Némesis (7 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Némesis
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Miss Marple leyó la lista y observó a sus compañeros de viaje. Esto no representaba ninguna dificultad porque los demás hacían lo mismo. Se miraban unos a otros, pero nadie parecía dedicarle una atención especial hasta donde ella podía ver.

La lista la componían las siguientes personas:

Mrs. Riseley-Porter

Miss Joanna Crawford

Coronel Walker y señora

Miss Elizabeth Temple

Profesor Wanstead

Mr. Richard Jameson

Miss Lumley

Miss Bentham

Mr. Caspar

Miss Cooke

Miss Barrow

Mr. Emlyn Price

Miss Jane Marple

Había cuatro señoras mayores. Miss Marple se fijó primero en ellas para así descartarlas y no tener que preocuparse más de ellas. Dos viajaban juntas. Calculó que tendrían unos setenta años. Se las podía considerar más o menos de su misma quinta. Estaba claro que una de ellas era de esas mujeres quejicas, que quería el asiento de adelante si estaba atrás o a la inversa; que deseaba sentarse del lado con sol o que sólo soportaba los asientos con sombra; que reclamaba más aire fresco, o menos aire fresco. Llevaban mantas de viaje, bufandas de lana y un montón de guías de viaje. Eran achacosas, con dolores en los pies, la espalda o las rodillas, pero a pesar de la edad y los achaques estaban dispuestas a disfrutar de la vida mientras pudieran. Gallinas viejas, pero no de las que se quedaban en casa. Miss Marple escribió una nota en su agenda.

Eran quince sin incluirse a sí misma ni a Mrs. Sandbourne. A la vista de que la habían enviado a hacer este viaje, al menos uno de estos quince tenía que ser importante, bien como fuente de información, o como alguien vinculado con la ley o con un caso legal. E incluso pudiera ser un asesino, un criminal que quizá ya había matado o que se disponía a matar. Cualquier cosa era posible tratándose de Mr. Rafiel, pensó miss Marple. Haría bien en tomar nota de estas personas.

En el lado derecho de la página anotaría a aquellos que podían ser de interés desde el punto de vista de Mr. Rafiel y, en el izquierdo, anotaría o tacharía a aquellos que sólo podían ser de interés si le proporcionaban alguna información útil, una información que tal vez ni ellos mismos tenían idea de poseer e incluso en el caso de poseerla, desconocían su posible utilidad para ella, Mr. Rafiel, la ley o la Justicia. Por la noche, aprovecharía para escribir en la última página algún comentario, si cualquiera de ellos le recordaba a alguien conocido en St. Mary Mead y otros lugares. Cualquier parecido podría ser un dato muy útil. Lo había sido en otras ocasiones.

Las otras dos mujeres mayores aparentemente no tenían relación alguna. Ambas rondaban los sesenta. Una era una mujer todavía apuesta y bien vestida que, evidentemente, se consideraba merecedora de una cierta consideración social. Hablaba con un tono demasiado alto y dictatorial. Al parecer, la acompañaba una muchacha de unos dieciocho o diecinueve años que la llamaba tía Geraldine. Miss Marple observó que la sobrina imitaba a la perfección los modales autoritarios de su tía. Parecía una muchacha competente además de atractiva.

Al otro lado del pasillo se sentaba un hombre desgarbado, cuyo cuerpo parecía haber sido montado por un niño con trozos de arcilla. Su rostro daba la impresión de que si bien la naturaleza había pretendido que fuera redondo, hubiera decidido rebelarse y conseguir un efecto cuadrado desarrollando una poderosa mandíbula. Tenía una abundante mata de pelo gris y unas cejas muy pobladas que se movían continuamente para dar énfasis a sus palabras. Sus comentarios sonaban como ladridos y cualquiera hubiera pensado en un perro pastor parlanchín. Su compañero de asiento era un extranjero alto y moreno que no dejaba de moverse y de gesticular. Hablaba un inglés muy peculiar, con expresiones intercaladas en alemán y en francés. El primero no mostraba ninguna dificultad ante estos cambios de idioma y respondía en uno u otro según conviniera. Después de echarles otra ojeada, decidió que el de las cejas pobladas debía ser el profesor Wanstead y el extranjero excitable Mr. Caspar.

