Authors: Agatha Christie
—¿Cómo reaccionó miss Anthea?
—Diría que de una manera muy curiosa. Iba por ahí con una expresión complacida, sí, no se me ocurre otra palabra. Complacida. No es agradable, ¿verdad? Tenía la misma expresión que la hija del granjero Plummer que siempre iba a ver cómo mataban a los cerdos. Se divertía. Pasan cosas muy curiosas en las familias.
Miss Marple se despidió de la vendedora, vio que disponía de otros diez minutos y entró en la oficina de Correos. La tienda de ramos generales y estafeta de Jocelyn St. Mary estaba en la esquina de la plaza del mercado.
Compró los sellos que necesitaba, echó un vistazo a las tarjetas postales y después dirigió su atención a los libros que estaban en un exhibidor. La mujer de expresión avinagrada que atendía la estafeta acudió en su ayuda cuando miss Marple tuvo dificultades para sacar un libro del exhibidor.
—Algunas veces se enganchan —comentó la empleada—. La gente los coge y después no los pone bien.
No había nadie más en el local. Miss Marple miró la cubierta del libro con evidente desagrado. La ilustración mostraba a una muchacha desnuda con manchas de sangre en el rostro y a un asesino de aspecto siniestro que se inclinaba sobre ella con un puñal en la mano.
—La verdad es que parece horrorosa —opinó miss Marple.
—Yo creo que son realmente repugnantes, y hay muchos que opinan lo mismo, pero parece que cada vez hay más afición a la violencia.
Miss Marple cogió otro libro.
—«
¿Qué pasó con Baby Jane?
» —leyó—. Dios mío, qué mundo tan triste.
—Dígamelo a mí. El otro día leí en el periódico que una mujer dejó a su bebé en el coche, delante del supermercado, y entonces vino alguien y se lo llevó sin ninguna razón aparente. La policía rescató al bebé y detuvo a la autora. Todos declaran lo mismo, ya sea que roben en un supermercado o secuestren a un bebé. Dicen que no saben por qué lo hicieron.
—Quizá sea cierto —sugirió miss Marple.
La expresión de la mujer se avinagró todavía más.
—Me cuesta mucho creerlo.
Miss Marple echó un vistazo. La estafeta seguía desierta. Se acercó a la ventana.
—Si no está usted muy ocupada, quisiera hacerle una pregunta. He cometido una verdadera estupidez. A medida que pasan los años, cometo más errores. Se trata de un paquete para una entidad benéfica. Les enviaba ropa: jerseys, prendas infantiles y cosas por el estilo. Preparé la caja, escribí la dirección y la envié, pero resulta que esta mañana me di cuenta de que había cometido un error y que había escrito la dirección que no era. Supongo que no llevarán ustedes una lista con las direcciones de los envíos, pero se me ocurrió que quizás alguien lo recordaría. La dirección que quería escribir era la de la Asociación Benéfica de la Zona Portuaria.
La expresión de la empleada se suavizó, sin duda conmovida por la evidente incapacidad y chochez de miss Marple.
—¿Lo trajo usted misma?
—No. Me alojaba en la casona y una de ellas, creo que Mrs. Glynne o una de las hermanas se ofreció a traerlo. Fue muy amable de su parte.
—Déjeme ver. Tuvo que ser el martes. Pero no fue Mrs. Glynne la que trajo el paquete, sino la más joven, miss Anthea.
—Sí, sí, creo que fue el martes.
—Lo recuerdo muy bien. Era un paquete muy voluminoso; mejor dicho, una caja que pesaba lo suyo. Pero no me suena la dirección que usted dice. El envío era para la asociación que dirige el reverendo Matthews.
—Eso es, claro —exclamó miss Marple, uniendo las manos con una alegría infantil—. Es usted muy espabilada. Ahora veo cual fue mi error. Por Navidad siempre envío cosas a la East Ham para la colecta de prendas de lana, así que sin duda copié la dirección equivocada. ¿Podría repetírmela? —Anotó la dirección en la agenda.
—Mucho me temo que ya no se puede hacer nada. El paquete se envió el mismo martes.
—Sí, pero puedo escribir para explicarles el error y pedirles que reenvíen el paquete a la otra entidad. Muchísimas gracias.
Miss Marple se marchó a toda prisa.
La empleada atendió a la clienta que esperaba, mientras le comentaba a su colega:
—Pobre mujer, chochea de mala manera. Supongo que no es la primera vez que le pasa.
Mientras tanto, miss Marple se cruzó con Emlyn Price y Joanna Crawford que iban hacia el edificio donde tendría lugar la encuesta. Advirtió que Joanna estaba muy pálida y alterada.
—Tengo que declarar —dijo la muchacha—. ¿Qué me preguntarán? Tengo tanto miedo. Esto no me gusta nada. Ya se lo conté todo al sargento. Le dije lo que me pareció ver.
—No te preocupes, Joanna —la consoló Price—, no es más que la encuesta preliminar del coroner. Es una persona muy amable, un médico si no me equivoco. Sólo te hará unas cuantas preguntas y tú le contarás lo que viste.
