—Tiene la palabra el segundo candidato a la presidencia de la sociedad, el señor Alan Greenmor.
Tragué saliva mientras mi estómago se cerraba de pronto como una ostra. Me sentía pesado en mi asiento, como si estuviera en el interior de un bloque de hormigón.
«Vamos. Debes hacerlo. No tienes elección. ¡Levántate!»
Hice un esfuerzo titánico para ponerme en pie. Los directivos se habían vuelto todos hacia mí, algunos luciendo una sonrisita burlona. Los invitados a mi derecha me miraban fijamente de igual modo. Me sentí solo, terriblemente solo, tan angustiado que me costaba incluso respirar.
Cogí los folios de mi discurso y eché a andar en dirección al atril. Crucé el escenario avanzando con paso vacilante para enfrentarme a la abarrotada sala. Tan sólo con que hubiesen apagado las luces generales, no dejando encendidos más que los focos cegadores, ya no habría visto aquel mar de rostros desconocidos y socarrones que me miraban como si fuese un mono de feria.
El corto trayecto me pareció en realidad eterno, cada paso constituyendo por sí solo una prueba bajo el peso de las miradas. Era un gladiador soltado a la arena, arrojado a los leones ante la plebe burlona y sedienta de sangre. Cuanto más me acercaba, más tenía la sensación de ver risas sardónicas en sus rostros. ¿Era ésa la realidad o simplemente una creación de mi espíritu torturado?
Llegué por fin al atril, el punto central de la atención, en mitad del escenario, en el mismísimo corazón del monstruo despierto y listo para rugir. Estaba aterrorizado; no era sino la sombra de mí mismo.
Puse las hojas sobre el atril y luego regulé la altura del micro. Mi mano temblaba, y mi corazón latía a toda prisa: sentía la sangre fluir en mis sienes al ritmo de sus pulsaciones. Debía centrarme únicamente antes de comenzar… Respirar. Respirar. Releí las primeras frases de mi discurso, y lo encontré súbitamente inapropiado, poco equilibrado… Lejos, entre el público, alguien gritó: «Vamos, chaval, ¡arranca de una vez!», y fue seguido inmediatamente por algunas risas dispersas.
Resulta doloroso cuando dos o tres personas se burlan de ti. Cuando son tres o cuatrocientas las que lo hacen delante de quince mil testigos más, es verdaderamente insoportable. Debía parar eso, y deprisa. En un arranque de supervivencia, reuní fuerzas y me tiré a la piscina.
—Señoras, señoritas, señores…
Mi voz, potentemente amplificada por los enormes altavoces, me pareció sin embargo queda, como atrapada en mi garganta.
—Mi nombre es Alan Greenmor…
Un guasón gritó «¡Greenmor es un amor!», lo que desencadenó otra oleada de risas, más nutridas que la primera vez. El mal iba ganando terreno.
—Soy consultor de selección de personal en Dunker Consulting, y estoy aquí hoy para presentarles mi candidatura…
«Esto no va bien… Mi discurso suena hueco…»
—… al puesto de presidente director general. Soy consciente de la pesada responsabilidad de la tarea…
A mi izquierda, alguien increpó en tono burlón: «¡El puesto te queda muy grande, muchacho!» Una nueva avalancha de risas. La máquina se embalaba. Maquiavélicamente preparados para ello gracias a las palabras mordaces de Dunker, incitados por su permiso tácito y cubiertos por su bendición, los pequeños accionistas se soltaban el pelo. Había sido arrojado a ellos; iban a destriparme. Estaba apañado.
Ser el hazmerreír del público era lo peor que podía pasarme. Lo peor. Habría preferido incluso la hostilidad a la burla. La hostilidad impulsa a reaccionar; la burla, a huir. Tenía ganas de desaparecer para siempre, estar en otra parte…, daba igual dónde, pero en otra parte… Debía parar eso imperiosamente. ¡Inmediatamente! Todo con tal de que dejasen de burlarse…
Llevado por la urgencia de la situación, que empeoraba a cada segundo, aterrorizado por la perspectiva de ser pronto abucheado por la sala en pleno, bajo el dominio de la vergüenza que me invadía, olvidando mi discurso, mis notas y mis intereses profundos, alcé la mirada hacia las gradas, donde las risas se multiplicaban en respuesta a mi silencio. Miré de frente al público totalmente desprovisto de compasión, sosteniendo sus miradas burlonas, y finalmente acabé acercando mis labios al micrófono hasta tocar el frío metal.
—¡Fui yo quien previno a la prensa de las malversaciones de Dunker! —declaré.
Mi voz resonó de forma impresionante en aquel templo de la burla, y el silencio se hizo instantáneamente. Un silencio total, absoluto, ensordecedor. El silencio inaudito de una sala en la que había quince mil personas. La burla dejaba paso a la estupefacción. El bufón del escenario era de pronto algo más que un bufón. Era un enemigo, un enemigo peligroso que había cercenado sus ahorros.
