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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (7 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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Alicia no tuvo ni siquiera un momento para pensar en detenerse cuando se encontró cayendo por un pozo muy profundo… «¡Vaya! —pensó Alicia para sí—. Después de una caída como ésta, ¡caerse por las escaleras no es nada!…». Cayendo, cayendo, cayendo. ¿Terminará la caída en algún momento?

Algunos investigadores incluso piensan que debe de existir una relación entre la epilepsia y la creatividad. La escritora Eve Laplante así lo afirma en su libro
Seized: Temporal Lobe Epilepsy as a Medical, Historical and Artistic Phenomenom
. En él ofrece el famoso caso del pintor Vincent van Gogh, que sufrió graves crisis que le dejaban deprimido, confuso y agitado. A pesar de su enfermedad, Van Gogh pintó cientos de acuarelas, óleos y dibujos.

A los ocho años de edad y durante varios meses escribí de manera compulsiva en resmas de papel continuo de impresora, a menudo durante horas, llenando hojas y hojas con palabras escritas muy apretadas. Mis padres tenían que comprar enormes rollos de papel para que pudiese seguir escribiendo. Mi letra era diminuta —una de las profesoras se quejó de que tuvo que comprarse unas gafas nuevas para poder leer mis deberes—, a resultas de mi miedo a quedarme sin papel en el que escribir.

Las historias que escribía, por lo que puedo recordar, incluían unas descripciones muy densas. Podía dedicar toda una página a describir los diversos detalles de un único lugar, sus colores, formas y texturas. No había diálogos, ni emociones. En lugar de ello, escribía sobre largos túneles entretejidos a gran profundidad bajo vastos y relucientes océanos, sobre grutas de rocas y torres que se elevaban hasta alcanzar el cielo. No tenía que pensar en lo que escribía; las palabras parecían fluir desde mi cabeza. Incluso sin ninguna planificación consciente por mi parte, las historias siempre resultaban comprensibles. Cuando le mostré una a mi profesora, le gustó lo suficiente para leer algunos fragmentos en voz alta para el resto de la clase. Mi compulsión por escribir no tardó en desaparecer, con la misma inmediatez con la que apareció. No obstante, me dejó con una fascinación permanente por las palabras y el lenguaje. Algo que me ha sido de gran utilidad desde entonces.

Cada vez son más las personas que viven con epilepsia y que pueden llevar vidas sin crisis, gracias a los avances de la medicina y la tecnología. El estigma que antaño iba asociado con aquellos a quienes se les diagnosticaban enfermedades como epilepsia (y autismo) está desapareciendo rápidamente. A pesar de ello, los trastornos que afectan al cerebro siguen siendo malinterpretados por mucha gente. A los padres de niños que les hayan diagnosticado epilepsia les diría que se informasen todo lo posible acerca de esta dolencia. Y lo más importante de todo, que ofrezcan a su hijo la autoconfianza necesaria para que pueda persistir en sus sueños, porque los sueños dan forma al futuro de cada persona.

4
La época escolar

El colegio empezó para mí en septiembre de 1984, justo cuando mi hermano Lee empezó a ir a la guardería. Mi padre me acompañaba a clase por las mañanas, a veces con cierta impaciencia porque yo andaba despacio y no dejaba de detenerme para recoger piedras que sostenía entre los dedos. Mi profesora, la señora Lemon, era una mujer alta y delgada, de cabello oscuro y corto. Me gustaba su nombre porque siempre que lo escuchaba me imaginaba inmediatamente la forma y el color de un limón. «Lemon» fue una de las primeras palabras que aprendí a escribir.

En la entrada, junto a las puertas del colegio, había un guardarropa donde los niños podían guardar sus abrigos antes de entrar en clase. A mí no me gustaba usarlo porque sólo había un ventanuco alto en la pared y la habitación siempre estaba oscura. También me aterraba la posibilidad de perder mi abrigo entre todos los demás, o de tomar uno que se pareciese al mío y llevármelo a casa. Me asustaba tanto esa posibilidad que empecé a contar los colgadores para saber en cuál de ellos se había quedado mi abrigo. Si llegaba al guardarropa y veía que mi colgador estaba ocupado, me daba rabia y me asustaba. Recuerdo que una vez entré en clase con el abrigo todavía puesto porque en mi colgador estaba el de otro niño, aunque había montones de colgadores libres en los que hubiese podido dejarlo.

El aula era rectangular y se accedía a ella por la derecha. En el interior había hileras e hileras de cajones para que los niños metiesen sus lápices y papeles, cada uno de ellos con una etiqueta con el nombre completo del alumno. A cada uno le daban una carpeta de plástico que también llevaba una etiqueta con el nombre, pegada en la esquina superior izquierda. La carpeta tenía una cremallera de color en la parte superior para abrirla y cerrarla. Nos dijeron que guardásemos nuestros libros de lectura y los cuadernos de los deberes en su interior. Utilicé la mía con un cuidado un tanto quisquilloso, acordándome siempre de meter mis libros una vez que acababa de usarlos.

