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Authors: Agatha Christie

Némesis (9 page)

BOOK: Némesis
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Mas tarde, durante su habitual descanso antes de la cena, miss Marple analizó lo que había averiguado. Miss Cooke había admitido su presencia en St. Mary Mead. Había admitido su paso junto a la casa de miss Marple y que se trataba de una coincidencia. «¿Coincidencia?», se preguntó, dándole vueltas a la palabra como un niño que no tiene claro el sabor de un caramelo y le da vueltas en la boca. ¿Se trataba de una coincidencia o tenía alguna otra razón para estar aquí? ¿La habían enviado? Si era así, ¿para qué? ¿Era una tontería este planteamiento?

«Cualquier coincidencia siempre es digna de ser tenida en cuenta —se dijo miss Marple—. Después, la puedes olvidar si realmente se trata de una coincidencia.»

Miss Cooke y miss Barrow tenían todo el aspecto de ser un par de amigas absolutamente normales que, según ellas, hacían esta clase de viajes todos los años. Habían ido a un crucero por las islas griegas el año pasado, el anterior a Holanda para ver los cultivos de tulipanes y antes a Irlanda del Norte. Sin embargo, le había parecido que miss Cooke había estado a punto de negar su presencia en St. Mary Mead. Había mirado a su amiga como si pidiera instrucciones sobre lo que debía decir. Al parecer, miss Barrow llevaba la voz cantante.

«Por supuesto, quizá no son más que imaginaciones mías y ambas no tienen el menor papel en este caso», pensó miss Marple.

La palabra peligro apareció de pronto en su mente. La había utilizado Mr. Rafiel en la primera carta y en la segunda había hablado de que necesitaría un ángel de la guarda. ¿Acaso correría algún peligro en este asunto? ¿Por qué? ¿Quién la amenazaría?

Sin duda, no podía tratarse de miss Cooke y miss Barrow, una pareja tan absolutamente normal.

De todas maneras, miss Cooke se había teñido el pelo y ahora se lo peinaba de otra manera. Había disfrazado su apariencia todo lo posible, algo que por lo menos se podía considerar extraño. Volvió a pensar en sus compañeros de viaje.

Resultaba mucho más fácil imaginar que Mr. Caspar podía ser peligroso. ¿Comprendía el inglés mucho mejor de lo que aparentaba? Comenzó a preguntarse por Mr. Caspar.

Miss Marple nunca se había librado del todo de su visión victoriana de los extranjeros. Nunca se sabía con los extranjeros. Una idea muy absurda, desde luego, porque ella tenía muchos amigos que lo eran. De todas maneras.... Miss Cooke, miss Barrow, Mr. Caspar, aquel joven de la melena, Emlyn No-sé-qué. ¿Un revolucionario? ¿Un anarquista? Mr. y Mrs. Butler, una pareja norteamericana la mar de agradable, pero quizá demasiado para ser cierto. «Vamos, deja de pensar tonterías», se dijo.

Volvió su atención al itinerario del viaje. Mañana tendrían un día agotador. Saldrían a primera hora para hacer un recorrido turístico en autocar y, por la tarde, una larga marcha atlética por un camino costero para ver algunas plantas marinas muy interesantes. Sí, sería agotador. Se añadía una amable sugerencia. Cualquiera que deseara descansar podía quedarse en el hotel, el Golden Boar, que disponía de un magnífico jardín, o podía hacer una breve excursión de una hora hasta una paraje de gran belleza. Se dijo que quizás optaría por esto último.

Pero, aunque entonces no lo sabía, sus planes se verían alterados drásticamente.

Al día siguiente, miss Marple se disponía a ir al comedor del Golden Boar, después de lavarse las manos en su habitación, cuando una mujer vestida con una chaqueta de tweed y una falda se acercó a ella.

—Perdón, ¿es usted miss Marple, miss Jane Marple? —preguntó un tanto nerviosa.

—Sí, soy yo —respondió miss Marple, un tanto sorprendida.

—Soy Mrs. Glynne. Lavinia Glynne. Mis dos hermanas y yo vivimos cerca y... bueno, nos enteramos de que usted vendría.

—¿Se enteraron de que vendría? —La sorpresa de miss Marple aumentaba por momentos.