Es increíble cómo una sala llena de gente posee en sí misma una especie de energía que le es propia. Impresionante. Es más aún que la suma de las emociones y los pensamientos individuales que la componen: es una energía colectiva que emana del grupo como una entidad distinta. Solo en el escenario, frente a quince mil almas allí reunidas, sentí esa energía, la sentí profundamente. Percibía las vibraciones. Había vacilado algún tiempo en punto muerto; luego se había inclinado hacia la hostilidad. Sin que una sola palabra hubiese sido pronunciada esta vez por parte de los asistentes, podía palpar esa hostilidad, olfatearla, probarla. Estaba allí, presente, flotaba en el aire en forma de ondas maléficas, silenciosa pero pesada. Y, extrañamente, no me asustaba. Algo más fuerte estaba pasando, algo sorprendente, trascendental.
Aquellas almas que me rodeaban y me dominaban por su número impresionante estaban unidas por el resentimiento, la animosidad, el rencor, pero, fuera cual fuese el motivo, estaban unidas, y sólo eso contaba en ese instante. Podía sentir esa energía invisible que emanaba de ellas como si no formasen más que un todo. Era sobrecogedor. Lo sentía en lo más profundo de mi ser. Su unión silenciosa era turbadora, fascinante, casi… hermosa. Estaba solo frente a aquellas personas, completamente solo. Sentí súbitamente envidia de ellos, deseé estar en su lugar. Habría querido fusionarme con ellos. La diferencia que nos separaba me parecía de repente secundaria, sin importancia. No eran más que seres humanos como yo. Querían proteger sus ahorros, su jubilación, como yo quería asegurar mi supervivencia. Nuestras preocupaciones, por tanto, eran más o menos las mismas.
Las palabras de Igor Dubrovski volvieron a mí, se me representaron como una evidencia que se me imponía. Pero ya no era una técnica que aplicar. Sólo una filosofía que adoptar.
«Abraza el universo de tu prójimo y se abrirá a ti.»
Abraza el universo de tu prójimo… No éramos individualidades que se enfrentaban, sino seres humanos unidos por las mismas aspiraciones, la misma voluntad, el mismo deseo de vivir y de hacerlo lo mejor posible. Lo que nos separaba no era al final sino un detalle, un ínfimo detalle en comparación con lo que nos reunía, nos vinculaba en tanto que seres humanos. Pero ¿cómo compartir ese sentimiento con ellos, cómo explicárselo? Y… ¿cómo encontrar en mí la fuerza para expresarme?
El discurso pronunciado en Speech-Masters cruzó por mi mente y recordé la maravillosa emoción sentida en aquella ocasión. En algún lugar en el fondo de mí, poseía los recursos necesarios. Era capaz, si me atrevía, de acercarme a esas personas, de hablarles, de transmitirles mis sentimientos…
El atril delante de mí me pareció entonces una barrera, una traba, una protección que encarnaba nuestra oposición. Alargué la mano y cogí el micro, soltándolo de su pie, luego rodeé el atril y, abandonando mis folios, avancé hacia la multitud, solo y desarmado, ofreciéndole mi vulnerabilidad. Caminaba lentamente, llevado por un sincero deseo de paz. Tenía miedo, pero mi miedo se borraba poco a poco en provecho de un sentimiento naciente, un extraño sentimiento de confianza.
Sentía la paradójica necesidad de ofrecerme a ellos con toda mi fragilidad. Lo sentía como el medio de darles testimonio de la sinceridad y la transparencia de mi enfoque. Dejándome llevar por mi instinto, solté mi corbata y la dejé caer al suelo, luego hice lo mismo con mi chaqueta.
Llegué a la parte delantera del escenario. Podía distinguir el gesto grave de las personas más cercanas. Más lejos, los rostros se borraban, hasta volverse pinceladas vagamente coloreadas de un lienzo impresionista. No obstante, podía sentir todas las miradas sobre mí, en un silencio pesado e intenso.
Me pareció evidente que no podía recitar mi texto. Escrito desde hacía ocho días, estaba desconectado del instante presente, disociado de las emociones del momento. Debería contentarme con aceptar las palabras que me vinieran a la mente. «Hay que hablar con el corazón», había dicho Étienne.
Miré a mi alrededor a toda aquella gente reunida. Su desconcierto, su descontento eran palpables. Sentía su eco en mi interior.
Me acerqué el micro a los labios. Percibí el olor del metal.
—Sé lo que sienten en este momento…
Mi voz profanaba el silencio. Resonaba en el gigantesco espacio adquiriendo una amplitud insospechable, impresionante…
—Puedo sentir su inquietud, su contrariedad. Han invertido sus ahorros en las acciones de nuestra empresa. Mis revelaciones a la prensa han hecho caer su cotización, y ahora ustedes me odian, están furiosos conmigo. Me ven como… a un personaje inmundo, un traidor, un cabrón.
Ni un solo ruido entre los presentes.
Notaba el calor de los potentes focos en la cara.
—Yo pensaría lo mismo que ustedes si estuviese en su lugar.
