Authors: Agatha Christie
Volvió sus pensamientos hacia las hermanas. No debía permanecer mucho más en la habitación. Tenía que desempacar lo mínimo, sólo ropa para cambiarse, y después bajar para reunirse con sus anfitrionas y mantener una charla agradable. Había que aclarar un punto importante: ¿Las tres hermanas serían sus aliadas o sus enemigas? Podían ser cualquiera de las dos cosas. Debía pensarlo con mucho cuidado.
Llamaron a la puerta y Mrs. Glynne entró en el cuarto.
—Espero que esté usted cómoda. ¿Puedo ayudarla a deshacer la maleta? Tenemos una asistenta muy agradable que nos ayuda, pero sólo viene por las mañanas. Ella la ayudará en lo que necesite.
—Oh no, muchas gracias. Sólo he cogido lo mínimo.
—Creo que lo mejor será enseñarle el camino a la planta baja. La distribución de la casa es un poco complicada. Hay dos escaleras y la gente se desorienta.
—Es usted muy amable.
—Entonces venga conmigo a tomar una copa de jerez antes de la comida.
Miss Marple aceptó agradecida y siguió a su guía. Calculó que Mrs. Glynne era mucho más joven que ella. Tendría cincuenta años y pocos más. La anciana bajó las escaleras con cuidado, porque la rodilla izquierda siempre le daba problemas. De todos modos, había una barandilla. Las escaleras eran muy bonitas y así lo dijo.
—Realmente es una casa muy bonita. Supongo que la construyeron por el 1700. ¿Tengo razón?
—Es del 1780.
Mrs. Glynne pareció complacida con las alabanzas de la invitada. Acompañó a miss Marple hasta la sala. El mobiliario no estaba nada mal. Una mesa estilo Queen Anne y un armario en forma de concha estilo William y Mary. Varios divanes y butacas victorianas. Las cortinas eran de cretona, desteñidas y gastadas, y la alfombra irlandesa podía ser una Limerick Aubusson. El sofá era enorme y el tapizado de terciopelo brillaba por el uso.
Las otras dos hermanas estaban sentadas en el sofá. Se levantaron al ver a miss Marple. Una se acercó con una copa de jerez y la otra le indicó una butaca.
—No sé si le gustará sentarse más alta. Hay muchas personas que lo prefieren.
—Yo también. Es mucho más sencillo y bueno para la espalda.
Las hermanas demostraron saberlo todo sobre los problemas de espalda. La mayor era una morena alta y elegante, con el pelo negro recogido en un moño. La otra quizá era más joven, delgada y con un pelo canoso que una vez había sido una cabellera rubia hasta los hombros, pero mal peinado y con una apariencia un tanto hierática. Miss Marple se dijo que podría representar muy bien el papel de una Ofelia madura.
Clotilde, pensó, no era ciertamente una Ofelia, pero podía ser una Clitemnestra estupenda, podía haber apuñalado a su marido en el baño con una expresión exultante. Pero, como nunca había tenido marido, la solución no era válida. Miss Marple no se la imaginaba asesinando a nadie que no fuera su marido y, desde luego, nunca había vivido con un Agamemnon.
Clotilde Bradbury-Scott, Anthea Bradbury-Scott y Lavinia Glynne. Clotilde era apuesta, Lavinia no era agraciada pero tenía un aspecto agradable y Anthea tenía un tic en uno de los párpados. Sus ojos eran grandes y grises, y tenía una extraña manera de mirar primero a la derecha, después a la izquierda y, a continuación, bruscamente, miraba por encima del hombro. Era como si experimentara la sensación de que alguien la observaba permanentemente. Extraño, se dijo miss Marple.
Se sentaron y comenzaron a charlar. Mrs. Glynne salió de la sala para ir a la cocina. Al parecer, era la más doméstica de las tres. La conversación siguió los caminos habituales. Clotilde explicó que la casa siempre había sido de la familia. La habían heredado de un tío y la habían ocupado cuando falleció.
—Sólo tenía un hijo —comentó Clotilde— y lo mataron en la guerra. En realidad, somos las últimas de la familia, excepto por unos primos muy lejanos.
—Es una casa muy bonita —afirmó miss Marple—. Su hermana me dijo que la construyeron en 1780.
—Sí, eso creo. Claro que una desearía que no fuera tan grande y con una distribución tan complicada.
—Las reparaciones son un problema en la actualidad.
—Por supuesto —Clotilde exhaló un suspiro—. Nos hemos visto forzadas a descuidar el mantenimiento. Es triste, pero no se puede hacer otra cosa. Las dependencias anexas se han derrumbado y lo mismo ha pasado con el invernadero. Teníamos un invernadero magnífico.
—Teníamos uva moscatel —apuntó Anthea— y rosas trepadoras. Lo echo mucho de menos. Por supuesto, durante la guerra no había manera de conseguir jardineros. Tuvimos a uno muy joven pero lo llamaron a filas. No te podías quejar, pero fue imposible conseguir a alguien que lo reparara y el invernadero se vino abajo.
—Lo mismo pasó con el pabellón.
