»Hoy, una elección se ofrece ante ustedes. Esa elección, en efecto, no tendrá una gran incidencia a escala planetaria, pero sí tendrá un impacto sobre unos pocos cientos de personas que trabajan para Dunker Consulting, para los miles de candidatos que recibimos en la empresa, y tal vez también indirectamente para los empleados de nuestros proveedores. Es muy modesto, en efecto, pero no es una nadería. Esa elección se resume así:
»Si desean que sus acciones recuperen rápidamente la cotización que tenían hace pocas semanas y continúen más allá en una curva ascendente, entonces les aconsejo que voten ustedes por el hombre que dirige nuestra sociedad hoy día.
»Si, en cambio, escogen ponerme a mí al frente de la empresa, no les haré ninguna promesa en ese sentido. Incluso es probable que las acciones se queden estancadas durante cierto tiempo. A lo que me comprometo, sin embargo, es a hacer de Dunker Consulting una sociedad más humana. Querría que cada empleado estuviese contento de levantarse por la mañana con la perspectiva de acudir al trabajo a exprimir su talento, sea cual sea su puesto y su cargo. Querría que nuestros gerentes tuviesen por misión crear las condiciones adecuadas para la realización y el avance de cada miembro de su equipo, velando por que pueda desarrollar sus competencias.
»Estoy convencido de que en ese contexto cada uno daría lo mejor de sí mismo, no con el fin de mantener un objetivo dictado por unas exigencias exteriores, sino sólo por el placer de sentirse competente, de dominar su arte, de mejorar.
»Miren, creo que la necesidad de evolucionar está inscrita en los genes de todo ser humano y que no pide sino expresarse, a condición de que no sea saboteada por una exigencia gerencial que nos lleve a resistir para sentirnos libres. Quiero construir una sociedad donde los resultados sean fruto de la pasión que pongamos en el trabajo, antes que la consecuencia de la presión destructiva del placer y del equilibrio de cada uno.
»Querría también que se respetase a nuestros proveedores, a nuestros clientes, a nuestros candidatos como a nosotros mismos. No veo en qué sería eso incompatible con el desarrollo de la empresa. Al contrario. Cuando uno arrima el ascua a su sardina, cuando se conducen las negociaciones con el fin de poner al otro de rodillas, se lo incita a hacer lo mismo en cuanto tiene ocasión. Al final, nos encontramos todos en un mundo competitivo donde cada uno busca hacer perder a los demás. Y en semejante contexto, todo el mundo pierde, por fuerza. No se puede construir nada sobre un conflicto o la relación de fuerza, mientras que el respeto invita al respeto. La confianza invita al que la recibe a mostrarse digno de ella.
»Asimismo, me comprometo a mantener la más absoluta transparencia en la gestión y los resultados de la empresa. Se acabó la desinformación. Si se dan malos resultados pasajeros, ¿por qué escondérselos a ustedes? ¿Para evitar que vendan sus acciones? Pero, ¿por qué iban a hacerlo si se adhieren a un proyecto que se inscribe en la duración? Todos ustedes han padecido alguna vez un resfriado o una gripe que los ha tenido en cama durante ocho días. ¿Acaso se lo han ocultado a sus parejas por temor a que los dejaran? Quiero volver a inscribir nuestro crecimiento en el largo plazo. Porque, verán, este proyecto no es ninguna utopía. Estoy convencido de que una empresa cuyo funcionamiento se basa en valores sanos puede crecer fuerte y generar muchos beneficios. Pero esos beneficios no deben ser buscados obsesivamente como un drogadicto busca su dosis. Los beneficios son el fruto natural de una gestión sana y armoniosa.
Las palabras de Igor me vinieron entonces a la mente:
«No se puede cambiar a la gente, ¿sabes? Sólo podemos mostrarles un camino y luego hacer que tengan ganas de seguirlo.»
