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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (5 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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Al estar sentado ahora y escribir sobre esos primeros años, me asombra pensar cuánto hicieron por mí, a pesar de lo poco que recibían a cambio. Escuchar los recuerdos de mis padres sobre mis primeros años se ha convertido en una experiencia mágica para mí. Igual que darme cuenta a posteriori de lo que se esforzaron por hacer de mí la persona que ahora soy. A pesar de mis numerosos problemas, de todas las lágrimas, los berrinches y demás dificultades, me amaron incondicionalmente y se dedicaron a ayudarme, poco a poco, a diario. Son mis héroes.

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Golpeado por un rayo: la epilepsia

Cuando sucedió me hallaba sentado en el suelo de la sala de estar. Tenía cuatro años y estaba sentado con mi hermano Lee, mientras mi padre preparaba la cena en la cocina. A esa edad solía tener momentos en que me sentía totalmente desconectado, períodos de total absorción, como cuando estudiaba concentradamente las líneas de las palmas de mis manos u observaba cómo cambiaba mi sombra según me inclinaba hacia delante o hacia atrás, realizando lentos movimientos rítmicos. Pero sucedió algo más, una experiencia distinta de las demás, como si la habitación en la que me hallaba se alejase de mí en todas direcciones, sus luces se fuesen desvaneciendo, y el propio fluir del tiempo se coagulase y se estirase, convirtiéndose en un único momento perdurable. Entonces no lo sabía ni tenía manera de haberlo sabido, pero estaba sufriendo una crisis epiléptica de grandes proporciones.

La epilepsia es una de las afecciones cerebrales más comunes. En Gran Bretaña hay 300 000 personas que sufren alguna forma de epilepsia. Los ataques son el resultado de breves perturbaciones eléctricas en el cerebro. Se sabe muy poco acerca de por qué suceden o cómo empiezan y acaban. No se conoce la causa aparente, pero los médicos creen que la epilepsia podría deberse a un problema entre los enlaces de las células nerviosas o en el equilibrio químico del cerebro.

En los días anteriores a la crisis mi padre se había fijado en que mis ojos parpadeaban mucho, en que tenía los brazos tensos y en que me quedaba en el sofá con la vista fija mirando la televisión. Se preocupó y llamó al médico, que vino a examinarme. Hacía calor y humedad, y el doctor sugirió que era posible que hubiese sufrido un «ataque». Aconsejó a mi padre que permaneciese atento y que le informase de inmediato de cualquier episodio parecido.

Tuve mucha suerte de que mi hermano estuviese conmigo cuando sufrí la segunda crisis. Tuve convulsiones y perdí el conocimiento. Mi padre, al oír llorar a mi hermano, llegó corriendo para saber qué estaba ocurriendo. Actuando por instinto, me tomó cuidadosamente en sus brazos y salió corriendo de casa hasta una parada de taxis cercana. Se subió al primero de ellos y le rogó al taxista que le condujese hasta el hospital más cercano —St. George— lo más rápidamente posible. Mientras el taxi pasaba zumbando por las calles, lo único que pudo hacer mi padre fue mantenerme muy abrazado y rezar.

Salió corriendo y sudando del taxi para entrar en la sala de pediatría. Yo no había recuperado el conocimiento y la crisis continuaba desarrollando su actividad; me hallaba en una situación conocida como estatus epiléptico. La enfermera de la recepción me tomó de los brazos de mi padre y llamó a los médicos, que me administraron una inyección de Valium para ayudar a estabilizar mi estado. No respiraba y mi piel empezó a adquirir un tinte azulado, por lo que los médicos llevaron a cabo una resucitación cardiopulmonar para revivirme. Una hora después de la crisis mi estado empezó finalmente a ser normal. Agotado por la experiencia, mi padre empezó a llorar de alivio al enterarse de la evolución favorable. Su rápida reacción me salvó la vida.

Me diagnosticaron epilepsia lóbulo-temporal. Los lóbulos temporales están situados en el lateral de la cabeza, sobre las orejas. Participan en los dispositivos sensoriales, la memoria, el oído y la percepción, y las crisis que tienen lugar en esa zona del cerebro pueden incapacitar la función memorística y afectar la personalidad.

El predominio de la epilepsia entre quienes se encuentran en el espectro autístico es más elevado que entre la población normal. Una tercera parte de los niños con un trastorno autista desarrolla epilepsia lóbulo-temporal hacia la adolescencia. Por dicha razón se considera que ambas dolencias podrían tener una causa común en la estructura cerebral o en la genética subyacente.

Como parte del diagnóstico me hicieron pasar una prueba llamada electroencefalograma (
EEG
). En un
EEG
se colocan electrodos por el cuero cabelludo para medir la actividad eléctrica del cerebro y para comprobar cualquier anormalidad en las ondas cerebrales. Recuerdo a los técnicos poniéndome los electrodos —pequeños botones circulares de metal— en diferentes partes de la cabeza y pegándolos para que no se moviesen. Cada vez que me ponían uno hacía una mueca de dolor porque no me gustaba la sensación de que alguien me tocase la cabeza.