La sala seguía sumida en un silencio absoluto, un silencio tenso, eléctrico.
—Sus esperanzas de obtener beneficios han quedado deshechas. Tal vez necesitaban ese dinero para aumentar su poder adquisitivo, para mejorar sus jubilaciones, o incluso para hacer que fructificase el capital que tienen pensado dejar a sus hijos. Fueran cuales fuesen sus preocupaciones, las comprendo, las respeto.
»Tal vez piensen que transmití esas informaciones a la prensa por odio hacia Marc Dunker, por una venganza personal. Ése podría haber sido el caso, en efecto, visto todo lo que me ha hecho padecer. Sin embargo, no es así, no es ésa la razón. Mi objetivo era hacer caer la cotización…
De pronto estallaron algunos insultos.
—… hacer caer la cotización de las acciones para que hoy vinieran ustedes aquí y yo pudiera hablarles cara a cara.
La tensión llegaba a su cénit, los sentía extremadamente concentrados en mis palabras, ansiosos por descubrir mi postura, por darle un sentido a mis acciones.
—En efecto, tienen derecho a saber lo que provoca su deseo comprensible de ver subir la cotización de esas acciones a lo largo de los meses y los años. En sus comienzos, la Bolsa tenía por función permitir a las empresas recoger dinero de la gente para financiar su crecimiento. Quienes decidían invertir, ya fuesen grandes o pequeños, depositaban su confianza en una empresa y en su capacidad para crecer en el tiempo. Se adherían a su proyecto. Luego el afán de lucro llevó a algunos a invertir en períodos cada vez más cortos, desplazando sus capitales de una sociedad a otra para intentar captar las alzas puntuales y maximizar así sus ingresos anuales. Esa especulación se generalizó, y los banqueros inventaron lo que llamaron herramientas financieras para hacer toda clase de apuestas sobre la evolución de la cotización, entre las que se hallaba la especulación a la baja. El que especula a la baja con una acción ganará dinero si la empresa en cuestión empieza a ir mal. Es un poco como si especulasen a la baja con la salud de su vecino. Imaginen: un cáncer. Apuestan mil euros a que su salud empeorará ostensiblemente antes de seis meses. Tres meses después, ¿hay metástasis? ¡Genial! Han ganado un 20 por ciento… Por supuesto, creen que eso no tiene nada que ver, que se trata de una persona y no de una empresa. Ahí voy. Desde que la Bolsa se convirtió en un casino, olvidamos su función primera, y olvidamos sobre todo que detrás de los nombres de las empresas a las que apostamos como si esto fuera la ruleta, hay personas, de carne y hueso, que trabajan y consagran a ellas una parte de su vida.
»Miren, la cotización de sus acciones está directamente relacionada con las perspectivas de ganancia a corto plazo. Para que suba, la sociedad debe publicar cada trimestre resultados positivos. Ahora bien, una sociedad es parecida a una persona. Su salud pasa por altibajos, y es completamente normal. A veces incluso, como sucede con el ser humano, una enfermedad le permite verlo todo en perspectiva y reorientar su trayectoria, recuperar el equilibrio, y hacer que éste sea más fuerte que antes. Hay que aceptarlo y ser paciente. Si, en tanto que accionistas, niegan ustedes esa realidad, entonces la empresa negará sus dificultades, les mentirá, o tomará decisiones que generarán cueste lo que cueste resultados aduladores a corto plazo. Publicando falsas ofertas de empleo o dirigiéndose deliberadamente a clientes insolventes, Marc Dunker no ha hecho sino responder a las exigencias de un juego cuyas reglas son insostenibles.
»Esa exigencia de crecimiento de la cotización entraña una presión enorme sobre todo el mundo: desde el presidente hasta el último de los empleados. Impide trabajar de un modo conveniente. Lleva a una gestión a corto plazo que no es buena ni para la empresa, ni para los empleados ni para sus proveedores, quienes, presionados, trasladarán esa presión a sus propios empleados y sus propios proveedores… En ocasiones vemos empresas con buena salud despedir a gente nada más que para mantener o crecer en sus tasas de rentabilidad. Esa amenaza planea, por tanto, sobre cada uno de nosotros, llevándonos a un individualismo que afecta al ambiente de trabajo.
»Al final, todos vivimos bajo el yugo del estrés. El trabajo deja de ser un placer, cuando estoy convencido de que debería serlo.
En la sala reinaba el más absoluto silencio. Estaba lejos de las carcajadas estimulantes que había conocido en Speech-Masters, pero me sentía transportado por mi propia sinceridad. No hacía sino expresar lo que creía en lo más profundo de mi ser. No pretendía poseer la verdad absoluta, pero estaba convencido de lo que decía, y eso bastaba para darme la fuerza necesaria para continuar.
—No vamos a cambiar hoy el mundo, amigos. Aunque hace poco me enteré de que Gandhi decía: «Nosotros mismos debemos ser el cambio que deseamos ver en el mundo.» Y es cierto que, al fin y al cabo, este último no es nada más que la suma de cada uno de nosotros.