Las dos hermanas suspiraron con el suspiro de aquellos que han visto el cambio de los tiempos, pero no para mejor.
Había una nota de melancolía en esta casa, se dijo miss Marple. Estaba impregnada de un pesar que no podía eliminarse porque había calado muy hondo. De pronto se estremeció.
La cena no fue nada del otro mundo. Un trozo de cordero, patatas asadas, una tarta de ciruela con crema y pastas. En el comedor había unos cuantos retratos de familia, retratos victorianos sin ningún mérito especial. El aparador de caoba era imponente. Las cortinas era de un color rojo oscuro y la mesa podía acomodar hasta diez comensales con toda holgura. Miss Marple comentó varias cosas del viaje que estaba realizando, pero como sólo llevaba tres días de excursión, no había mucho que contar.
—¿Mr. Rafiel era un viejo amigo suyo? —preguntó la mayor de las hermanas.
—Nos conocimos hace poco más de un año, en un viaje a las Antillas. Creo que había ido allí por razones de salud.
—Sí, llevaba años delicado y casi era un inválido —manifestó Anthea.
—Muy triste —opinó miss Marple—, realmente muy triste. Admiraba su fortaleza. No sé cómo se las arreglaba para mostrarse tan activo. Cada día le dictaba a su secretaria y no dejaba de enviar telegramas. No creo que se resignara fácilmente a ser una persona inválida.
—Nunca se resignó —dijo Anthea.
—La verdad es que no le vimos mucho en los últimos años —explicó Mrs. Glynne—. Era un hombre muy ocupado, pero nunca se olvidaba de nosotras cuando llegaba la Navidad.
—¿Vive usted en Londres, miss Marple? —preguntó Anthea.
—No, vivo en el campo. En un pueblo muy pequeño a medio camino entre Loomouth y Market Bassing, a unas veinticinco millas de Londres. Solía ser un pueblo casi del siglo pasado, pero igual que en todos los demás pueblos en estos tiempos, cada día construyen más. ¿Mr. Rafiel vivía en Londres? Recuerdo que en el registro del hotel en St. Honoré aparecía una dirección en Eaton Square, ¿o era Belgrave Square?
—Tenía una mansión en Kent —señaló Clotilde—. Creo que allí agasajaba a sus amigos y también a sus relaciones de negocios, la mayoría personas extranjeras. No recuerdo que ninguna de nosotras le visitáramos allí. Casi siempre nos recibía en Londres en las pocas ocasiones en que nos encontrábamos.
—Fue muy amable de su parte sugerirles que me invitaran. Un detalle muy considerado. En realidad, nunca te esperas que un hombre tan ocupado tenga esta clase de gentilezas.
—Ya hemos recibido a otros amigos suyos que participaban en estos viajes. En general son muy considerados a la hora de arreglar las cosas, pero es imposible, por supuesto, complacer los gustos de todos. Los jóvenes quieren caminar como es lógico, hacer grandes excursiones, subir a las colinas para disfrutar del panorama y todas esas cosas. Los mayores, que no están para tantos esfuerzos, se quedan en los hoteles, pero los hoteles de por aquí no son nada lujosos. Estoy segura de que el viaje de hoy y el de mañana a St. Bonaventure le hubieran resultado agotadores. Creo que la visita de mañana es a una isla y a veces el mar está muy revuelto.
—Incluso visitar casas resulta muy fatigoso —afirmó Mrs. Glynne.
—Lo sé. Tanto caminar y sin un lugar donde sentarte. Acabas con los pies destrozados. Supongo que no debería embarcarme en estas expediciones, pero la tentación de ver hermosos edificios, habitaciones y mobiliarios suntuosos es demasiado grande. Hay tantas cosas bonitas, y no hablemos de los espléndidos jardines.
—Sí, los jardines —repitió Anthea—. A usted le gustan los jardines, ¿verdad?
—Sí, sobre todo los jardines —recalcó miss Marple—. Por la descripción del folleto, estoy esperando con ansia ver algunos de los maravillosos jardines de las mansiones históricas que todavía nos quedan por visitar —Miró a las hermanas con una expresión radiante.
Todo era muy agradable, muy natural, y sin embargo, se preguntaba cuál sería el motivo de que sintiera esa tensión, algo que resultaba antinatural en ese ambiente. Pero, ¿qué quería decir con antinatural? La conversación no iba más allá de los tópicos. Ella misma sólo hacía comentarios baladíes y lo mismo las tres hermanas. Las tres hermanas, pensó miss Marple, preocupada otra vez por la frase. ¿Por qué cualquier cosa que se relacionara con tríos parecía sugerir una atmósfera siniestra? Las tres hermanas. Las tres brujas de Macbeth. No, no se podía comparar a las tres hermanas con tres brujas, aunque miss Marple siempre había opinado que los directores teatrales cometían un error a la hora de presentar el personaje de la bruja. Una vez había asistido a una representación donde las brujas eran unas criaturas de pantomima con alas y unos sombreros ridículos, que bailaban y se retorcían. Recordaba haberle comentado a su sobrino, que la había invitado a esta representación shakesperiana: «Sabes, Raymond, si algún día me tocara dirigir esta obra, presentaría a tres brujas muy diferentes. Serían tres viejas vulgares y corrientes. Tres viejas escocesas. No bailarían ni darían saltos. Se mirarían las unas a las otras con astucia y uno sentiría la amenaza oculta detrás de sus apariencias vulgares.»
