Authors: Agatha Christie
—Se preocupa usted mucho por mí, Cherry.
—Tengo que hacerlo —respondió Cherry con su peculiar forma de hablar—. Las buenas personas escasean.
—Muchas gracias por el cumplido —dijo miss Marple, apoyando el pie en el suelo del vestíbulo.
—No pasa nada, ¿verdad? —preguntó la joven—. Tiene usted pinta de haber recibido una sacudida, usted ya me entiende.
—No, no pasa nada. Es que acabo de recibir una carta fuera de lo corriente de una firma de abogados.
—No le habrán puesto una demanda, ¿verdad? —exclamó Cherry, que era una de esas personas que siempre vinculan las cartas de los abogados con toda clase de desgracias.
—No, no lo creo. No se trata de ninguna demanda. Sólo preguntan si puedo ir a verles la semana que viene a Londres.
—Quizá le han dejado una fortuna —comentó Cherry con un tono más alegre.
—Eso sí que es prácticamente imposible.
—Bueno, nunca se sabe.
Miss Marple se sentó en su butaca, sacó la labor de la bolsa y, mientras movía rápidamente las agujas, consideró la posibilidad de que Mr. Rafiel le hubiese dejado una fortuna. Le pareció todavía más increíble que cuando se lo había sugerido Cherry. Mr. Rafiel, se dijo, no era de esa clase de hombres.
No le era posible ir en la fecha propuesta. Tenía una reunión en el instituto femenino para discutir la obtención de fondos necesarios para construir un par más de habitaciones, pero escribió, señalando un día de la semana siguiente. Su carta recibió debida respuesta y se confirmó la cita. Se preguntó cómo serían los señores Broadribb y Schuster. La carta la había firmado Mr. J.R. Broadribb quien, al parecer, era el socio principal. También era posible, pensó miss Marple, que Mr. Rafiel hubiera decidido dejarle algún pequeño recuerdo. Quizás algún libro sobre flores extrañas que tuviera en su biblioteca y que hubiera juzgado que pudiera ser de interés para una vieja dama aficionada a la jardinería, o tal vez algún camafeo que hubiera pertenecido a alguna de sus tías abuelas. Se entretuvo con estas fantasías. Sólo eran fantasías, se dijo, porque en cualquier caso los albaceas testamentarios —si estos abogados eran los albaceas— le habrían enviado el objeto de marras por correo. No tenía ningún sentido solicitar una entrevista.
«Bueno —dijo miss Marple—, ya me enteraré el martes.»
—Me pregunto qué aspecto tendrá —le comentó Mr. Broadribb a Mr. Schuster, mirando el reloj.
—Llegará dentro de un cuarto de hora —manifestó Mr. Schuster—. ¿Crees que será puntual?
—Yo diría que sí. Es una persona mayor, si no me equivoco y, por tanto, no querrá llegar tarde. Nada parecido a esos cabezas de chorlito de hoy en día que desconocen la puntualidad.
—¿Gorda o delgada? —planteó Mr. Schuster.
El socio mayor meneó la cabeza.
—¿Rafiel no te la describió?
—Se mostró extraordinariamente parco en todo lo que dijo sobre nuestra visitante.
—Todo este asunto me resulta extrañísimo. Si tan sólo supiésemos algo más.
—Podría ser —señaló Mr. Broadribb con un tono pensativo— que tuviera alguna relación con Michael.
—¿Qué? ¿Después de todos estos años? No puede ser. ¿De dónde has sacado esa idea? Mencionó...
—No, no mencionó absolutamente nada. No me dio ninguna pista de lo que se traía entre manos. Sólo me dio las instrucciones.
—¿Crees que se estaba volviendo un poco excéntrico hacia el final?
—Para nada. Siguió siendo una mente brillante hasta el final. La enfermedad nunca le afectó el cerebro. En los dos últimos meses de su vida ganó otras doscientas mil libras. Como si nada.