—Sí. Nos escribió un viejo amigo nuestro, oh, de esto hace ya algún tiempo, alrededor de unas tres semanas, pero nos pidió que tomáramos nota de la fecha en que llegarían aquí los participantes de la excursión de Casas y Jardines Famosos. Decía que una gran amiga suya, o una pariente, no lo recuerdo muy bien, vendría en el grupo.

Miss Marple continuó mirando a la mujer sin disimular su asombro.

—Hablo de Mr. Rafiel —explicó Mrs. Glynne.

—¡Ah! Mr. Rafiel. ¿Sabía usted que...?

—¿Que había muerto? Sí. Una pena. Fue poco después de llegar la carta. Creo que tuvo que ser a los pocos días de escribirnos. Por esa razón, nos sentimos comprometidas a hacer lo que pedía. Sugirió que quizás usted aceptaría pasar un par de noches en nuestra casa. Esta parte del viaje es bastante fatigosa. Me refiero a que está muy bien para los jóvenes, pero puede resultar pesada para los mayores. Hay que caminar varias millas, subir varias cuestas y meterse por senderos difíciles. Mis hermanas y yo estaríamos encantadas de que aceptara alojarse en nuestra casa. Sólo es un paseo de diez minutos desde el hotel y estoy segura de que podríamos enseñarle unos cuantos lugares bonitos que hay en los alrededores.

Miss Marple vaciló un minuto. Le gustaba el aspecto de Mrs. Glynne, regordeta, alegre y amable aunque un tanto tímida. Además, esto sin duda formaba parte de las instrucciones de Mr. Rafiel. ¿Sería el siguiente paso? Sí, tenía que serlo.

Se preguntó por qué se sentía nerviosa. Quizá porque ahora estaba a gusto con sus compañeros de viaje, se sentía miembro del grupo, aunque sólo llevaban tres días juntos. Miró a Mrs. Glynne, que aguardaba una respuesta con una expresión ansiosa.

—Muchas gracias, es muy amable de su parte. Me complacerá mucho aceptar su invitación.

Capítulo VIII
 
-
Las Tres Hermanas

Miss Marple se encontraba junto a la ventana. Sobre la cama tenía la maleta. Contemplaba el jardín con mirada ausente. No era algo frecuente que no mirara un jardín, ya fuera para admirarlo o para hacer una crítica. En este caso, se hubiera tratado de una crítica. Era un jardín abandonado, un jardín en el que se había invertido muy poco dinero en los últimos años y del que nadie se había preocupado. También la casa estaba muy descuidada. Un edificio bien proporcionado, con muebles de calidad, pero que había recibido poco o ningún cuidado en los últimos años. No era una casa estimada. Era una casa construida con gracia y belleza en la que las personas habían vivido felices, pero ahora los hijos y las hijas habían partido y ahora la ocupaba Mrs. Glynne, quien, por lo que había dicho mientras le mostraba a miss Marple su dormitorio, la había heredado junto con sus hermanas de un tío y había venido a vivir aquí con ellas a la muerte de su marido. Se habían hecho viejas, los ingresos habían disminuido y cada vez les había resultado más difícil encontrar personal de servicio.

Las otras dos hermanas, una mayor y la otra menor que Mrs. Glynne, eran solteras.

No había ningún rastro de la presencia de un niño. Ningún juguete perdido, ninguna prenda ni ningún mueble. Sólo era una casa con tres hermanas.

«Suena muy ruso —se dijo miss Marple—. Se refería a
Las tres hermanas
, ¿no? ¿De Chejov o Dostoyevsky?» Ahora no lo recordaba. Tres hermanas, pero estas tres seguro que no suspiraban por ir a Moscú, sino que estaban muy contentas de estar donde estaban. Le habían presentado a las otras dos que le dieron la bienvenida. Sus modales eran correctos y elegantes. Eran lo que miss Marple en su juventud hubiera llamado «señoritas». Una vez había utilizado la expresión «señoritas gastadas» y su padre le había corregido. «No, Jane, gastadas no. Señoritas preocupadas.»

