Authors: Agatha Christie
Bueno, ella no había querido mezclarse en ningún asesinato, pero así habían ocurrido las cosas sin más, sencillamente porque un viejo comandante con un ojo de cristal había insistido en contarles unas historias interminables y aburridísimas. Pobre comandante. ¿Cómo se llamaba? Lo había olvidado. Mr. Rafiel y su secretaria, Mrs... Mrs. Walters, sí, Esther Walters, y su asistente masajista, Jackson. Ahora lo recordaba todo. Bueno, bueno. Pobre Mr. Rafiel. Así que Mr. Rafiel estaba muerto. Sabía que no tardaría mucho en morir. Él mismo casi se lo había dicho. Por lo visto, había durado más de lo que habían creído los médicos. Era un hombre fuerte, obstinado y muy rico. Miss Marple continuó recordando, mientras trabajaba automáticamente en la prenda infantil. Su mente estaba puesta en el difunto Mr. Rafiel e intentaba recordar todo lo posible. En realidad no era un hombre fácil de olvidar. Lo veía en su imaginación con toda claridad. Sí, una personalidad muy definida, un hombre difícil, irritable, de una rudeza en ocasiones sorprendente. No obstante, nadie se molestaba nunca por su rudeza, eso también lo recordaba. No se molestaban porque era muy rico. Sí, había sido millonario. Llevaba a una secretaria con él y a un asistente masajista. No podía moverse muy bien sin ayuda.
El asistente había sido un personaje un tanto extraño, recordó miss Marple. Mr. Rafiel lo había tratado sin el menor miramiento, y él nunca parecía molestarse. Una vez más, por supuesto, porque Mr. Rafiel era tan rico.
—Nadie más le pagaría ni la mitad de lo que le pago —había dicho Mr. Rafiel—, y él lo sabe. Claro que es muy bueno en su trabajo. Todo hay que decirlo.
Miss Marple se preguntó si ¿Jackson? ¿Johnson? se habría quedado con Mr. Rafiel durante lo que podía ser ¿un año? Un año y tres o cuatro meses. Se respondió a sí misma que no. Mr. Rafiel era de las personas a las que les gustaban los cambios. Se cansaba de las personas, de sus modales, de sus rostros, de sus voces.
Esto era algo que miss Marple comprendía. Había sentido lo mismo en algunas ocasiones con aquella dama de compañía, aquella mujer atenta, agradable y una pesada de cuidado, con aquella voz melosa... «Ah, sin duda fue un cambio para bien que se marchara.»
Rayos y truenos, ahora había olvidado su nombre. ¿Miss Bishop? No, no era miss Bishop. Qué confuso era ahora todo.
Volvió a pensar en Mr. Rafiel y en... no, no era Johnson, el nombre era Jackson. Arthur Jackson.
«Siempre me equivoco cuando se trata de los nombres. Aquella mujer era miss Knight. No miss Bishop. ¿Por qué he pensado en ella como miss Bishop?» La respuesta fue inmediata. El ajedrez. Una pieza de ajedrez. Un caballo [knight], un alfil [bishop].
«La próxima vez que la recuerde diré que se llama miss Castle [torre] o miss Rook [enroque], aunque realmente no era de esa clase de personas que podrían enrocar a nadie. Seguro que no. ¿Cuál era el nombre de la bonita secretaria de Mr. Rafiel? Ah, sí. Esther Walters. Correcto. ¿Qué se habrá hecho de Esther Walters? ¿Heredó dinero? Seguramente ahora heredará algo.»
Recordó que Mr. Rafiel le había comentado algo al respecto, o ella había... que confuso resultaba todo cuando intentaba precisar algo. Esther Walters. Aquel asunto en el Caribe había sido un golpe tremendo, pero seguramente lo había superado. Era viuda, ¿no? Miss Marple confiaba en que Esther Walters estaría ya casada con algún hombre bueno, amable y digno de toda confianza. Sin embargo, era poco probable. Esther Walters, se dijo, tenía una habilidad innata para casarse con los hombres que menos le convenían.
