Authors: Agatha Christie
—¿O sea que usted tampoco me dirá nada? —El tono de miss Marple reflejó su enfado—. ¡Ya está bien! ¡Todo tiene un límite!
—Sí —El profesor sonrió—. Estoy de acuerdo con usted. Debemos acabar con algunos de esos límites. Le explicaré ciertos hechos que le aclararán muchas cosas. Confío en que usted haga lo mismo y me hable de ciertos hechos.
—Lo dudo —replicó miss Marple—. Tal vez pueda explicarle algunas ideas vagas, pero que no son hechos.
—Por lo tanto... —Wanstead hizo una pausa.
—Por amor de Dios, cuénteme algo —rogó miss Marple.
—No voy a contarle una historia muy larga. Le explicaré de la forma más sencilla posible cómo llegué a este asunto. De vez en cuando, actuó como consejero privado del Ministerio del Interior. También estoy en contacto con ciertas instituciones. Hay algunas instituciones que, cuando ocurre un crimen, proporcionan alojamiento y comida para ciertos tipos de criminales que han sido considerados culpables de ciertos actos. Permanecen allí en una situación que se llama oficialmente «a disposición de Su Majestad», algunas veces durante un período determinado y en relación directa con la edad. Si están por debajo de cierta edad, se les aloja en algún lugar de detención específico. Supongo que usted me comprende.
—Sí, le entiendo perfectamente.
—Por lo general, se me consulta a menudo después de cometido el crimen, para opinar en materias como el tratamiento, las posibilidades del caso, el diagnóstico favorable o desfavorable, y otras varias cosas que no es necesario citar. Pero, de vez en cuando, también me consulta el director responsable de una de esas instituciones por algún motivo particular. En este caso, recibí un aviso de cierto departamento a través del Ministerio del Interior y fui a visitar a cierto director, exactamente, al alcaide responsable de los prisioneros, los pacientes o como usted quiera llamarlos. Por cierto que esa persona era amiga mía, un amigo de hacía muchos años, aunque no íntimo. Acudí a la institución, y el alcaide me expuso sus preocupaciones. Se referían a un interno en particular. No estaba satisfecho con el interno. Tenía algunas dudas. Era el caso de un hombre joven o que había sido joven, de hecho poco más que un adolescente, cuando llegó allí. Ahora ya hacía unos cuantos años. A medida que pasaba el tiempo y después de que el nuevo alcaide se instalara allí (no era el alcaide cuando llegó el prisionero), comenzó a preocuparse no porque fuera un profesional, aunque era un hombre con mucha experiencia en el trato con pacientes criminales y prisioneros. Para decirlo sin rodeos, se trataba de un muchacho que no había sido muy buena pieza desde que era niño. Puede usted llamarlo como quiera: delincuente juvenil, gamberro, una mala pieza, una persona con la responsabilidad disminuida. Hay muchos términos. Algunos encajan, otros no, y hay unos cuantos que no significan nada. Estaba muy claro que pertenecía al tipo criminal. Había pertenecido a bandas, había robado, defraudado y estafado, había atacado a personas. De hecho, era la clase de hijo que desespera a sus padres.
—Comprendo.
—¿Qué es lo que comprende, miss Marple?
—Que está usted hablando del hijo de Mr. Rafiel.
—Tiene usted razón. Hablo del hijo de Mr. Rafiel. ¿Qué sabe usted del joven?
—Nada. Sólo que oí mencionar, y fue justamente ayer, que Mr. Rafiel tenía un hijo que era un delincuente o una mala pieza, si quiere decirlo con palabras más suaves. Un hijo con antecedentes criminales. ¿Era el único hijo de Mr. Rafiel?
—No, era su único hijo varón. Mr. Rafiel también tenía dos hijas. Una murió cuando tenía catorce años y la mayor se casó pero no tuvo hijos.
—Algo muy triste para Mr. Rafiel.
—Quizá. Nunca se sabe —opinó el profesor Wanstead—. Su esposa murió joven y creo que su muerte le apenó muchísimo, aunque nunca quiso demostrarlo. No sé si quería a sus hijos. Los mantenía, les dio todo lo posible. Hizo todo lo que pudo por su hijo, pero no sé cuáles eran sus sentimientos. No era un hombre fácil de entender. Creo que toda su vida y su interés estaban centrados en hacer dinero. Era lo único que le interesaba, como a todos los grandes financieros. No el dinero por el dinero.
«Creo que hizo todo lo posible por su hijo. Lo sacó de líos en la escuela, contrató a los mejores abogados para que lo defendieran en los juicios, pero después llegó el golpe final, quizá presagiado por los acontecimientos anteriores. El joven fue acusado de asalto a una joven. El jurado lo encontró culpable de los cargos de asalto y violación, y pasó un tiempo en la cárcel, pero la pena impuesta fue menor debido a su edad. Sin embargo, más tarde volvieron a acusarle de un delito mucho más grave.
—Asesinó a una muchacha, ¿no es así? ¿Es correcto? Es lo que he oído comentar.