Mi pupitre estaba en la parte de atrás del aula, junto a la ventana, que estaba enlucida con papel de colores y dibujos de los alumnos, y desde la que podía mirar a los demás niños de la clase sin tener que establecer contacto ocular con ninguno de ellos. No recuerdo los nombres ni los rostros de ninguno de mis compañeros de clase en los primeros años de colegio. Siempre los consideré como algo con lo que tenía que lidiar y conformarme, en lugar de individuos a los que conocer y con los que jugar.

Solía juntar las manos a la altura del pecho cuando me levantaba o andaba por la clase. A veces cerraba los dedos, y luego estiraba uno u otro y me quedaba así, con uno o más señalando hacia el techo de la clase. En una ocasión estiré el dedo corazón y me sorprendí cuando se me acercó un chico y me dijo que estaba siendo soez. «¿Cómo puede ser soez un dedo?», pregunté, pero en lugar de contestarme, el chico llamó al profesor, que inmediatamente me expulsó por comportamiento grosero.

Las reuniones de la mañana fueron algo que acabó gustándome de verdad. Eran predecibles, tenían lugar cada mañana a la misma hora. La profesora nos pedía que nos pusiéramos en pie y que formásemos filas fuera de clase en orden alfabético, para luego caminar, manteniendo la fila, hasta la sala de actos. Una vez en su interior, los niños de las otras clases se sentaban en silencio en hileras derechas mientras pasábamos nosotros, antes de que nos ordenasen sentarnos tras los demás. La intensa sensación de orden y rutina me calmaba, y solía sentarme en el suelo del pasillo, con los ojos cerrados, balanceándome suavemente y canturreando para mí mismo, algo que solía hacer cuando me sentía relajado y contento.

Mi momento favorito en todas las reuniones era cuando se cantaban himnos:
El tiene el mundo entero en sus manos
y
Crecen la avena, los guisantes, las judías y la cebada
eran mis preferidos. Cerraba los ojos y escuchaba atentamente al resto de los niños cantar juntos, con las notas fundiéndose hasta conformar un ritmo fluido y regular, que resultaba tranquilizador. La música siempre me hacía sentir en paz y feliz interiormente. La hora de las reuniones era el momento culminante de mi jornada escolar.

Con mis primeras Navidades escolares llegó la tradicional función de Navidad. A mí me dieron el papel de uno de los pastorcillos. Me quedé petrificado al pensar que debía aparecer frente a todo el colegio —todos los niños, profesores y padres— y me angustié mucho, negándome a probarme la ropa de pastor o a hablar con la profesora. Finalmente, intervino mi madre y me sobornó con caramelos a cambio de mi participación. Me pasé todo el rato mirando el suelo del escenario, pero eso no impidió que mis padres me dijesen después lo orgullosos que se habían sentido. Tras la función no me quería quitar el traje, por lo que mis padres convencieron a la profesora para que nos lo dejase durante las vacaciones navideñas. Esa noche y todas las demás hasta Año Nuevo dormí con mi ropa de pastor, incluido el sombrero.

Aprender en clase no me resultaba fácil. Tenía dificultad para concentrarme cuando otros niños hablaban de sí mismos o cuando alguien andaba o corría por los pasillos. Me resultaba muy difícil filtrar el ruido externo y solía taparme los oídos con los dedos para poder concentrarme. Mi hermano Steven tiene el mismo problema y utiliza tapones siempre que quiere leer o pensar.

Al escribir estudiaba minuciosamente cada letra, cada palabra y punto y aparte. Si veía un borrón o un error lo borraba todo y empezaba de nuevo. Esa vena perfeccionista implicaba que a veces trabajaba a la velocidad de un caracol, acabando las lecciones en un estado cercano al agotamiento, y los resultados dejaban mucho que desear. A pesar de ello, nunca me preocupó que la profesora pudiera considerarme perezoso o inútil, y nunca se me pasó por la cabeza lo que los demás niños pensasen al respecto. Por entonces no comprendía el concepto de aprender de tus propios errores.

Escribir siempre fue una lata. Algunas letras —la «g» y la «k» en particular— resultaban agotadoras porque simplemente no recordaba cómo escribirlas. Practicaba escribiendo líneas enteras de «ges» y «kas» en una hoja tras otra, pero sus rizos y «brazos» me resultaban difíciles, y pasó mucho tiempo antes de que pudiera escribirlas con confianza.