—Tenía un don —afirmó Mr. Schuster con la reverencia debida—. Desde luego que tenía un don.
—Un gran cerebro para las finanzas —manifestó Mr. Broadribb con el mismo tono—. No había muchos como él y eso es una lástima.
Sonó un teléfono interno. Mr. Schuster atendió la llamada.
—Ha llegado miss Marple para una cita con Mr. Broadribb —le informó una voz femenina.
Mr. Schuster miró a su socio y enarcó una ceja para conocer la respuesta. Mr. Broadribb asintió.
—Hágala pasar. —dijo Mr. Schuster, que añadió—: Ahora saldremos de dudas.
Miss Marple entró en una habitación donde un caballero de mediana edad, alto, enjuto y con un rostro de expresión un tanto melancólica, se puso de pie para saludarla. Por lo visto, él era Mr. Broadribb, cuya apariencia contradecía un tanto a su nombre
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. Le acompañaba otro caballero algo más joven y de amplias proporciones. Tenía el pelo negro, ojillos de mirada penetrante y una tendencia a la doble papada.
—Mi socio, Mr. Schuster —le presentó Mr. Broadribb.
—Espero que las escaleras no le hayan resultado en exceso fatigosas —comentó Mr. Schuster mientras pensaba: «Setenta largos si es que no tiene los ochenta.»
—Siempre me falta el aliento cuando subo escaleras.
—Es un edificio antiguo —señaló Mr. Broadribb con un leve tono de disculpa—. No tiene ascensor. Somos una firma muy antigua y no nos van muchos de los artilugios modernos que quizás esperan nuestros clientes.
—Esta habitación es muy bonita —manifestó miss Marple.
Aceptó la silla que le ofrecía Mr. Broadribb. Mr. Schuster se retiró discretamente.
—Espero que la silla sea cómoda —dijo Mr. Broadribb—. ¿Le parece bien si cierro un poco la cortina? Quizás el sol le moleste un poco en los ojos.
—Muchas gracias —respondió miss Marple agradecida.
Se sentó muy erguida como era su costumbre. Llevaba un vestido de tweed liviano, un collar de perlas y una toca de terciopelo. Mientras tanto, el abogado se decía: «La dama de provincias. Buena presencia. Quizá no rija muy bien, pero quién sabe. Tiene la mirada muy despierta. Me pregunto dónde la habrá conocido Rafiel. ¿Será la tía de alguien?» Mientras pensaba, iba haciendo los habituales comentarios sobre el tiempo, los desafortunados efectos de las heladas tardías y otros temas adecuados para romper el hielo.
Miss Marple dio todas las respuestas correctas y esperó plácidamente a la apertura de los preliminares.
—Se preguntará usted de qué va todo este asunto —manifestó Mr. Broadribb con una amable sonrisa mientras acomodaba unos papeles que tenía sobre el escritorio—. Supongo que está usted enterada del fallecimiento de Mr. Rafiel.
—Leí la noticia en el periódico.
—Tengo entendido que eran amigos.
—Nos conocimos hace poco más de un año. Durante un viaje a las Antillas.
—Ah, ya lo recuerdo. Hizo el viaje por cuestiones de salud. Quizá le ayudó un poco, pero ya era un hombre muy enfermo y casi no podía moverse.
—Así es.
—¿Le conocía usted bien?
—No, mentiría si dijera lo contrario. Sólo éramos huéspedes en el mismo hotel. Tuvimos alguna conversación. Nunca más le volví a ver después de mi regreso a Inglaterra. Llevo una vida muy tranquila en un pequeño pueblo rural y supongo que él estaría dedicado por completo a sus negocios.
—Se ocupó de ellos casi hasta el día de su muerte —afirmó Mr. Broadribb—. Tenía un don especial para las finanzas.
—No me cabe la menor duda. No tardé mucho en darme cuenta de que era un personaje muy especial.