—La elección es suya. Al final, no es tanto un presidente lo que van a elegir como el tipo de satisfacción que quieren sentir al fin y al cabo. En un caso, obtendrán la satisfacción de haber maximizado sus ganancias y tal vez podrán así viajar más lejos en sus vacaciones a final de año, comprarse un coche más grande o incluso dejar una herencia algo más cuantiosa a sus hijos. En el otro caso, obtendrán la satisfacción de participar en una aventura fabulosa: la de la reconquista de una cierta humanidad en los negocios. Y sentirán tal vez cada día en el fondo de ustedes un pequeño destello de orgullo: de orgullo por haber contribuido a construir un mundo mejor, el mundo que, al fin y al cabo, legarán a sus hijos.
Levanté la mirada hacia los asistentes. Me parecían cercanos, aun tan numerosos. Les había comunicado todo cuanto había en mi corazón; era inútil añadir nada más. No sentía la necesidad de acabar con una frase bien construida para subrayar el final de mi discurso y provocar aplausos. Por otra parte, no había sido un discurso, sino simplemente la expresión de mis convicciones más profundas, de mi fe en la posibilidad de un porvenir diferente. Me quedé así unos instantes mirándolos, en un silencio que ya no me asustaba. Luego caminé hasta mi asiento aislado, apartado de los demás. Los directivos de la mesa miraban al suelo.
La votación y su recuento duraron una eternidad. Era ya de noche cuando me proclamaron presidente de Dunker Consulting.
C
uanto más me acercaba a ella a través de las perfumadas avenidas de los jardines del Campo de Marte, más gigantesca me parecía la torre Eiffel, dominándome en toda su altura. Teñida de púrpura por el sol poniente en el horizonte, se la veía majestuosa e inquietante a la vez. Sin embargo, ya no había ninguna razón objetiva para mi aprensión. El triunfo en mi última prueba la víspera me liberaba del cerco de Igor Dubrovski, e iba a poder festejar mi victoria en paz. No obstante, la torre seguía siendo a mis ojos la trampa del viejo león. Tenía la sensación de regresar a la jaula después de haber escapado de ella.
Al llegar al pie de la dama de hierro, levanté la cabeza hacia la cúspide y sentí vértigo. Me vi a mí mismo minúsculo y frágil, un penitente arrodillado a los pies de un gigante que representase a su Dios, suplicándole que le concediera su gracia.
Me dirigí hacia el pilar sur, me deslicé entre los turistas y me presenté al hombre que filtraba el acceso al ascensor privado de Le Jules Verne.
—¿A qué nombre ha reservado? —me dijo disponiéndose a consultar la lista que tenía en la mano.
—Me he citado aquí con el señor Igor Dubrovski.
—Muy bien. Sígame, por favor, señor —respondió inmediatamente sin mirar siquiera sus notas.
Lo seguí al espacio acondicionado en el interior del pilar y él le hizo una discreta señal a su colega, que esperaba con unos clientes. Nos colamos delante de ellos y subimos al estrecho y viejo ascensor de paredes de hierro y cristal. La puerta se cerró ruidosamente detrás de nosotros dos, como la de un calabozo, y nos elevamos en la maraña de metal que constituía el pilar.
—El señor Dubrovski todavía no ha llegado. Usted es el primero.
El ascensor corría hacia el cielo, aspirado por estrellas invisibles, dejando la ciudad que se desplegaba a nuestros pies en toda su extensión.
Al llegar al segundo piso, sentí una punzada en el corazón al reconocer la gran rueda que arrastraba el cable. Sentí cómo las palmas de mis manos se humedecían. El hombre me condujo hasta un
maître
que me recibió con mucha distinción. Lo seguí a través del restaurante hasta nuestra mesa, junto al ventanal. Me propuso tomar un aperitivo mientras esperaba a Igor. Tomé un agua mineral.