Andaba muy retrasado en escritura, y era incapaz de escribir palabras con las letras unidas entre sí. Si ya me resultaban difíciles las letras solas, no podía escribir de un solo trazo combinaciones como «gh» y «th». Incluso hoy en día sigo escribiendo la mayoría de las letras de una palabra de manera individual, una tras otra.

Una de las cosas que nos daban a todos en clase para que nos llevásemos a casa era una vieja lata llena de tiras de papel. Cada tira era una palabra distinta que había que practicar y cada semana había pruebas para comprobar las palabras aprendidas. Yo siempre saqué muy buenas notas en esos exámenes, porque podía visualizar todas las palabras en mi cabeza, basándome en la forma que tenían sus letras. Por ejemplo,
dog
(perro) está compuesta por tres círculos con una línea ascendente en la primera letra y un bucle descendente en la última. Lo cierto es que la palabra se parece bastante a un perro si imaginamos que la línea ascendente es la oreja y el bucle descendente la cola. De la misma manera, las dos «oes» en
look
(mirar) me recuerdan un par de ojos. Los palíndromos —las palabras que se leen igual de izquierda a derecha y de derecha a izquierda— como
mum
(mamá) y
noon
(mediodía) me parecían especialmente bonitos y eran de mis favoritos.

En la época en que empecé a ir al colegio me encantaban los cuentos de hadas y desarrollé una enorme fascinación por ellos. Las historias y las detalladas ilustraciones de los libros llenaban mi cabeza con vívidas imágenes mentales de poblaciones inundadas de gachas de avena y de princesas durmiendo en un lecho de cien colchones de altura (con un único guisante debajo). Uno de mis cuentos favoritos era
Rumpelstiltskin
, de los hermanos Grimm. Me encantaba escuchar a mis padres a la hora de acostarme, leyendo los exóticos nombres imaginados por la reina para aquel hombrecillo: Gaspar, Melchor, Baltasar, Sheepshanks, Cruickshanks, Spindleshanks…

Otro cuento que me afectó mucho fue
La sopa de piedra
. En él hay un soldado que llega a un pueblo y pide comida y alojamiento. Los aldeanos, codiciosos y temerosos, no le dan nada, por lo que el soldado declara que les preparará sopa de piedras con únicamente un caldero, agua y una piedra. Los aldeanos se arremolinan alrededor del soldado mientras éste empieza a cocinar su plato, relamiéndose con sólo pensar en ello. «Claro que la sopa de piedra con col es difícil de superar», se dijo el soldado para sí mismo en voz alta. Uno de los aldeanos se acercó y metió una de sus coles en el puchero. Luego el soldado añadió: «Una vez que prepare la sopa de piedra con col y un poco de carne curada, ¡será digna de un rey!». Y claro, uno de los lugareños llevó algo de carne curada, y uno a uno los demás aldeanos fueron proporcionándole patatas, cebollas, zanahorias, setas y demás, hasta que estuvo lista una deliciosa comida para todo el pueblo. Ese cuento me asombró en esa época porque carecía del concepto del engaño y no comprendía que el soldado fingía preparar sopa de piedra a fin de conseguir que los aldeanos contribuyesen con comida de verdad. Sólo al cabo de muchos años acabé por entender de qué trataba el cuento.

Pero algunas fantasías me asustaban mucho. Una vez a la semana traían un televisor a clase para que viésemos un programa educativo.
Mira y lee
fue una popular serie televisiva infantil de la
BBC
, y uno de los programas más visto fue
Torres Oscuras
, en el que aparecía una niña que, junto con su perro, intentaba hallar un tesoro escondido en una extraña y vieja casa llamada Torres Oscuras. La serie estuvo en antena diez semanas.

En el primer episodio, la chica —Tracy— descubre Torres Oscuras y se entera de que está encantada. Al final del episodio el retrato de un familiar empieza a moverse y la habitación se torna muy fría. Tracy oye una voz que le dice que la casa está en peligro y que ella debe ayudar a salvarla. Recuerdo que veía el programa en silencio con el resto de la clase, balanceando las piernas juntas por debajo de la silla. No sentí ningún tipo de emoción hasta el final, y luego, de repente, fue como si se encendiese un interruptor en mi cabeza y súbitamente me diese cuenta de que estaba asustado. Sintiéndome agitado, salí corriendo de clase, negándome a regresar hasta que se llevaron el televisor. Al volver a pensar en ello, entiendo que los demás niños se burlasen de mí y me llamasen «bebé llorón». Tenía casi siete años y ninguno de los demás niños de clase se alteró ni se asustó a causa del programa. Como consecuencia, cada semana me llevaban al despacho del director y me dejaban sentado esperando mientras el resto de la clase miraba el siguiente capítulo de la serie. El director tenía un pequeño televisor en su oficina y recuerdo estar mirando carreras de coches. Los automóviles daban vueltas muy rápidas al circuito; al menos era un programa que podía ver.

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