—No sé si tiene usted alguna idea... si Mr. Rafiel le comentó algo en algún momento sobre la propuesta que se me ha encomendado hacerle.
—No se me ocurre qué clase de propuesta podría desear hacerme Mr. Rafiel. Parece algo muy poco probable.
—Tenía una excelente opinión de usted.
—Muy amable de su parte, pero muy poco justificada —replicó miss Marple—. Soy una persona muy sencilla.
—Como usted sin duda comprenderá, murió siendo un hombre muy rico. Las disposiciones del testamento son en su conjunto bastante simples. Ya había dispuesto cómo se repartiría su fortuna con bastante anticipación. Fondos de inversión, fideicomisos y todo lo demás.
—Eso, según creo, es el procedimiento habitual en la actualidad, aunque no estoy muy al corriente de las cuestiones financieras.
—El propósito de esta reunión —señaló el abogado— es que se me encomendó informarle de que se ha dispuesto una suma de dinero que será suya al cabo de un año, pero con la condición de que acepte cierta propuesta que debo poner ahora en su conocimiento.
Cogió un sobre sellado que tenía en el escritorio y se lo alcanzó.
—Creo —prosiguió Mr. Broadribb— que lo mejor es que lea usted misma cuál es la propuesta. Tómese su tiempo. No hay prisa.
Miss Marple se tomó su tiempo. Se hizo con el pequeño abrecartas que le ofreció el abogado, abrió el sobre, sacó la hoja mecanografiada y la leyó. Plegó la hoja por un momento, después volvió a leerla y por último miró a Mr. Broadribb.
—Esto es resulta un tanto vago. ¿No hay ninguna otra explicación de cualquier tipo?
—No en lo que a mí respecta. Tenía que entregarle la carta y decirle el monto del legado. La cantidad es de veinte mil libras, libres de derechos reales.
Miss Marple miró al letrado. La sorpresa la había dejado sin palabras. Mr. Broadribb no dijo nada más por el momento. La observaba con mucha atención. No había ninguna duda de su sorpresa. Era obvio que no se esperaba nada parecido. Se preguntó cuáles serían sus primeras palabras. La anciana le miraba con la misma fijeza y severidad que cualquiera de sus tías en la misma situación. Cuando miss Marple habló, lo hizo con un tono casi acusador.
—Es una suma de dinero muy considerable.
—No tanto como solía ser —replicó Mr. Broadribb, que a duras penas consiguió reprimir el comentario: «Dinero para pipas en estos tiempos.»
—Debo confesar —manifestó miss Marple— que estoy asombrada. Francamente asombrada —Recogió la carta y volvió a leerla—. Supongo que está usted enterado del texto.
—Sí. Me lo dictó Mr. Rafiel en persona.
—¿No le dio ninguna explicación?
—No, no lo hizo.
—Supongo que usted le sugeriría la conveniencia de que lo hiciera —señaló miss Marple con un tono un tanto desabrido.
Mr. Broadribb esbozó una sonrisa.
—Tiene usted razón. Lo hice. Dije que quizás a usted le resultaría difícil comprender exactamente sus intenciones.
—Muy curioso.
—No hay ninguna necesidad, por supuesto, de que me dé una respuesta ahora mismo.
—No. Tendré que pensármelo.
—Es, como usted dijo, una cantidad apreciable.
—Soy una vieja —manifestó miss Marple—. Ahora decimos mayor, pero vieja es una palabra más acertada. Muy vieja. Es posible y por cierto probable que quizá no viva el año que necesito para ganar ese dinero, en el caso bastante dudoso de que sea capaz de ganármelo.
—No hay motivos para despreciar el dinero a ninguna edad.
—Podría ayudar a ciertas beneficencias de las que formo parte, y siempre hay personas a las que una quisiera poder ayudar, pero no tienes recursos suficientes para hacerlo. Tampoco diré que no tengo ninguna ambición ni deseo, hay cosas que no te puedes permitir. Creo que Mr. Rafiel sabía muy bien que tener la posibilidad de hacerlas y de una forma bastante inesperada, podría resultar muy placentero para una persona mayor.