—Tú también estabas allí y lo viste.
—Sí. Al menos, vi a una persona allá arriba. Cerca de los peñascos. Tranquilízate, Joanna.
—Vinieron y revisaron nuestras habitaciones en el hotel —añadió la muchacha—. Nos pidieron permiso, pero traían una orden. Buscaron en los armarios y en las maletas.
—Creo que buscaban el jersey a cuadros que tú les describiste. En cualquier caso, no tienes motivos para preocuparte. Si hubieses tenido un jersey a cuadros rojos y negros no se lo hubieras mencionado. Era un jersey a cuadros negros y rojos, ¿no es así? Te lo pregunto porque me cuesta recordar los colores. Lo único que recuerdo es que era de colores vivos. Eso es todo lo que sé.
—No lo encontraron —afirmó Joanna—. Después de todo, ninguno de nosotros lleva mucho equipaje. Nadie lleva gran cosa cuando viaja en autocar. No encontraron ningún jersey a cuadros rojos y negros entre las pertenencias del grupo. No recuerdo que ninguno de nosotros vistiera nunca una prenda con esos colores, por lo menos hasta ahora. ¿Tú sí?
—No, pero tampoco puedo afirmarlo —respondió Emlyn—. No sabría decirlo, porque soy incapaz de distinguir los colores.
—Eres un poco daltónico, ¿no es así? —comentó Joanna—. Me di cuenta el otro día.
—¿Qué quieres decir? ¿Cómo te diste cuenta?
—Por mi pañuelo rojo. Te pregunté si lo habías visto. Dijiste que habías visto el verde pero me trajiste el rojo que me había dejado en el comedor. No te diste cuenta de que era rojo.
—Bueno, ahora no se te ocurra ir diciendo por ahí que soy daltónico. No me gusta. La gente se hace ideas extrañas.
—Hay más daltónicos entre los hombres que entre las mujeres —manifestó Joanna—. Es una de esas cuestiones de sexo —añadió con aire de erudito—. Ya sabes, se transmite a través de las mujeres y se manifiesta en los hombres.
—Ni que fuera el sarampión —protestó Emlyn—. Bueno, ya estamos aquí.
—No parece importarte —dijo Joanna, mientras subían los escalones de la entrada.
—La verdad es que no. Nunca he estado en una encuesta. Las cosas siempre son interesantes cuando las haces por primera vez.
El doctor Stoker era un hombre de mediana edad, pelo canoso y gafas. En primer lugar, repasó el informe de la policía y, después, la explicación del médico forense, plagada de palabras técnicas sobre las heridas que habían causado la muerte de miss Temple. Mrs. Sandbourne informó sobre la excursión de aquella tarde y dio detalles del accidente. Miss Temple, dijo, aunque no era joven, era buena andarina. El grupo caminaba por un sendero muy transitado que rodeaba la colina trazando una curva y subía poco a poco hacia la vieja iglesia de Moorland, construida originalmente en la época isabelina, pero que había sido objeto de diversas reparaciones y mejoras a lo largo de los años. En otra colina cercana había lo que llamaban el Bonaventure Memorial. Allí la pendiente era mucho más pronunciada y cada uno la subía a su ritmo. Los más jóvenes a menudo corrían o por lo menos avanzaban a paso rápido y llegaban mucho antes que los demás. Los mayores se lo tomaban con más calma. Ella solía permanecer en la retaguardia para poder sugerir a las personas fatigadas que emprendieran el camino de regreso. Miss Temple había charlado un rato con Mr. y Mrs. Butler, pero aunque tenía más de sesenta años, se había impacientado con la lentitud del paso de la pareja y los había dejado atrás para desaparecer de la vista más allá de un recodo. No era la primera vez que lo hacía durante una excursión. Le irritaba esperar a los demás y prefería avanzar a su aire. Al poco rato habían oído un grito, y ella y los demás habían echado a correr. Al rodear el recodo se encontraron a miss Temple en el suelo. Un enorme peñasco de un grupo que había en lo alto de la colina había rodado ladera abajo, con tan mala fortuna que había alcanzado a la mujer que avanzaba por el sendero. Un accidente lamentable y trágico.
—¿Está usted segura de que fue un accidente?
—Sí, por supuesto. No se me ocurre ninguna otra explicación del suceso. Fue un accidente.
—¿No vio usted a nadie en lo alto de la colina?
—No. Caminábamos por el sendero principal que rodea la colina pero hay quien sube directamente a la cumbre. Sin embargo, aquella tarde no vi a nadie que lo hiciera.
Llamaron a Joanna Crawford. Después de dar su nombre y su edad, el doctor Stoker le preguntó:
—¿Caminaba usted sola o acompañada?
—Me acompañaba Mr. Emlyn Price.
—¿No iba nadie más con ustedes?
—No. íbamos charlando y nos entreteníamos mirando las flores. Eran de una variedad poco común. Emlyn es aficionado a la botánica.
—¿Estaban fuera de la visión del grupo?
—No siempre. Ellos caminaban por el sendero principal, un poco más abajo que nosotros.
—¿Vio usted a miss Temple?
