
—Cuando conseguimos crear y mantener durante un cierto lapso de tiempo esa calidad de comunicación, es un momento tan precioso que cada uno trata inconscientemente de conservarlo. Por ejemplo, para ceñirnos al aspecto gestual, si uno cambia ligeramente de postura, el otro lo sigue sin darse cuenta.
—Quiere decir que, si adopto la postura de una persona durante el tiempo suficiente y luego la cambio, ¿seguirá mi movimiento y cambiará como yo?
—Sí
—¡Es una completa locura!
—Pero ten en cuenta que lo esencial es ser sincero en la intención de empezar a relacionarse con el otro.
—¡De todas formas, su truco es alucinante!
Estaba entusiasmado, excitado por lo que acababa de descubrir. Tenía la impresión de haber estado hasta el momento ciego y sordo a aspectos sin embargo muy presentes en mis intercambios con la gente. Era sorprendente descubrir que, más allá de nuestras palabras, sucedían un montón de cosas de las que no éramos en absoluto conscientes, mensajes intercambiados por nuestros cuerpos. Dubreuil había sugerido de nuevo otros niveles de comunicación.
Intenté enterarme de más, pero me respondió que ya había visto demasiado por ese día y me acompañaron a la puerta. Se había hecho de noche.
Saludé a Catherine, de quien todavía me costaba calibrar su personalidad y el rol que desempeñaba junto a él. Era de esas personas que hablan poco, embozándose en un velo de misterio que las vuelve enigmáticas.
Ya había franqueado el umbral y dado algunos pasos por el jardín en dirección a la verja mientras vigilaba a
Stalin
por el rabillo del ojo cuando Dubreuil me llamó de nuevo.
—¡Alan!
Me giré.
—¡Vuelve! Casi me olvido de confiarte una misión.
Me quedé paralizado. No, no me lo iba a ahorrar…
Me reuní de nuevo con él en el interior y lo seguí a través del vestíbulo, con nuestros pasos resonando en el frío mármol. Entramos en una habitación que no conocía. Atmósfera de viejo club inglés. Librerías antiguas cubrían las paredes y llegaban hasta el techo adornado con molduras. Dos lámparas de araña con una docena de bombillas escondidas bajo tulipas de color coñac colgaban en lo alto y difundían una luz cálida e íntima que realzaba los miles de viejos libros. Apoyadas en las librerías había unas escaleras de caoba. En el suelo, varias alfombras iraníes recubrían en gran parte el parqué Versalles. Profundas poltronas recubiertas de cuero oscuro estaban dispuestas aquí y allá, así como un par de sillones bridge acolchados. Un inmenso canapé Chesterfield destacaba al fondo de la habitación.
Dubreuil se adueñó de un gran libro. Catherine se quedó en el umbral de la puerta, observándonos con atención.
—Dime un número comprendido entre 0 y 1000.
—¿Un número? ¿Por qué?
—¡Dime uno, vamos!
—328.
—328… Veamos…, veamos…
Había abierto el libro y volvía las páginas, claramente a la búsqueda de aquella que tenía el número que yo le había dicho.
—Aquí está. Muy bien. Ahora dime otro, pongamos… entre 0 y 20.
—Pero ¿qué está haciendo?
—¡Dímelo!
—Bueno, el 12.
Miré más de cerca. Era un diccionario, y Dubreuil deslizaba el dedo por la lista de palabras de la página.
—10, 11, 12: «marioneta», no está mal. Podrías haber tenido menos suerte y caer en un adverbio, por ejemplo.
—Bueno, ¿va a decirme de qué se trata o no?
—Es muy simple. Me dijiste que tenías dos jefes en la oficina, ¿verdad?
—Sí, bueno, tengo un superior inmediato y su jefe, que a menudo interviene directamente.
—Muy bien. Entonces, vas a ir a verlos, por separado. Encuentra un pretexto para animar la conversación, y tu misión consiste en lograr que ellos pronuncien una vez la palabra «marioneta».