—Engatusó a una muchacha para llevársela de su casa. Pasó algún tiempo antes de que encontraran el cadáver. La habían estrangulado y, después, le destrozaron el rostro y la cabeza con una piedra, aparentemente para impedir la identificación.
—Algo muy poco agradable —manifestó miss Marple con un tono muy compuesto.
El profesor Wanstead la observó durante unos segundos.
—¿Usted lo describe de esa manera?
—Es lo que me parece. No me gustan esas cosas. Nunca me han gustado. Si espera usted que sienta compasión, pesar, que lo atribuya a una infancia desgraciada, a las malas compañías, que llore por ese joven asesino, se equivoca. No me gustan las personas malvadas que hacen cosas malvadas.
—Me alegra saberlo. No se imagina usted lo que tengo que aguantar en mi profesión. Todas esas tonterías de personas que lloran y se lamentan atribuyéndolo todo a algún episodio infeliz del pasado. Si supieran que hay muchísimas personas que han tenido infancias difíciles, que han vivido en hogares desgraciados, que han tenido que soportar toda clase de penurias y, sin embargo, han sabido salir adelante y son personas honestas, no se sentirían tan dispuestos a defender ese punto de vista. Debemos compadecernos de esos desgraciados, sí, debemos compadecerlos por los genes con los que han nacido y sobre los que no tienen control, pero yo los compadezco de la misma manera que me compadezco de los epilépticos. No sé si usted sabe lo que son los genes...
—Tengo una idea como todo el mundo en estos tiempos. Claro que no tengo ningún conocimiento técnico ni químico.
—El alcaide, un hombre con mucha experiencia, me explicó exactamente sus razones para solicitar mi opinión. Cada vez estaba más convencido de que el prisionero no era un asesino. No creía que fuera del tipo asesino, no era como ninguno de los asesinos que conocía. Opinaba que el muchacho pertenecía al tipo de criminales que nunca se reforman, que son inmunes a cualquier tratamiento y que no hay nada en el mundo que se pueda hacer, pero al mismo tiempo estaba cada vez más seguro de que el veredicto era erróneo. No creía que el muchacho asesinara a la chica, que primero la estrangulara y después le machacara el rostro y la cabeza con una piedra antes de echar el cadáver a una zanja. Le resultaba imposible creerlo por muchas vueltas que le diera. Estudió los antecedentes del caso, que parecían demostrar la culpabilidad del reo. El muchacho conocía a la chica, los habían visto juntos en diversas ocasiones antes del crimen. Todo indicaba que habían mantenido relaciones sexuales. Habían visto su coche cerca de la escena del crimen. También le habían visto a él y lo habían reconocido. Un caso sin aparentes cabos sueltos, pero mi amigo no estaba satisfecho. Era un hombre amante de la justicia. Necesitaba una segunda opinión. No le hacía falta la opinión de la policía, sino la de un médico. Ése era mi terreno, dijo, mi especialidad. Quería que fuera a ver al joven, que hablara con él, que hiciera una valoración profesional y después le diera mi opinión.
—Muy interesante —señaló miss Marple—. Sí, yo diría que es muy interesante. Después de todo, su amigo, me refiero al alcaide, era un hombre de experiencia, un hombre que amaba la justicia. Era un hombre al que estaba usted dispuesto a escuchar. Por lo tanto, deduzco que le escuchó.
—Sí, me sentía muy interesado. Vi al sujeto, mantuvimos varias conversaciones. Le hablé de las posibilidades de una revocación de la sentencia, de buscar a un abogado. Me acerqué a él como un amigo pero también como un enemigo para así poder observar sus reacciones. Le sometí a varias pruebas psicológicas tal como se acostumbra en estos tiempos.
—¿Cuál fue la conclusión?
—Me convencí de que mi amigo tenía razón. Michael Rafiel no era un asesino.
—¿Qué me dice del caso que mencionó antes?
—Eso influyó en su contra, por supuesto. No con el jurado, porque no se enteraron hasta dar su veredicto, pero si en la mente del juez. Era un punto negativo, pero realicé algunas investigaciones por mi cuenta. Había atacado a una chica, era posible que la violara, pero no había intentado estrangularla y, en mi opinión, basada en los numerosos casos que me ha tocado atender, distaba mucho de ser una violación. Debe usted tener presente que las muchachas están ahora mucho más dispuestas a que las violen. Las madres insisten, muy a menudo, en que lo llamen violación. La chica del caso había tenido varios amigos que habían ido más allá de la pura amistad. No creo que eso contara mucho para la acusación. En cuanto al asesinato, porque no hay duda de que fue un asesinato, le aseguro que los resultados de las múltiples pruebas no concordaban con las características del crimen.
—Entonces, ¿qué hizo usted?