—Creo que sí. Iba por delante de los demás y, si no recuerdo mal, la vi doblar por un recodo del camino. Después ya no la volví a ver porque la ocultaba la altura de la colina.
—¿Vio usted a alguien más en las alturas?
—Sí. Vi a una persona que se movía entre una formación de peñascos en la ladera.
—Conozco el lugar al que se refiere —señaló el Dr. Stoker—. Se trata de un conjunto de peñascos de granito que la gente del pueblo llama las Ovejas o las Ovejas Grises.
—Supongo que, vistos desde lejos, pueden tener el aspecto de un rebaño de ovejas, pero nosotros no estábamos lejos.
—¿Vio alguien allá arriba?
—Sí. Había alguien que parecía apoyarse en uno de los peñascos.
—¿Cree usted que lo estaba empujando?
—Sí, eso pensé, y me pregunté el porqué. Parecía estar empujando uno de los peñascos exteriores, el más cercano al borde. Se veían tan grandes y pesados que me parecía imposible que alguien pudiera empujarlos. Pero el peñasco que él o ella estaba empujando parecía estar en equilibrio como una piedra suelta.
—Primero ha dicho él, y ahora dice él o ella, miss Crawford. ¿Qué cree usted que era?
—Creí, mejor dicho supuse que era un hombre, pero en aquel momento no estaba pensando en ello. Podía ser un hombre o una mujer. Vestía pantalón y un jersey de cuello alto.
—¿De qué color era el jersey?
—Era un jersey a cuadros negros y rojos. Llevaba una gorra y el pelo le llegaba casi hasta los hombros, como el de una mujer, pero bien podía ser el de un hombre.
—Desde luego que sí —manifestó el Dr. Stoker, con un evidente tono de disgusto—. Identificar a una figura masculina o femenina por el pelo no resulta fácil en estos tiempos. ¿Qué pasó después?
—El peñasco cayó por el borde y comenzó a ganar velocidad. Le dije a Emlyn: «Baja rodando por la pendiente». Entonces oímos un fuerte estruendo y me pareció oír un grito pero quizá sólo me lo imaginé.
—¿Qué más?
—Corrimos hasta un lugar desde donde se veía el camino para saber qué había pasado con el peñasco.
—¿Qué vio?
—Vimos el peñasco en el camino y un cuerpo debajo. También vimos a las personas del grupo que se acercaban corriendo.
—¿Era miss Temple la persona que gritó?
—Supongo que sí. Claro que también pudo ser alguien del grupo que gritó en cuanto rebasó el recodo y vio lo sucedido. Fue algo horrible.
—Sí, no me cabe ninguna duda. ¿Qué pasó con la figura que vio en la cumbre? ¿El hombre o la mujer con el jersey a cuadros? ¿Continuaba moviéndose entre los peñascos?
—No lo sé. No volví a mirar. Estaba muy ocupada mirando el accidente mientras corría ladera abajo, dispuesta a ayudar en lo que pudiera. Es posible que en algún momento mirara hacia la cumbre, pero ya no se veía a nadie, sólo las piedras. Es un terreno muy desigual y las ondulaciones impiden la visión.
—¿Pudo ser alguien del grupo?
—Oh, no, estoy segura de que no fue ninguno de nosotros. Me hubiera dado cuenta porque más o menos sabes cómo va vestido cada uno. Ninguno de nosotros llevaba un jersey a cuadros rojos y negros.
—Muchas gracias, miss Crawford.
El próximo en declarar fue Emlyn Price. Su relato fue prácticamente idéntico al de Joanna.
Se tomaron otras declaraciones que no aportaron nada nuevo.
El coroner decidió que no había pruebas suficientes para demostrar una intencionalidad en la muerte de Elizabeth Temple y aplazó la encuesta hasta al cabo de quince días.
Nadie del grupo hizo comentario alguno mientras regresaban al hotel después de la encuesta. El profesor Wanstead caminaba junto a miss Marple y, como ella iba a su ritmo, no tardaron mucho en quedar rezagados.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó miss Marple.
—¿Se refiere usted legalmente o a nosotros?
—Supongo que a ambas cosas —replicó la anciana—, porque sin duda una afectará a la otra.
—Todo indica que la policía continuará con las investigaciones a partir de lo que han dicho los dos jóvenes.
—Sí.
—Tendrán que seguir averiguando. Era lógico que se aplazara la encuesta. No se podía esperar que el coroner diera un veredicto de muerte accidental.
—Eso ya lo comprendo —manifestó miss Marple—. ¿Qué opina usted de las declaraciones?
El profesor Wanstead la miró con viveza.
—¿Tiene usted alguna idea en particular, miss Marple? —dijo con un tono sugerente—. Por supuesto, nosotros sabíamos de antemano lo que declararían.
—Así es.
—Por lo tanto, lo que me está pidiendo es mi opinión sobre la pareja, sobre sus sentimientos ante lo ocurrido.
—Es interesante —afirmó la anciana—. Muy interesante. El jersey rojo y negro. No deja de tener su importancia, ¿no le parece? ¿Un tanto sorprendente?