Authors: Agatha Christie
Aparecieron el coronel Walker y su esposa que se despidieron con mucho afecto.
—Ha sido un verdadero placer conocerla y le agradecemos todas esas charlas de horticultura tan amenas —manifestó el coronel—. Creo que pasado mañana vamos a disfrutar de algo interesantísimo, si no ocurre nada más que lo impida. El accidente ha sido algo muy trágico y penoso. Soy de la opinión de que fue un accidente y me desconcertó un poco el empeño del coroner por calificarlo de otra manera.
—La verdad es que resulta extraño que nadie se haya presentado si estaba en la cima, trasteando con las rocas, para informar a las autoridades.
—No dirá ni una palabra, eso se lo aseguro. Si había alguien, se lo tendrá bien callado. No querrá correr el riesgo de que le acusen de un homicidio involuntario. Bien, adiós. Le enviaré un esqueje de magnolio y otro de mahonia, aunque no estoy muy seguro de que prosperen mucho en la zona donde usted vive.
Subieron al autocar. Miss Marple se volvió. El profesor Wanstead agitaba una mano, despidiéndose de los viajeros. Mrs. Sandbourne fue la última en salir del hotel, se despidió de miss Marple y del profesor. Subió al autocar y el vehículo se puso en marcha. Miss Marple sujetó al profesor por el brazo.
—Aguarde, quiero hablar con usted. ¿Hay algún lugar donde podamos ir?
—¿Qué le parece si volvemos al lugar donde nos sentamos el otro día?
—Ah, sí, ya lo recuerdo. La pequeña terraza.
Fueron hasta la esquina del hotel y se sentaron en la terraza que daba a la otra calle. Se oyó la bocina del autocar como despedida final.
—Creo que habría preferido —dijo el profesor— verla partir y saber que se encontraba sana y salva a bordo del autocar. —La miró con viveza—. ¿Por qué se ha quedado? ¿Es sólo el deseo de descansar o hay algo más?
—Hay algo más. No estoy muy cansada, pero me pareció la excusa natural para alguien de mi edad.
—Creo que debería quedarme y no perderla de vista.
—No, no es necesario. Hay otras cosas de las que podría usted ocuparse.
—¿Cuáles? ¿Se le ha ocurrido alguna idea o sabe usted algo?
—Creo que sé algo, pero primero tendré que comprobarlo. Hay algunas cosas que no puedo hacer por mí misma. Usted podrá ayudarme porque está en contacto con aquellos que yo llamo las autoridades.
—¿Se refiere usted a Scotland Yard, jefes de policía y alcaides de las prisiones de Su Majestad?
—Sí. A todos ellos. Por lo que sé, es probable que incluso sea amigo del Ministro del Interior.
—¡Qué cosas se le ocurren! ¿Qué quiere que haga?
—En primer lugar le daré una dirección.
Miss Marple sacó su libreta del bolso, arrancó una página y se la entregó al profesor.
—¿Qué es esto? Ah, sí, ya lo sé. Es una entidad benéfica muy conocida.
—Una de las mejores. Hacen mucho bien. Recogen prendas de abrigo para mujeres y niños: chaquetas, abrigos, jerseys, toda esa clase de prendas.
—¿Quiere usted que haga una donación?
—No, lo que quiero es pedirle un favor que tiene relación con lo que estamos haciendo, lo que usted y yo estamos haciendo.
—¿De qué se trata?
—Quiero que haga ciertas averiguaciones sobre un paquete que fue enviado desde aquí hace dos días.
—¿Quién lo envió? ¿Usted?
—No, yo no. Pero asumo la responsabilidad.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir —respondió miss Marple con una leve sonrisa— que fui a la estafeta de correos y expliqué de una manera bastante torpe y confusa, tal como corresponde a una vieja como yo, que le había pedido a una persona que enviara un paquete y que, como una tonta, me había equivocado a la hora de escribir la dirección. La responsable me informó muy amablemente que recordaba el paquete, pero que la dirección no correspondía con la mencionada y me dio la que figuraba en el paquete, que es la que tiene usted escrita en esa hoja. Me explicó que ya era muy tarde para enmendar el error porque el paquete ya había sido enviado. Le respondí que eso tenía fácil arreglo. Dije que escribiría una carta a la entidad, explicándoles la confusión y que si podían hacer el favor de remitirlo a la otra entidad.
—Suena un tanto rebuscado.
—Hay que dar alguna explicación. Tampoco pienso
hacer nada de eso. Usted será quien se encargue del asunto. ¡Tenemos que saber qué hay dentro de ese paquete! No tengo ninguna duda de que usted dispone de los medios para averiguarlo.
—¿Encontraremos algo que nos diga quién lo envió?
—No lo creo. Quizás haya una nota con un nombre y una dirección ficticia, de forma tal que, si alguien se interesa por el donante, no se le pueda encontrar.
—Vaya. ¿Alguna otra alternativa?
—Bien podría ser, aunque parece poco probable, que en la nota aparezca el nombre de miss Anthea Bradbury-Scott.