—Me puse en contacto con Mr. Rafiel. Le dije que deseaba mantener una entrevista con él para hablar sobre un tema relacionado con su hijo. Fui a verlo. Le expliqué lo que creía, lo que creía el alcaide, que, por el momento, no teníamos pruebas, nada que nos permitiera apelar, pero que sin duda se había cometido un grave error judicial. Comenté la posibilidad de iniciar una investigación que costaría mucho dinero, pero que podía sacar a la luz ciertos hechos dignos de ser expuestos ante el Ministerio del Interior. El éxito no estaba asegurado. Siempre se puede encontrar algo si se busca a fondo. La investigación representaría un gasto considerable pero asumible para un hombre de su posición. Ya me había dado cuenta de que era un hombre muy enfermo. Él mismo me lo dijo. Me comentó que llevaba un par de años esperando morir en cualquier momento. Los médicos se lo habían vaticinado. Le pregunté qué sentía por su hijo.
—¿Qué sentía?
—Ah, le interesa saberlo. A mí también me interesó. Creo que fue muy sincero conmigo aunque me pareció...
—¿... algo despiadado? —intercaló miss Marple.
—Sí, esa es la palabra correcta. Era un hombre despiadado, pero también justo y sincero. Me dijo: «Siempre he sabido cómo es mi hijo. No he intentado cambiarlo porque no creo que nadie pueda cambiarlo. Él es así. Una persona deshonesta, un malhechor. Siempre andará metido en problemas. Nada ni nadie conseguirá que siga el camino recto, no me cabe la menor duda. En cierto sentido, me he lavado las manos, aunque no quiero decir legalmente. Siempre ha tenido dinero si lo ha pedido. Le he facilitado toda la asistencia posible cada vez que ha tenido problemas. He hecho lo mismo que hubiera hecho cualquier padre con un hijo enfermo. ¿Qué puedo hacer ahora?», me preguntó. Le respondí que eso dependía de su voluntad. Me dijo: «Eso está muy claro. Quiero verlo reivindicado, que salga de la cárcel. Quiero verlo libre para que viva lo mejor que pueda. Si se vuelve a meter en líos es cosa suya. Le dejaré dinero, haré por él todo lo que pueda. No quiero verle sufrir, que esté pagando por algo que no hizo. Si alguien mató a aquella muchacha, quiero que se descubra quién fue. Quiero que se le haga justicia. Pero soy un hombre enfermo. Lo que me queda de vida se cuenta por semanas.»
»Le hablé de la posibilidad de contratar nuevos abogados, pero me interrumpió. «Sus abogados no le servirán de nada. Me ocuparé del asunto hasta donde pueda en el poco tiempo que me quede». Me ofreció una suma considerable para que me hiciera cargo de la investigación y que no reparara en gastos para conseguir mis fines. «Yo no puedo hacer nada personalmente —añadió—. Puedo morir en cualquier momento. Lo dejo todo en sus manos, y buscaré a cierta persona para que le ayude.» Escribió un nombre: miss Jane Marple. «No le daré la dirección. Quiero que se conozcan en unas circunstancias determinadas». Después me habló de este viaje, un recorrido por casas y jardines famosos. Él se encargaría de las reservas. «Miss Marple será una de las viajeras. Usted la conocerá allí de una manera casual.»
»Yo debía escoger el momento para darme a conocer. Usted ya me ha preguntado si mi amigo o yo teníamos razones para sospechar que el asesino fuera otra persona. El alcaide no sugirió nada por el estilo, e incluso había hablado con el superintendente que investigó el caso, un hombre de mucha experiencia».
—¿No se sugirió ningún otro hombre? ¿Algún amigo de la chica? ¿Algún antiguo novio resentido?
—No hubo ninguna mención. Le pedí a Mr. Rafiel que me hablara un poco más de usted. No quiso hacerlo. Me dijo que era usted una persona mayor que conocía bien a las personas. También me dijo otra cosa —El profesor hizo una pausa.
—¿Qué otra cosa? Siento una curiosidad natural. La verdad es que no sé cuáles son mis virtudes. Estoy un poco sorda, no veo bien. En realidad, no sé que ventajas puedo ofrecer más allá de que soy una vieja de esas que antes llamaban «vieja cotilla». No lo niego. ¿Fue eso lo que dijo?
—No. Según me dijo, usted tenía un instinto para reconocer el mal.
—Vaya —exclamó miss Marple.
—¿No diría usted que es cierto?
La anciana tardó bastante en dar su respuesta.
—Quizá sí, es probable. En más de una ocasión he tenido miedo, me he dado cuenta de la presencia del mal cerca de mí, de que alguien perverso estaba cerca y que tenía relación con lo que estaba ocurriendo —Miss Marple miró al profesor y sonrió—. Es como haber nacido con un sentido del olfato muy desarrollado. Puedes oler una fuga de gas cuando nadie más puede hacerlo, o eres capaz de distinguir un perfume de otro sin problemas. Recuerdo a una tía que, por lo visto, era capaz de saber que una persona mentía por el olor. Afirmaba que percibía un olor muy característico. Según ella, fruncían la nariz y entonces se notaba el olor. No sé si era verdad o no, pero acertó en más de una ocasión. Una vez le dijo a mi tío: «Jack, no contrates al joven con quien estuviste hablando esta mañana. No te dijo más que una sarta de mentiras», cosa que resultó muy cierta.