En la actualidad era difícil que las señoritas pasaran angustias. Recibían la ayuda del gobierno, de entidades, de algún pariente rico o quizá de alguien como Mr. Rafiel. Porque, después de todo, esa era la cuestión, el motivo de su presencia en este lugar. Había sido cosa de Mr. Rafiel. Se había tomado un sinfín de molestias. Sin duda había sabido, unas cuatro o cinco semanas antes de su muerte, cuándo se produciría su fallecimiento con un cierto margen de error, porque los médicos solían ser moderadamente optimistas, sabiendo por experiencia que los pacientes que debían morir dentro de cierto período a menudo resistían y, aunque nada podía salvarlos, se obstinaban en no dar el paso final. Por otro lado, las enfermeras que estaban a cargo de un paciente siempre esperaban verlo muerto al día siguiente y se sorprendían mucho cuando no era así. Esto era algo que miss Marple había comprobado en más de una ocasión. Pero las enfermeras, al comunicar al médico sus pesimistas expectativas cuando llegaba, solían ser llevadas a un aparte para oír la siguiente opinión: «No se preocupe. Todavía le quedan varias semanas». Estaba muy bien que el médico fueran tan optimista, pero las enfermeras creían que se equivocaba. El médico no solía equivocarse. Sabía que a las personas, por mucho que sufran, les gusta vivir y quieren seguir viviendo. Se toman una de las pastillas del médico que les ayudará a pasar la noche, pero no están dispuestos a tomar más de las necesarias para traspasar el umbral de un mundo del que nada saben.

Mr. Rafiel. Ésa era la persona en la que pensaba miss Marple mientras miraba sin ver el jardín. ¿Mr. Rafiel? Ahora comenzaba a sentir que estaba más cerca de comprender la tarea que tenía por delante, el proyecto sugerido. Mr. Rafiel era un hombre que hacía planes. Los hacía de la misma manera que planeaba los tratos financieros y las compras de empresas. Cherry había dicho que él tenía un problema. Cuando Cherry tenía un problema, casi siempre se lo consultaba a miss Marple.

Éste era un problema que Mr. Rafiel no había podido resolver por sus propios medios, cosa que sin duda le habría disgustado mucho, se dijo miss Marple, porque por lo general él se encargaba de solucionar sus propios problemas e insistía en hacerlo. Pero estaba a punto de morir. Podía arreglar sus asuntos financieros, comunicarse con abogados, empleados, amigos y conocidos, pero había algo que no había podido arreglar: un problema pendiente de solución, un problema que quería resolver, un proyecto que quería culminar y, aparentemente, se trataba de algo que no se podía resolver por medio de las finanzas, los tratos comerciales o la ayuda de abogados.

«Entonces se acordó de mí», pensó miss Marple.

No dejaba de sorprenderla, y mucho. Sin embargo, ahora que lo analizaba de esta manera, la carta había sido muy explícita. Había afirmado que ella estaba capacitada para hacer algo. Tenía que ser algo relacionado con un crimen. Aparte de esto, Mr. Rafiel sólo sabía que ella era aficionada a la jardinería. No podía ser que él deseara que resolviera un problema de jardinería, pero sí podía aspirar a que resolviera algo vinculado con el crimen. Un asesinato en las Antillas y asesinatos en su pueblo.

¿Un asesinato? ¿Dónde?

Mr. Rafiel se había encargado de los preparativos. Primero, con los abogados que habían hecho su parte. Después del plazo indicado, le habían enviado la carta. Había sido una carta muy ponderada. Desde luego, podría haber sido más sencilla, diciéndole exactamente qué quería él que hiciera y por qué lo quería. Hasta cierto punto estaba sorprendida de que él no hubiera mandado a buscarla y, luego, desde su lecho de muerte, insistido en que ella aceptara su propuesta. Pero no, ésa no era la manera de actuar de Mr. Rafiel. Podía ser prepotente como nadie, pero éste no era un caso de prepotencia, y estaba segura de que él no quería rogarle o pedirle por favor que enmendara una injusticia. No, ése no hubiese sido el estilo de Mr. Rafiel. Quería, como había hecho toda su vida, pagar por lo que pedía. Quería pagarle y, por consiguiente, había querido provocar su interés para que disfrutara haciendo un determinado trabajo. El pago ofrecido era un cebo para provocar su curiosidad y lo había conseguido. No creía que se hubiera dicho a él mismo: «Ofrécele una buena cantidad y la cogerá al vuelo» porque, como ella misma sabía muy bien, disponer de esa suma podía estar muy bien, pero ella no andaba necesitada de dinero. Tenía a su querido y afectuoso sobrino quien, si ella necesitaba una cantidad para sus gastos, para reparar la casa, para una visita a un especialista o para lo que fuera, siempre estaba dispuesto a dársela. No. La suma ofrecida debía ser excitante de la misma manera que es excitante cuando tienes un billete de lotería. Era una cantidad que no se podía conseguir por otro medio que no fuera el azar.