—¿Ella fue...?
—Ella lo llevó al correo.
—Entonces, ¿fue usted quien le pidió que lo llevara?
—No. No le he pedido a nadie que llevara ningún paquete al correo. La primera noticia que tuve del paquete fue cuando vi pasar a Anthea camino de la estafeta cuando usted y yo estábamos aquí mismo.
—Pero usted se presentó en la estafeta y dijo que el paquete era suyo.
—Así es —admitió miss Marple—, aunque no era cierto. Pero el correo es muy celoso y yo necesitaba averiguar quién era el destinatario.
—¿Quería saber si el paquete lo había enviado cualquiera de las hermanas o si era cosa de Anthea?
—Sabía que era Anthea porque la vimos.
—Me ocuparé del tema —afirmó el profesor, mirando el papel con el nombre—. ¿Cree que el contenido del paquete será interesante?
—Creo que el contenido puede ser muy importante.
—Le gusta guardar sus secretos, ¿no?
—No son exactamente secretos —replicó la anciana—. Son sólo posibilidades que quiero explorar. No se pueden hacer afirmaciones si no disponemos de unos hechos más concretos.
—¿Algo más?
—Creo que la persona encargada de estos asuntos tendría que ser advertida de la posible aparición de un segundo cadáver.
—¿Se refiere a un segundo cadáver que tiene relación con el asesinato que hemos estado considerando? ¿Un crimen que se cometió hace diez años?
—Sí. Es algo de lo que estoy muy segura.
—Otro cadáver. ¿De quién es?
—Sólo tengo una ligera idea de su identidad.
—¿Tiene alguna idea de dónde está el cadáver?
—Sí, por supuesto. Sé donde está, pero necesito un poco más de tiempo antes de decírselo.
—¿Es el cadáver de un hombre, una mujer, un niño, una muchacha?
—El de otra muchacha que continúa desaparecida —contestó miss Marple—. Se llama Nora Broad. Un buen día desapareció de este pueblo y nunca más tuvieron noticias de su paradero. Creo que su cadáver está en un lugar determinado.
El profesor Wanstead miró a la anciana.
—Cuantas más cosas dice, menos me atrae la idea de dejarla aquí sola. Con todas esas ocurrencias, hay la posibilidad de que cometa alguna locura, aunque cabe la posibilidad de que todo no sea más que... —Se interrumpió.
—¿Cree que son tonterías?
—No, no quería decir eso. Pero si usted sabe tanto, algo que podría resultar peligroso... Creo que me quedaré aquí para vigilarla.
—No, de ninguna manera. Regresará usted a Londres y se ocupará de poner las cosas en marcha.
—Habla usted con la seguridad de quien sabe muchas cosas, miss Marple.
—Efectivamente, pero necesito confirmar lo que sé.
—Sí, pero puede ser que encontrar esa confirmación sea la última cosa que haga. No queremos un tercer cadáver y mucho menos que sea el suyo.
—No espero que ocurra nada parecido.
—Puede haber peligro, sabe usted, si cualquiera de sus ideas resulta ser correcta. ¿Sospecha de alguna persona en particular?
—Creo que tengo ciertos conocimientos en cuanto a una persona. Tengo que descubrir... Tengo que quedarme aquí. Usted me preguntó una vez si percibía el olor del mal. Ese olor está aquí. Se huele la maldad, el peligro, la desdicha. Tengo que hacer algo, todo lo que esté en mis manos, pero una vieja como yo no puede hacer gran cosa.
—Uno, dos, tres, cuatro... —contó el profesor con una voz casi inaudible.
—¿Qué está usted contando?
—Las personas que se marcharon en el autocar. Es evidente que no le interesaban, puesto que las dejó partir y usted permanece aquí.
—¿Por qué iban a interesarme?
—Porque usted dijo que Mr. Rafiel quiso que participara en este viaje por una razón determinada, que debía hacerlo en el autocar por una razón determinada, y que la envió a la vieja casona por una razón determinada. De acuerdo, la muerte de miss Temple se relaciona con alguien del autocar. Que usted permanezca aquí se relaciona con la casona.
—Comete usted un pequeño error —señaló miss Marple—. Hay conexiones entre las dos. Quiero que alguien me cuente más cosas.
—¿Cree usted que lo conseguirá?
—Creo que sí. Si no se marcha perderá el tren.
—Cuídese —le recomendó el profesor.
—Descuide, lo haré.
Se abrió la puerta del vestíbulo y aparecieron dos personas: miss Cooke y miss Barrow.
—Hola —saludó Wanstead—. Creía que ustedes dos se habían marchado en el autocar.
—Cambiamos de opinión en el último minuto —contestó miss Cooke con un tono jovial—. Acabamos de descubrir que hay por aquí algunos parajes muy bonitos y un par de lugares que me interesan especialmente. Una iglesia con una fuente sajona muy curiosa. Está a unas cuatro o cinco millas de aquí y hay un autocar local que te lleva hasta allí. No sólo me interesan las casas famosas y los jardines, sino que soy muy aficionada a la arquitectura religiosa.