El ambiente era cálido y agradable. Una decoración bastante sobria, en blanco y negro. La luz del sol penetraba horizontal hasta los más mínimos rincones, acentuando la sensación de liviandad del lugar. Algunas mesas ya estaban ocupadas. Hasta mí llegaban retazos de conversaciones en lenguas extranjeras.
No pude reprimir un escalofrío al mirar afuera. Aquellas viguetas me eran demasiado familiares. Se burlaban insolentemente, recordándome mi desamparo y mi sufrimiento pasados. Debajo, el vacío era tan sobrecogedor que tenía la vertiginosa sensación de estar suspendido en las nubes.
Era sano, a fin de cuentas, volver al lugar de mi trauma. Lo vivía como una posibilidad que se me ofrecía, no de borrar el pasado, sino de escribir otra historia distinta. Como una grabación sobre una vieja cinta que no llega a borrar por completo la anterior pero la difumina enormemente.
Cuánto camino recorrido desde ese día… Cuántas emociones, tensiones, angustias, pero también esperanzas, progresos, avances… Por supuesto no había cambiado como persona. Todavía era el mismo y era imposible que fuese de otra manera. Pero tenía la sensación de haberme liberado de mis cadenas como un barco suelta las amarras que lo retienen en el muelle. Había descubierto que la mayoría de mis miedos no eran sino una creación de mi mente. La realidad adopta a veces la forma de un dragón aterrador que se desvanece en cuanto nos atrevemos a mirarlo de frente. Bajo la influencia de Igor, había domesticado los dragones de mi existencia, y ésta me parecía ahora poblada de ángeles benévolos.
Igor… Igor Dubrovski. Yves Dubreuil. ¿Iba a esclarecer los puntos oscuros que persistían ahora que nuestro pacto tocaba a su fin? ¿Iba a comprender por fin sus motivaciones o, por el contrario, seguiría viéndolo como un viejo psiquiatra medio loco?
El tiempo pasaba, e Igor no venía. El restaurante se llenaba progresivamente, y el vals de camareros,
maîtres
y sumilleres se orquestaba, como una coreografía fluida y silenciosa. Me tomé otra copa. Un bourbon esta vez. Yo nunca bebía, pero me entraron ganas de pronto.
El cielo viró al rosa mientras el sol se ponía sobre la ciudad, un rosa suave y cálido que inundó el cielo, difundiendo un increíble sentimiento de serenidad. No tenía nada que hacer, ninguna palabra que pronunciar, sólo esperar saboreando el instante. El tiempo había quedado suspendido, el presente se alargaba con suave indolencia.
Cogí mi vaso y lo hice girar muy lentamente sobre sí mismo. Poco a poco, los cubitos de hielo comenzaron a bailar, luego a tintinear levemente contra las finas paredes con un sonido cristalino apenas perceptible.
Igor no acudiría a la cita. En el fondo de mí mismo, lo sabía. Lo sentía de algún modo confuso.
Dejé que mi mirada se perdiese en el cielo y sentí como si todo mi ser se diluyera en su belleza. El trago de alcohol abrasó mi paladar con su suave aroma; luego diseminó su calor por mi cuerpo, invitándolo a relajarse.
La noche cayó sobre París, que se atavió de luces centelleantes, bañando el restaurante con la atmósfera envolvente de la noche.
Cenaba solo, llevado por la suavidad de la noche, mecido por los lánguidos acordes de un pianista con acentos de jazz. En el cielo, las estrellas brillaban plácidamente.
E
l hombre se instaló confortablemente bajo el cenador y dejó cerca de él la taza de café humeante que había llevado consigo. Sacó un cigarrillo de su paquete y se lo puso entre los labios. Frotó una cerilla contra el lateral de la cajita, la rompió y profirió un exabrupto tirando al suelo el pedazo roto. La segunda se inflamó en seguida, y encendió su cigarrillo dando su primera calada de la mañana.