Miss Marple volvió a pensar en Mr. Rafiel. No enviar flores. No es que ella se le hubiera pasado por la cabeza enviarle flores a Mr. Rafiel. Hubiera podido comprar todos los invernaderos de Inglaterra. Además, no había ninguna razón para enviarle flores. No habían sido amigos. Habían sido... ¿cuál era la palabra adecuada...? Aliados. Sí, habían sido aliados durante un período muy corto. Un período muy emocionante, y él había sido un aliado muy valioso, eso lo tenía muy claro. Lo había pensado mientras corría a buscarlo en medio de una noche caribeña. Recordó que ella llevaba aquella prenda de lana rosa. ¿Cómo la llamaban cuando ella era joven? Un rebociño, una toca de lana rosa que ella llevaba puesta en la cabeza, y él la había mirado y se había echado a reír y, más tarde, cuando ella pronunció una palabra — sonrió al recordarlo—, él se rió aún más, pero al final ya no se reía nada de ella. No, hizo lo que ella le había pedido y, por tanto... ¡Ah! Miss Marple tenía que admitir que todo había sido muy emocionante. Nunca se lo había comentado a su sobrino ni a su querida Joan porque, después de todo, hizo precisamente lo que le habían dicho que no hiciera. Miss Marple asintió mientras murmuraba: «Pobre Mr. Rafiel. Espero que no haya sufrido.»
Seguramente no. Lo más probable era que los médicos lo hubieran tenido sedado para que tuviera una muerte tranquila. Había sufrido mucho durante aquellas semanas en el Caribe. El dolor no le había abandonado casi nunca. Un hombre valiente.
Lamentaba su muerte porque, aunque había sido un hombre mayor, inválido y enfermo, el mundo había perdido algo con su desaparición. No tenía mucha idea de cómo debía haber sido en el mundo de los negocios. Despiadado, se dijo, rudo, prepotente y agresivo. Un gran adversario, pero un buen amigo. Alguien dotado en lo más profundo de una bondad que se había cuidado mucho de ocultar. Un hombre digno de su respeto y admiración. Bueno, lamentaba su muerte, pero confiaba en que a él no le hubiera importado mucho y que hubiera muerto sin sufrimientos. Ahora incinerarían el cadáver y depositarían sus cenizas en algún grande y elegante mausoleo de mármol. Ni siquiera sabía si había estado casado. Nunca mencionó a una esposa o que tuviera hijos. ¿Era un hombre solitario o su vida había sido tan plena que nunca se había sentido solo?
Aquella tarde dedicó mucho tiempo a pensar en Mr. Rafiel. Nunca había esperado volver a verle a su regreso a Inglaterra y nunca se habían vuelto a encontrar. No obstante, por curioso que le pareciera, siempre había tenido la sensación de que podía ponerse en contacto con él en cualquier momento si él la hubiese llamado o le hubiese sugerido que se volvieran a encontrar, llevado quizá por el vínculo surgido por haber salvado una vida entre ambos. Un vínculo...
—Sin duda —exclamó miss Marple, escandalizada por lo que se le acababa de ocurrir—, no es posible que el hecho de ser despiadados nos uniera. ¿Soy una persona despiadada? Esto es extraordinario. Nunca me lo había planteado. No obstante, creo que podría serlo.
Se abrió la puerta y asomó la cabeza una joven morena. Se trataba de Cherry, la bienvenida sucesora de miss Bishop, no, miss Knight.
—¿Decía usted algo? —preguntó la muchacha.
—Estaba hablando conmigo misma. Sólo me preguntaba si podría ser despiadada.
—¿Quién, usted? ¡Nunca! Es la bondad en persona.
—En cualquier caso —insistió la anciana—, creo que podría serlo si hubiera una causa justificada.
—¿A qué llamaría usted una causa justificada?
—La causa de la justicia.