Pero, de todas maneras, también necesitaría un poco de suerte, además de trabajo duro. Tendría que pensar mucho y, posiblemente, lo que haría implicaría un cierto peligro. Claro que ella tendría que descubrir por su cuenta de qué se trataba, porque él no iba a decírselo. ¿Quizá porque no quería influenciarla? Es difícil decirle algo a alguien sin introducir nuestro punto de vista. Bien podría ser que Mr. Rafiel considerara que su punto de vista era erróneo. No era algo habitual en él, pero sí entraba en lo posible. Tal vez hubiera sospechado que su buen juicio estaba alterado por su enfermedad. Por tanto, ella, su agente, su empleada, debería llegar a sus propias conclusiones. Bien, ya era hora de que sacara unas cuantas conclusiones. En otras palabras, de vuelta otra vez a la vieja pregunta: ¿de qué se trataba todo esto?

La había dirigido, eso en primer lugar, la había dirigido un hombre que ahora estaba muerto. La había sacado de St. Mary Mead. Por consiguiente, la tarea, la que fuera, no podía ser realizada desde allí. No se trataba de un problema local, no era algo que se pudiera resolver sólo con mirar recortes de periódico o por medio de preguntas, porque primero debía saber qué preguntar. La había dirigido primero al despacho de un abogado; luego le había hecho leer dos cartas en su casa para después subirla a un autocar como pasajera de un viaje organizado por Casas y Jardines Famosos de la Gran Bretaña. Ahora había pasado al siguiente peldaño. Una vieja mansión en Jocelyn St. Mary, donde vivían miss Clotilde y miss Anthea Bradbury-Scott y Mrs. Glynne. Mr. Rafiel lo había arreglado unas semanas antes de su muerte. Probablemente fue lo primero que hizo después de dar instrucciones a sus abogados y de pagarle el viaje. Lo lógico era suponer que se encontraba en esta casa por algún motivo. Tal vez sólo por dos noches, pero podían ser más. Quizás hubiera ciertas cosas dispuestas de un modo que le llevarían a quedarse más o le pedirían que se quedara más. Todo esto la traía otra vez a donde estaba ahora.

Mrs. Glynne y sus dos hermanas. Tenían que estar implicadas en lo que fuera. Tenía que descubrirlo, pero disponía de poco tiempo. Ésa era la única pega. Miss Marple no dudaba de su capacidad para descubrir cosas. Era una de esas viejas de las que la gente espera que charle continuamente, que haga preguntas y se comporte como una auténtica cotilla. Podría hablar de su infancia y eso llevaría a que las hermanas hablaran de las suyas. Podría hablar de comidas, de criadas, de hijas, primas y demás parientes, de viajes, bodas, nacimientos y también muertes. No debería aparecer ningún interés especial en su mirada cuando oyera hablar de una muerte. Nunca. Debería asegurarse de dar casi automáticamente una respuesta adecuada que podía ser: «¡Oh, que triste!» Tendría que descubrir las relaciones, los incidentes, las historias personales, ver si surgía algo sugerente. Podría tratarse de incidentes en el vecindario, sin una relación directa con esas tres personas. Algo que conocieran, algo que comentaran o que estuvieran dispuestas a comentar. Aquí tenía que encontrar algo, alguna pista, una indicación. En cuarenta y ocho horas tendría que volver con el grupo, a menos que en ese tiempo surgiera un motivo para no reintegrarse a la excursión. Pensó en los viajeros y en el autocar. Bien podría ser que lo que buscaba estuviera en el autocar, pero volvería a estar allí en el viaje de regreso. Una persona, varias personas, algunas inocentes y otras no tanto, alguna historia lejana. Frunció el entrecejo, intentando recordar una cosa, algo que había pasado por su mente y que le había hecho pensar: «Estoy segura de que...» ¿De qué había estado segura?

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