—¿Qué chorrada es ésta?
—Y hay una regla imperativa: no debes decir tú mismo esa palabra, ni, por supuesto, señalar una foto o un objeto que la represente.
—Pero ¿de qué sirve todo esto?
—¡Ánimo!
Me tomé mi tiempo para abandonar el palacete, entreteniéndome en el césped para escrutar las estrellas. En París era raro poder verlas, el cielo parecía opaco a nuestros ojos, saturados con el brillo de la Ciudad de la Luz.
Estaba algo contrariado por no captar el interés de la tarea que se me había asignado. En el pasado, había seguido a regañadientes las consignas de Dubreuil porque requerían de mí un esfuerzo considerable, pero siempre había comprendido su utilidad. Esta vez, en cambio, no la veía. Además, odiaba esa tendencia que tenía a no responder a mis preguntas, ¡ignorándolas simple y llanamente! Un poco como si, al disponer ya de mi compromiso para actuar, no estuviese dispuesto a cansarse intentando convencerme. Además, ¿cuándo llegaría a su fin ese jueguecito? En efecto, me parecía sincero en su voluntad de transmitirme un cierto número de cosas, de hacerme «evolucionar», pero a pesar de todo era cada vez más duro sentirse teledirigido, aunque fuese por alguien bienintencionado. Y, por otra parte, ¿lo era de verdad? Debía de tener una buena razón para ocuparse de mí, para sacarme algo. Pero ¿el qué?
Volví a pensar en la libreta. Una libreta que me estaba completamente consagrada, que contenía sin duda la respuesta a mis preguntas. Me recordaba de manera sangrante que mi situación no era
normal
. No podía seguir cerrando los ojos a lo que motivaba a un desconocido a interesarse por mí, a aconsejarme, ¿qué digo?, a dictarme mi conducta, y todo eso dominándome por las reglas de un pacto que me había arrancado en circunstancias terribles. Un escalofrío me recorrió la espalda.
Era verdaderamente una pena no haber tenido tiempo de consultar esa libreta durante los pocos minutos en que Dubreuil había estado fuera de la habitación. ¡Qué frustrante! Había perdido una ocasión que tal vez no se me volvería a presentar nunca. Debía encontrar como fuera un modo de tenerla en mis manos. ¿Y si volviera una noche al palacete? Con ese calor, sin duda dejarían las ventanas abiertas…
Un ruido metálico me sacó violentamente de mis pensamientos.
Stalin
se me echaba encima, cargando con su pesada cadena detrás de él. Di un salto a un lado justo en el momento en que el perro saltaba hacia adelante entre estruendosos ladridos. Los ojos desorbitados, los colmillos chorreando baba,
Stalin
respondía a mi pregunta: no, no volvería por la noche. La noche era suya. Por fin suelto, reinaba con autoridad en el jardín.
Catherine se instaló en el canapé Chesterfield. Dubreuil le ofreció un Montecristo, que ella rechazó como de costumbre.
—Entonces, ¿cómo lo ves? —preguntó adueñándose de un cortapuros.
Los ojos de Catherine se volvieron lentamente hacia la lámpara de araña más cercana mientras reflexionaba, tomándose su tiempo para responder.
—Bastante bien, aunque al final lo he notado un poco irritado. Para serte franca, ni yo misma he comprendido el sentido de la última tarea que le has confiado.
—¿Hacer decir a sus jefes una palabra escogida al azar?
—Sí.
Dubreuil encendió una gran cerilla y luego la acercó a su cigarro, que hizo girar regularmente sobre sí mismo mientras él daba unas caladas. Salieron las primeras volutas de humo, que esparcieron el singular olor del Montecristo. A continuación se echó hacia atrás en el profundo sillón, haciendo crujir suavemente el cuero mientras cruzaba las piernas.
—El problema de Alan es que no le basta con aprender a comunicarse correctamente. No es así como conseguirá algo en su empresa, y eso es lo que él querría. Hay algo que lo frenaría de todas maneras.