—Así es —asintió el abogado—. ¿Quizás un crucero? ¿Alguno de esos magníficos viajes que ofrecen en la actualidad? Funciones de teatro, conciertos, llenar la bodega.
—Mis gustos son bastante más moderados —señaló miss Marple—. Una perdiz —añadió pensativamente—. Es muy difícil conseguir perdices en estos tiempos y son carísimas. Disfrutaría muchísimo comiéndome una perdiz, una entera, yo sola. Una caja de
marrons glacés
es otro lujo que no me puedo permitir. Tal vez ir a la ópera. Eso significa tomar un taxi para ir y volver de Covent Garden y el gasto de una noche de hotel. Pero no es hora de dedicarme a charlas inútiles. Me llevaré esta carta y me lo plantearé a fondo. No entiendo qué motivos pudo tener Mr. Rafiel... ¿No tiene usted idea de por qué decidió hacerme esta propuesta, o por qué creyó que yo podría serle útil de alguna manera? Sin duda sabía que había pasado más de un año, casi dos, desde que nos conocimos y que ahora podría estar mucho más débil de lo que estoy y estar ya incapacitada para aprovechar cualquier pequeño talento que pueda tener. Estaba corriendo un riesgo. Hay muchas personas mucho mejor capacitadas para asumir una investigación de esta naturaleza.
—Francamente cualquiera diría lo mismo —reconoció Mr. Broadribb—, pero él la escogió a usted. Perdóneme una pequeña indiscreción pero ¿ha tenido usted alguna relación con el crimen o con la investigación criminal?
—Por supuesto que no, quiero decir nada que se pueda considerar como una actuación profesional. Nunca he sido oficial de justicia, ni magistrada ni tampoco he tenido relación alguna con una agencia de detectives. Lo único que puedo decirle, Mr. Broadribb, porque creo que es justo que lo sepa y creo que Mr. Rafiel tendría que habérselo dicho, es que durante nuestra estancia en las Antillas, ambos, Mr. Rafiel y yo, tuvimos cierta vinculación con un crimen que ocurrió allí. Un asesinato muy curioso y sin ninguna explicación aparente.
—¿Usted y Mr. Rafiel aclararon el misterio?
—Yo no lo diría así. Mr. Rafiel, con la fuerza de su personalidad, y yo, relacionando algunos detalles obvios que llegaron a mi conocimiento, tuvimos éxito en impedir un segundo asesinato en el momento preciso en que iba a cometerse. No hubiera podido hacerlo sola. Me fallaban las fuerzas físicas, y a Mr. Rafiel también porque era un inválido. Sin embargo, actuamos como aliados.
—Hay otra pregunta que me gustaría hacerle, miss Marple. ¿La palabra «Némesis» significa algo para usted?
—Némesis —repitió la anciana, mientras aparecía una sonrisa en su rostro—. Sí, significa algo para mí. También lo significaba para Mr. Rafiel. Fui yo quien se la dije, y a él le pareció muy gracioso que me describiera a mí misma con ese nombre.
Resultó obvio que Mr. Broadribb había esperado oír cualquier cosa menos esto. Miró a miss Marple más o menos con el mismo asombro con que la había mirado Mr. Rafiel en el hotel junto al mar Caribe. Una anciana agradable y muy inteligente. ¡Pero de eso a Némesis!
—Veo que usted siente lo mismo —dijo miss Marple, levantándose—. Si usted encuentra o recibe nuevas instrucciones en este asunto, Mr. Broadribb, hágamelo saber. Me resulta extraordinario que no haya nada de nada. Esto me deja completamente a oscuras sobre lo que Mr. Rafiel me pide o intenta que haga.
—¿No conoce usted a su familia, sus amigos... ?