Miss Marple se comió el último bocado de tarta y miró a Anthea. Vulgar, desaliñada, con una expresión vaga, un tanto ida. ¿Creía que Anthea era siniestra?
«Me estoy imaginando cosas —se dijo—. No debo hacerlo.»
Después de comer, la llevaron a dar un paseo por el jardín. Fue Anthea quien la acompañó. Fue algo penoso. Contemplaba lo que había sido un jardín bien cuidado, aunque sin ningún detalle sobresaliente. Tenía todos los elementos típicos de un jardín victoriano. Una zona de arbustos, un camino bordeado de laureles, lo que en otros tiempos había sido un césped bien cuidado, un huerto de un acre y medio, evidentemente demasiado grande para las tres personas que vivían en la casa. La mayor parte estaba sin cultivar y los hierbajos se habían hecho amos y señores. La correhuela ocupaba gran parte del suelo destinado a las flores, y miss Marple sintió un deseo tremendo de agacharse y comenzar a arrancar a la intrusa, pero consiguió dominarse. El pelo de Anthea flotaba al viento y, de vez en cuando, una horquilla caía en el sendero o sobre la hierba.
—Supongo que usted tendrá un jardín muy bonito —dijo con voz entrecortada.
—Oh, es muy pequeño —replicó miss Marple.
Habían llegado al final de uno de los senderos y ahora contemplaban un montículo que acababa contra el muro del jardín.
—Nuestro invernadero —señaló Anthea con nostalgia.
—Ah, sí, donde tenían ustedes la parra.
—Teníamos tres. Una de moscatel, otra que daba unas uvas blancas pequeñas y muy dulces, y una Pinod Noire.
—También un heliotropo.
—Rosas trepadoras.
—Sí, eso es: rosas trepadoras. Un perfume muy agradable. ¿Tuvieron bombardeos por aquí? ¿Fue una bomba lo que derribó el invernadero?
—No, no, nunca pasamos por ese trance. Esta zona se libró de los bombardeos. No, se derrumbó porque nadie se encargó de repararlo en su momento. Hacía poco que habíamos venido a vivir aquí y no teníamos dinero para repararlo o para construir otro. La verdad es que tampoco valía la pena porque no hubiéramos podido ocuparnos de las plantas. Mucho me temo que dejamos que se derrumbara. No podíamos hacer otra cosa y, ahora, como puede ver, está cubierto de vegetación.
—Sí, está totalmente cubierto por... ¿cómo se llama esa enredadera que comienza a florecer?
—Es una enredadera bastante común. ¿Cómo se llama? Comienza con una P —respondió Anthea, no muy convencida—. Poly no sé cuantos, o algo así.
—Ah sí. Creo que sé el nombre.
Polygonum Baldschulanicum
. Es una planta que crece con mucha rapidez. Es muy útil cuando quieres disimular los restos de una construcción o cualquier otra cosa desagradable a la vista.
El montículo estaba completamente cubierto de la enredadera verde y blanca. Era, como bien sabía miss Marple, una amenaza para cualquier otra cosa que quisiera crecer. La
polygonum
lo cubría todo y lo hacía en un tiempo notablemente corto.
—El invernadero debía de ser muy grande —añadió miss Marple.
—Sí que lo era. Teníamos melocotones y nectarinas —Anthea parecía cada vez más triste.
—Ahora está muy bonito —la consoló miss Marple—. Las florecillas blancas son preciosas.
—Tenemos una magnolia muy bonita en este mismo sendero a la izquierda. Creo que en un tiempo había aquí un borde de flores, pero tampoco se conservó. Es muy difícil. Todo es muy difícil. Nada es como era, todo está arruinado por todas partes.
Tomó por otro camino paralelo al muro. Caminaba con tanta prisa que miss Marple apenas podía seguirla. Era, se dijo la anciana, como si la estuviera apartando con toda intención del montículo cubierto por la polygonum. Apartada de un lugar feo o desagradable. ¿Acaso le daba vergüenza mostrar las viejas glorias que ya no existían? La verdad era que la polygonum crecía sin orden ni concierto. No la cortaban ni la mantenían dentro de unas proporciones razonables. Creaba una especie de selva florida en aquel sector del jardín.
Daba toda la impresión de que estuviera huyendo, pensó miss Marple, mientras seguía a la anfitriona. Anthea acortó el paso para mostrarle un viejo chiquero donde crecían unas floribundas.
—Mi tío abuelo criaba aquí unos cuantos cerdos —le explicó Anthea—, pero, por supuesto, ahora a nadie se le ocurriría hacer algo así, ¿no le parece? Demasiado ruidoso. Hay más floribundas cerca de la casa. Creo que las floribundas son una magnífica respuesta a las dificultades.
—Lo sé.
Mencionó los nombres de unas cuantas variedades nuevas de rosas y tuvo la impresión de que todas eran desconocidas para miss Anthea.