Se preguntó cuál sería el tema de tan ardiente debate, sorprendida por la rapidez y la fuerza del discurso de Mr. Caspar.

El asiento de delante de los dos hombres lo ocupaba otra mujer también sesentona, alta y de una apostura que la hacía destacar en cualquier ambiente. Seguía siendo una mujer de mucha elegancia, con el pelo canoso recogido en un rodete. Su voz era clara e incisiva. «Una mujer de muchísima personalidad —se dijo miss Marple—. Me recuerda a Emily Waldron». Emily Waldron había sido decana de una de las facultades de Oxford y una científica de grandes méritos. Miss Marple había tenido ocasión de conocerla y nunca la había olvidado.

Miss Marple continuó con la observación del pasaje. Había dos matrimonios, uno de ellos norteamericano, personas amables, de mediana edad, una mujer charlatana y el marido que asentía complaciente. Era obvio que se trataba de una pareja muy viajera. Los otros eran el típico matrimonio inglés que miss Marple identificó sin vacilar como un militar retirado y su esposa. Marcó en la lista al coronel Walker y a su señora.

El asiento de detrás de ella lo ocupaba un hombre alto y delgado, de unos treinta años, que, a juzgar por su vocabulario lleno de términos técnicos, era arquitecto. También había otras dos señoras de mediana edad que viajaban juntas y que ocupaban los primeros asientos. Se las veía muy entretenidas, discutiendo las atracciones ofrecidas en el folleto aparte de las visitas, casas y jardines. Una era morena y delgada, la otra rubia y fornida. El rostro de esta última le resultó vagamente familiar. Se preguntó si la habría visto o se la habrían presentado antes. Tal vez fuera alguien que hubiera conocido en un cóctel o con quien hubiera compartido algún viaje en tren. No había en ella nada especial para recordarla.

Sólo le faltaba valorar a un pasajero y se trataba de un joven de unos veinte años. Vestía las prendas apropiadas a su edad y sexo: pantalones negros ajustados, un suéter de cuello alto de color rojo. El pelo negro le llegaba hasta los hombros. Miraba interesado a la sobrina de la mujer mandona, y la muchacha, se dijo miss Marple, parecía corresponderle. A pesar de la preponderancia de viejas y mujeres maduras, al menos había dos jóvenes entre el pasaje.

Se detuvieron a comer en un agradable hotel ribereño y la visita de la tarde la dedicaron a Blenheim. Miss Marple había visitado Blenheim en dos ocasiones anteriores, así que sólo visitó lo mínimo indispensable y después se dedicó a disfrutar del jardín y la vista panorámica.

Cuando llegaron al hotel en el que pasarían la noche, los pasajeros ya habían comenzado a relacionarse. La eficiente Mrs. Sandbourne, muy activa a pesar del paseo de la tarde, se preocupó de formar pequeños grupos. Decía: «Debe usted conseguir que el coronel Walker le describa su jardín. Tiene una colección de fucsias realmente maravillosa». Con estas pequeñas frases, conseguía reunir a la gente.

Miss Marple ya sabía quién era cada uno. El hombre de las cejas pobladas resultó ser, tal como creía, el profesor Wanstead, y el extranjero era Mr. Caspar. La mujer mandona era Mrs. Riseley-Porter y la sobrina se llamaba Joanna Crawford. El joven de pelo largo era Emlyn Price, y él y Joanna Crawford ya habían comenzado a descubrir las cosas que tenían en común sobre temas como la economía, el arte, la política, y otras cuestiones.

Las dos mujeres ancianas buscaron, como era natural, la compañía de miss Marple. Discutieron alegremente sobre la artritis, el reumatismo, las dietas, médicos nuevos, medicamentos, fórmulas magistrales y viejas recetas caseras que habían tenido éxito allí donde todo lo demás había fracasado. Hablaron de las muchas giras que habían hecho por Europa, los hoteles, las agencias de viaje y también del condado de Somerset, donde residían miss Lumley y miss Bentham, y donde las dificultades para encontrar jardineros capacitados eran realmente formidables.