Era el mejor momento del día. Aquel pequeño rincón de la naturaleza delante de la casa estaba todavía adormecido, y las flores exhalaban los sutiles aromas del rocío, cuyas gotas eran todavía visibles como lupas en miniatura en los pétalos entumecidos, rosas, blancos o amarillos. El sol comenzaba apenas su ascenso hacia el azul todavía pálido del cielo. El día prometía ser cálido.
El hombre abrió su periódico,
La Provence
, y leyó los titulares de la primera página. No había muchas noticias en ese final de agosto. Otro incendio en el bosque, rápidamente sofocado por los bomberos de Marsella después de la intervención de los hidroaviones. «Seguramente un pirómano —pensó—, o unos turistas inconscientes que hacían un picnic en pleno campo a pesar de que está prohibido.» Un artículo señalaba un incremento en la asistencia a los festivales de verano, cuyas recaudaciones, sin embargo, no cubrían siempre todos los gastos. «Nuevamente somos nosotros quienes tenemos que pagar los conciertos de los parisinos con los impuestos municipales», se dijo.
Dio un trago a su café y desplegó el periódico para leer las páginas interiores.
La foto le saltó a la vista. Debajo, el gran titular en negrita rezaba: «Un joven de veinticuatro años es elegido presidente de la mayor empresa francesa de selección.»
El cigarrillo se le cayó de los labios.
—¡Caray! ¡Josette! ¡Corre, ven a ver esto!
El hábito no hace al monje, y el cargo no hace al hombre. Sin embargo cambia inexorablemente la forma en la que los demás te perciben. Mi regreso a la oficina, dos días después de mi elección, fue bastante desconcertante. Casi se creó una aglomeración en el vestíbulo de la empresa en el momento de mi llegada. Era como si la incredulidad derivada del anuncio de mi elección fuese tan grande que mis colegas quisieran comprobar la información por sí mismos. Cada uno me saludó a su manera, pero todos me hablaron de forma desacostumbrada. Se sentía ya que sus intereses personales entraban en juego, pero no podía odiarlos por ello. Algunos tomaban precauciones, mientras que otros estaban manifiestamente animados por la voluntad de crear una corriente de afinidad con el objetivo de sacar provecho de ella tarde o temprano. Thomas fue el más adulador de entre ellos, lo que no me sorprendió. Sólo Alice se mostró auténtica en su reacción, y sentí que su satisfacción era sincera.
No me demoré y subí a mi despacho. Llevaba allí apenas quince minutos cuando apareció Marc Dunker en persona.
—No voy a andarme con rodeos —dijo sin saludarme siquiera—. Ya que me va a despedir, cuanto antes lo haga, mejor. ¡Firme aquí, y no se hable más!
Me tendió una hoja de papel con el membrete de la sociedad. La leí sin cogerla, desde lejos. Se trataba de una carta dirigida a él en la que se le notificaba el fin de su cometido. Bajo el lugar de la firma, había escrito: «Alan Greenmor, presidente director general.»
¡Aquel tipo estaba tan acostumbrado a dirigirlo todo que incluso se notificaba a sí mismo su propio despido! Cogí la carta y la rompí en dos antes de tirarla a la papelera. Dunker me miró fijamente, estupefacto.
—He reflexionado mucho —le dije—. He decidido ocupar tan sólo la presidencia de la sociedad y nombrar a un director general, antes que acaparar yo mismo ambas funciones. El puesto es suyo si lo quiere. Rinde usted culto a la eficacia, siente verdadera pasión por obtener resultados. Le sacaremos partido para una causa noble. A partir de ahora, su misión, si es que la acepta, consistirá en hacer de esta sociedad una empresa más humana que ofrezca un servicio de calidad respetando a todo el mundo, desde los clientes hasta los empleados, pasando por los proveedores. Como sabe, apuesto por que unos colaboradores felices darán lo mejor de sí mismos, por que los proveedores tratados como socios estarán a la altura de la confianza que les concedamos, y por que nuestros clientes sabrán apreciar el valor de lo que les ofrezcamos.