—Admito que se mostró usted feroz con el pequeño Gary Hopkins —señaló Cherry—, el día que le pilló torturando a su gato. ¡Nunca vi nada igual! ¡El pobre se llevó un susto de muerte! No lo ha olvidado.
—Espero que no haya vuelto a torturar a ningún otro gato.
—Si lo ha hecho, se habrá asegurado de que no estuviera usted cerca, y creo que el susto también se lo llevaron los otros niños que le acompañaban. Al verla a usted con esas prendas de lana tan bonitas que usted hace y todo eso, cualquiera pensaría que es usted mansa como una cordera. Pero hay momentos en los que sin duda se comporta como una leona si la provocan.
Miss Marple adoptó una expresión de duda. No se veía en el personaje que le asignaba Cherry. ¿Se había visto alguna vez así? Hizo una pausa en la reflexión y recordó varios momentos en los que se había sentido muy enfadada con miss Bishop, no, Knight. (No podía ser que se olvidara continuamente de los nombres). Pero su enojo se había manifestado a través de comentarios más o menos irónicos. Los leones no utilizaban la ironía, saltaban sobre su presa. Rugían. Empleaban las garras y acababan desgarrando a dentelladas a sus víctimas.
—La verdad es que no creo haberme comportado nunca de esa manera —protestó con vehemencia miss Marple.
Aquella tarde, mientras paseaba por el jardín cada vez más irritada, volvió a considerar el tema ante la visión de una mata de dragoncillos. Le había dicho mil veces al viejo George que sólo quería dragoncillos de color amarillo azufre y no de ese detestable tono rojizo que tanto gustaba a los jardineros.
—Amarillo azufre —exclamó miss Marple.
Alguien al otro lado de la valla que separaba el jardín del sendero que pasaba junto a la casa, se sintió aludido.
—¿Perdón? ¿Me decía usted algo?
—Hablaba conmigo misma —respondió miss Marple, volviéndose para mirar por encima de la valla.
Era una persona desconocida y ella conocía a la mayoría de los habitantes de St. Mary Mead. Por lo menos, los conocía de vista. Se trataba de una mujer robusta, vestida con una falda raída, pero de buena calidad, e iba bien calzada. Llevaba un jersey verde esmeralda y una bufanda de lana.
—Es algo habitual cuando se tiene mi edad —añadió.
—Tiene usted un jardín muy bonito —comentó la desconocida.
—No se puede decir que ahora lo sea. Cuando podía atenderlo personalmente...
—Oh, ya sé. Comprendo muy bien como se siente. Supongo que tiene usted a uno de esos... tengo muchos nombres para describirlos, la mayoría bastante groseros... hombres mayores que creen saberlo todo de jardinería. Algunas veces es verdad, pero otras veces no saben nada de nada. Llegan, se toman unas cuantas tazas de té y arrancan unos cuantos hierbajos sin demasiado entusiasmo. Algunos son tipos bastante agradables, pero así y todo te sacan de tus casillas. Por cierto que yo también soy jardinera.
—¿Vive usted aquí? —preguntó miss Marple con cierto interés.
—Me alojo en la casa de una tal Mrs. Hastings. Creo que le he oído hablar de usted. Usted es miss Marple, ¿no es así?
—Así es.
—Estoy aquí como dama de compañía y jardinera. Por cierto, me llamo Barlett. Miss Barlett. La verdad es que no hay apenas nada que hacer. Mrs. Hastings participa en los concursos anuales. No hay mucho a lo que puedas hincarle el diente —Abrió la boca y le mostró los dientes cuando hizo el comentario—. Por supuesto, también hago otras cosas: la compra y cosas por el estilo. En cualquier caso, si quiere que alguien le atienda el jardín, podría arreglármelas para disponer de un par de horas para usted. Yo diría que lo haría mejor que cualquiera que tenga ahora.
—Eso sería fácil —replicó miss Marple—. Prefiero las flores. No me interesa tener un huerto.