Las dos señoras de edad mediana resultaron ser miss Cooke y miss Barrow. Miss Marple continuaba con la sensación de que una de ellas, la rubia, miss Cooke, le resultaba conocida, pero seguía sin recordar dónde o cuándo la había visto antes. Probablemente estaba en un error, como también podía ser un error la impresión de que ambas mujeres parecían evitarla. Cada vez que se acercaba, se mostraban muy ansiosas por alejarse. Claro que eso podían ser imaginaciones suyas.

Quince personas de las cuales al menos una debía ser importante. Aquella noche mencionó el nombre de Mr. Rafiel para ver si alguien reaccionaba de alguna manera, pero nadie lo hizo.

La mujer elegante resultó ser miss Elizabeth Temple, directora jubilada de un famoso colegio de señoritas.

Nadie parecía ser un asesino con la excepción de Mr. Caspar, y miss Marple lo atribuyó sencillamente a los prejuicios contra los extranjeros. El joven delgado era el arquitecto Richard Jameson.

«Quizá mañana tenga más suerte», se dijo miss Marple.

3

Miss Marple se metió en la cama agotada. Las visitas turísticas eran agradables pero agotadoras, e intentar valorar a quince personas a la vez y preguntarse cuál de ellas podía estar vinculada a un asesinato, más agotador todavía. En todo esto, había una sensación irreal que no se podía tomar en serio. Todos parecían personas agradables y normales, la clase de personas que participan en cruceros, viajes y todo lo demás. Sin embargo, echó otra ojeada a la lista de pasajeros y anotó unas cuantas cosas más en su libreta.

¿Mrs. Riseley-Porter? Ninguna vinculación criminal. Demasiado centrada en ella misma. Vida social activa.

¿La sobrina Joanna Crawford? ¿Lo mismo? Pero muy eficiente.

No obstante, Mrs. Riseley-Porter podía tener información de alguna clase. Debía mantener una buena relación con la señora.

¿Miss Elizabeth Temple? Un personaje. Interesante. No le recordaba a ninguna asesina que ella hubiera conocido. «De hecho —se dijo—, irradia integridad». Si hubiese cometido un asesinato, sería un crimen muy popular. ¿Quizá por alguna razón noble o por algún motivo que ella considerara noble? Pero eso tampoco resultaba satisfactorio. Miss Temple siempre sabría lo que hacía y por qué lo hacía, y nunca tendría una idea ridícula sobre la nobleza cuando se tratara de la maldad. «En cualquier caso —pensó—, es alguien y bien podría ser la persona que Mr. Rafiel quería que encontrara por alguna razón». Anotó estos pensamientos en el lado derecho de la página.

Cambió de perspectiva. Hasta ahora había considerado a un presunto asesino, pero ¿por qué no pensar en una presunta víctima? ¿Cuál entre todos ellos podría ser una posible víctima? Ninguno a primera vista. Quizá Mrs. Riseley-Porter podría entrar en la categoría; era rica y un tanto desagradable. La eficiente sobrina podría heredarla. Ella y el anarquista Emlyn Price podrían unirse en la causa anticapitalista. No era una idea muy creíble, pero no se le ocurría nada más.

¿El profesor Wanstead? Un hombre agradable, por supuesto, y también bondadoso. ¿Era un científico o un médico? No estaba muy segura, pero se inclinaba más por la ciencia.

¿Mr. y Mrs. Butler? Los tachó. Unos norteamericanos encantadores sin ninguna relación con nadie en las Antillas o con alguien que ella conociera. No, no creía que los Butler pudieran ser importantes.

¿Richard Jameson? Éste era el arquitecto. Miss Marple no veía cómo podía encajar la arquitectura en todo esto, aunque nunca se sabía. ¿Quizás una habitación secreta? Tal vez en una de las casas que visitarían habría una habitación secreta que ocultara un esqueleto. Existía la posibilidad de que Mr. Jameson, siendo arquitecto, conociera dónde estaba la habitación secreta. Quizá la ayudaría a encontrarla o tal vez ella le ayudaría y, entonces, encontrarían un cadáver. «La verdad es que sólo pienso en tonterías», se reprochó miss Marple.