—Yo también —afirmó miss Barrow—. Además, hay un jardín precioso que está a un tiro de piedra. Pensamos que sería mucho más agradable quedarnos por aquí durante un par de días más.
—¿Se alojan ustedes en el Golden Boar?
—Sí. Hemos tenido la suerte de conseguir una habitación doble que está muy bien. Mucho mejor que la que tuvimos estos días.
—Perderá usted el tren —le recordó miss Marple al profesor.
—Me gustaría que...
—No se preocupe. Estaré perfectamente. Adiós. —La anciana le miró mientras se marchaba, y después añadió—: Es un caballero tan amable. Se preocupa mucho por mí. Es como si fuera una vieja tía suya o algo así.
—La verdad es que han sido momentos muy duros —comentó miss Cooke—. Quizá quiera usted venir con nosotras cuando vayamos a visitar St. Martins in the Grove.
—Son ustedes muy amables, pero todavía no me veo con fuerzas suficientes para afrontar ningún paseo. Quizá mañana si hay algo interesante.
—Bien, entonces nos vamos.
Miss Marple las despidió con una sonrisa y entró en el hotel.
Miss Marple comió en el comedor y salió a tomar café en la terraza. Estaba saboreando la segunda taza cuando una figura alta y delgada subió los escalones y se acercó a ella para hablarle en tono agitado. Se trataba de Anthea Bradbury-Scott.
—Acabamos de enterarnos que, después de todo, no se ha marchado usted con el autocar, miss Marple. Creíamos que continuaría usted el viaje. No sabíamos nada de que estuviera usted aún por aquí. Clotilde y Lavinia me envían para decirle que queremos invitarla a nuestra casa y que se quede con nosotras. Estoy segura de que se encontrará mucho más a gusto. En el hotel siempre hay tanta gente que entra y sale, sobre todo los fines de semana. Por lo tanto, nos complacería mucho que quisiera usted alojarse con nosotras.
—Es muy amable de su parte —respondió miss Marple—, muy amable, por supuesto, pero es que... quiero decir que sólo era una visita de dos días. Tenía la intención de marcharme en el autocar al cabo de un par de días. De no haber sido por este tan terrible y trágico accidente... Pero ahora ya no puedo seguir. Necesito por lo menos una noche entera de descanso.
—Entonces lo mejor es que venga con nosotras. Haremos lo imposible para que esté usted cómoda.
—Oh, eso no hace falta decirlo. Estuve comodísima. Sí, me lo pasé muy bien. La casa es tan bonita y todas las cosas que tienen son preciosas. La porcelana, la cristalería, los muebles. Es mucho más agradable estar en una casa que en un hotel.
—En ese caso, ha de venir conmigo ahora mismo. Sí, debe usted venir. Puedo prepararle la maleta si quiere.
—Es muy amable de su parte, pero puedo hacerlo sola.
—¿Quiere que la acompañe?
—Encantada.
Subieron a la habitación donde Anthea llenó la maleta de miss Marple amontonando las prendas de cualquier manera. La anciana, que tenía su manera de doblar las prendas, tuvo que hacer un esfuerzo tremendo para mantener una expresión complacida, mientras que se decía que aquella mujer no tenía ni la más mínima idea de lo que era hacer una maleta.
Anthea buscó a un botones del hotel y el muchacho se encargó de llevar la maleta hasta la casona. Miss Marple le dio una propina y, después, con muchas palabras de agradecimiento y disculpas, volvió a reunirse con las hermanas.
«¡Bueno, ya estamos otra vez aquí con las tres hermanas!» pensó, mientras se sentaba en la sala y cerraba los ojos durante unos momentos. Le faltaba un poco el aliento. Era algo natural a su edad y, después de todo, Anthea y el botones la habían hecho caminar a buen paso. Pero en realidad lo que hacía manteniendo los ojos cerrados era recuperar la sensación que había tenido al volver a esta casa. ¿Había aquí algo siniestro? No, no percibía nada siniestro, sino una gran desdicha, tanta que casi daba miedo.
Abrió los ojos y miró a sus dos acompañantes. Mrs. Glynne acababa de entrar procedente de la cocina, cargada con la bandeja del té. Tenía el mismo aspecto de siempre: tranquila, sin demostrar ninguna emoción o sentimiento. Su placidez llegaba a un extremo que resultaba extraña. ¿Tal vez porque había pasado por muchas situaciones difíciles se había acostumbrado a no expresar nada de lo que sentía, a mantener una actitud de reserva para que nadie supiera cuáles eran sus sentimientos?
Miró a Clotilde. Tenía el mismo aire de Clitemnestra. Desde luego no había matado a su marido porque nunca había tenido uno y parecía poco probable que fuera la asesina de la muchacha a la que había querido tanto. Esto último era muy cierto, se dijo miss Marple, porque había visto las lágrimas de Clotilde cuando había mencionado la muerte de Verity.