—Yo me ocupo del huerto de Mrs. Hastings. Es algo aburrido, pero necesario. Bien, tengo que marcharme —Miró a la anciana de pies a cabeza como si quisiera memorizar su figura, se despidió alegremente y se alejó a buen paso.
¿Mrs. Hastings? Miss Marple no recordaba a nadie con ese nombre. Desde luego, Mrs. Hastings no era una vieja amiga. Nunca había sido una de sus amigas jardineras. Ah, por supuesto, tenía que ser alguien de las casas nuevas construidas al final de Gibraltar Road. Varias familias se habían mudado allí durante el año pasado. Miss Marple suspiró, volvió a mirar con enfado las matas de dragoncillos, vio varios hierbajos que deseó arrancar, y un par de exuberantes trepadoras que le hubiera gustado atacar ahora mismo con la azada y, por último, sobreponiéndose como toda una dama a la creciente tentación, acabó de dar su paseo y entró en la casa. Una vez más, sus pensamientos se centraron en Mr. Rafiel. Habían sido... ¿cuál era el título del libro aquél que citaban tanto en su juventud?
Barcos que pasan en la noche
. Un título muy adecuado, ahora que lo pensaba. Barcos que pasan en la noche. Había sido durante la noche que ella había ido a buscarle para pedirle... no, para exigirle su ayuda. Para insistir, para decirle que no debía perder ni un segundo. Él había aceptado y ambos se habían puesto en marcha inmediatamente. ¿Quizás ella se había comportado como una leona en aquella ocasión? No, la comparación no era correcta. No había sido furia lo que había sentido. Había sido su insistencia en algo que se debía hacer sin tardanza. Mr. Rafiel lo había comprendido.
Pobre Mr. Rafiel. El barco que había pasado en la noche había sido un navío interesante. ¿Hubiese podido ser un hombre agradable si una se acostumbraba a su rudeza? ¡No! Meneó la cabeza. Mr. Rafiel nunca hubiera podido ser un hombre agradable. Era hora de olvidar a Mr. Rafiel.
Barcos que pasan en la noche y se hablan el uno al otro al pasar; tan sólo una señal y una voz distante en la oscuridad.
Probablemente nunca más volvería a pensar en él. Quizás miraría si
The Times
publicaba una necrológica, pero lo dudaba. No era un personaje muy conocido, no era famoso, sólo había sido muy rico. Por supuesto, se publicaban muchas necrológicas de personas sólo porque eran muy ricas; pero, a su juicio, la riqueza de Mr. Rafiel no era de esa clase. No había sido un gran empresario ni un genio de las finanzas. Todo lo que había hecho en su vida había sido amasar dinero.
Había transcurrido poco más de una semana desde la muerte de Mr. Rafiel cuando miss Marple cogió una de las cartas depositadas en la bandeja del desayuno y le echó una ojeada antes de abrirla. Las otras dos cartas que habían llegado por la mañana eran facturas o cualquier otra cosa sin interés. En cambio, esta otra prometía.
Matasellos de Londres, dirección escrita a máquina, sobre de buena calidad. Miss Marple rasgó el sobre con el abrecartas que siempre tenía a mano. El membrete era de Messrs. Broadribb y Schuster, abogados y notarios, con dirección en Bloomsbury. La invitaban, con frases muy corteses, a visitarlos un día de la semana siguiente en su despacho, para tratar de una propuesta que podía ser de su interés. Sugerían el jueves 24. Si la fecha no era conveniente, quizás ella podría informarles de otra fecha más adecuada. Añadían que eran los abogados del difunto Mr. Rafiel, que había sido conocido suyo.
Miss Marple frunció el entrecejo un tanto sorprendida. Se levantó con más lentitud de la habitual, con el pensamiento puesto en la carta. Cherry la escoltó escaleras abajo, siempre atenta en el vestíbulo para ocuparse de que su patrona no se hiciera ningún daño bajando las escaleras, que eran del tipo anticuado, con una curva muy cerrada justo en el medio.