¿Miss Cooke y miss Barrow? Una pareja absolutamente vulgar. Sin embargo, estaba segura de haber visto antes a una de las dos. Por lo menos había visto antes a miss Cooke. Bien, ya lo recordaría cuando menos lo esperara.

¿El coronel Walker y señora? Personas agradables. El típico matrimonio militar. La mayor parte de su servicio pasado en el extranjero. Se podía charlar con ellos, pero no esperaba enterarse de nada importante.

¿Miss Benham y miss Lumley? Las dos viejas. Era poco probable que fueran unas asesinas, pero, siendo dos viejas charlatanas, quizás estaban al corriente de muchos cotilleos, tenían alguna información o sabían algo, aunque sólo fuera vinculado al reuma, a la artritis o a una fórmula magistral.

¿Mr. Caspar? Tal vez un personaje peligroso. Muy excitable. Por el momento lo mantendría en la lista.

¿Emlyn Price? Un estudiante. Los estudiantes eran muy violentos. ¿Mr. Rafiel la había enviado a seguirle la pista a un estudiante? Todo dependía de lo que el estudiante hubiese hecho, quisiera hacer o fuera a hacer. Tal vez fuera un anarquista.

«Ya está bien —se dijo miss Marple exhausta—. ¡Me voy a la cama!»

Le dolían los pies, la espalda y sus reacciones mentales eran cada vez más lentas. Se durmió en el acto y tuvo varios sueños.

En uno, al profesor Wanstead se le caían las cejas porque se trataba de cejas postizas. Se despertó y su primera impresión fue aquella que tan a menudo sigue a los sueños, la convicción de que el sueño lo había resuelto todo. «¡Por supuesto! —pensó—. ¡Por supuesto!» Las cejas eran postizas y eso aclaraba el misterio. Él era el criminal. Después comprendió que nada estaba resuelto. Que al profesor Wanstead se le cayeran las cejas no le serviría de ninguna ayuda.

Lamentablemente, ahora se había desvelado. Se levantó de la cama, se puso la bata y fue a sentarse en una silla de respaldo recto con un cuaderno que sacó de la maleta y comenzó a escribir.

«El proyecto que he emprendido está relacionado sin duda con un crimen de algún tipo. Mr. Rafiel lo dejó bien claro en su carta. Mencionó que yo tenía un instinto para la justicia y que eso incluía necesariamente un instinto para el crimen. Por lo tanto, hay un crimen de por medio y no se trata de un caso de espionaje, fraude o robo, porque nunca me he cruzado con ninguna de esas cosas, no tengo vinculaciones ni conocimientos del tema o una habilidad especial para afrontarlos. Lo único que Mr. Rafiel sabía de mí es lo que conoció durante el período que ambos estuvimos en St. Honoré. Allí estuvimos vinculados a un asesinato. Los asesinatos que aparecen en los periódicos nunca me han llamado la atención. Nunca he leído libros de criminología ni tampoco me ha interesado el tema. No, sólo se trata de que, con una frecuencia poco habitual, me he encontrado en el lugar donde se ha cometido un asesinato. Mi atención se ha dirigido hacia los asesinatos que han tenido alguna relación con amigos o conocidos. Estas curiosas coincidencias con temas especiales también las tienen otras personas. Recuerdo que una de mis tías naufragó en cinco ocasiones y una amiga mía tiene tendencia a sufrir accidentes. Sé que algunas de sus amigas se niegan a viajar en taxi con ella. Ha estado involucrada en cuatro accidentes de taxi, en tres de coches particulares y en dos accidentes ferroviarios. Cosas así les ocurren a determinadas personas sin ninguna razón aparente. No me agrada nada escribirlo, pero al parecer los asesinatos tienen una tendencia a producirse en mi vecindad.»

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