También pasé por una resonancia magnética (
RM
) cerebral. La
RM
utiliza un potente magnetizador, ondas de radiofrecuencia y ordenadores a fin de generar imágenes detalladas del interior del cuerpo. Me sedaron antes de la prueba, probablemente porque el técnico no creía que pudiese aguantar el ruido de la máquina y la posible sensación de claustrofobia, una vez en el interior del aparato. Me recuerdo tendido en una especie de camilla blanca y reluciente que era empujada hacia el interior de un túnel estrecho para llevar a cabo la exploración, que duró una media hora. Me debí de dormir allí dentro, porque mi padre me despertó después de que sacasen la camilla del túnel. Y me dormí a pesar de que el aparato es muy ruidoso mientras toma las imágenes.

Permanecí varios días en el hospital y me hicieron diversos análisis. Mis padres se turnaron para permanecer conmigo día y noche. Temían que pudiera despertarme y tener miedo si no veía un rostro familiar a mi alrededor. La unidad en la que estuve tenía un suelo reluciente con multitud de arañazos pequeños, y la textura de las sábanas de mi cama era muy distinta de las de casa, picaban y eran menos suaves. Mis padres me daban zumo de naranja para beber y cuadernos para colorear, para que me entretuviese. Pero pasaba mucho tiempo dormido porque estaba muy cansado.

Los médicos les explicaron que mi pronóstico era bueno: la mitad de todos los niños a los que se diagnostica epilepsia lóbulo-temporal superaban la dolencia. A mí se me recetó una medicación para evitar las crisis y me enviaron a casa.

El hecho de que me diagnosticasen epilepsia afectó profundamente a mis progenitores, sobre todo a mi padre. Su padre —mi abuelo— sufrió crisis epilépticas durante mucho tiempo en su edad adulta y murió prematuramente varios años antes de que yo naciese.

Se llamaba William John Edward y nació en el este de Londres, a principios de la década de 1900. Trabajó de zapatero remendón y luchó en la segunda guerra mundial; fue evacuado en Dunquerque antes de que le destinasen a una base militar del norte de Escocia, manejando una ametralladora antiaérea. Se casó y tuvo cuatro hijos; mi padre era el pequeño. Las crisis empezaron después de la guerra y eran especialmente violentas. Mi abuela se familiarizó rápidamente con el sonido de platos y vasos rotos, cayendo de la mesa de la cocina.

En esa época los recursos disponibles para ayudar a quienes vivían con epilepsia eran limitados. Los médicos sugirieron que la enfermedad de mi abuelo había sido provocada por la explosión de bombas durante la guerra. Aconsejaron a mi abuela que se divorciase de su marido y que siguiese con su vida. Después de todo, ella tenía una familia joven a su cargo y la vida por delante. Debió de ser la decisión más difícil de su existencia, pero siguió el consejo de los médicos y luego volvió a casarse. Mi abuelo fue internado en una institución para soldados con problemas mentales.

La ruptura de la relación entre mis abuelos tuvo consecuencias desastrosas para la familia. Mi abuela tenía un nuevo hogar, pero su nuevo esposo se las veía y deseaba para encontrar trabajo y se jugaba lo poco que ganaba, por lo que, sin unos ingresos estables, no tardaron en verse inundados de deudas. Un día en que regresaban a casa se encontraron los muebles apilados en el césped y las puertas cerradas con candados. El ayuntamiento los desahució por no pagar el alquiler y se vieron en la calle.

Un amigo de la familia se hizo cargo de los niños, incluido mi padre, que ahora desempeñaba el papel de hermano mayor para sus hermanastros, antes de trasladarse junto con mi abuela a un albergue de beneficencia. El amigo de la familia que se hizo cargo de él al principio le dio una caja de Lego como regalo de despedida. El albergue constaba de pequeñas barracas con baños, aseos y cocinas compartidos para los residentes. Los pasillos que conectaban las habitaciones eran estrechos y con suelo de cemento rojo. Mi padre podía oír los pasos de los miembros del personal andando por el pasillo. A uno de ellos le apodó «Botasaltas».

El alojamiento de la familia consistía en dos habitaciones pequeñas y sin mobiliario. No se permitían radios ni televisiones. En una habitación —la de los niños— había espacio para tres camitas. La de mi abuela contaba con una cama, una mesa y una silla. No se permitía la estancia de ningún hombre, por lo que su marido se vio obligado a alquilar unas habitaciones encima de una tienda. Permanecieron separados durante todo el tiempo en que la familia permaneció en el albergue.

La vida ahí era desagradable. Además de la carencia de todo, tampoco había privacidad. Las puertas debían permanecer abiertas a todas horas, el personal era muy estricto y dirigía las instalaciones con estilo militar. Lo pasaron muy mal mientras estuvo allí, un total de año y medio. Lo único que valió la pena fue la amistad que mi abuela entabló con la directora del albergue, una tal señora Jones. Finalmente, la familia se trasladó a una casa nueva.

Mi padre volvió a encontrarse con su padre cuando tenía once años. En esa época las crisis de mi abuelo eran menos frecuentes y se le permitía salir de día para trabajar en su zapatería. Por las noches regresaba a dormir en la institución. Mi padre era muy joven cuando empezó la enfermedad del abuelo, así que no le recordaba ni sabía qué aspecto tenía. Se encontraron en casa del amigo de la familia que los había ayudado a cuidar de los hijos de mi abuela unos años atrás. Mi padre recuerda haberle estrechado la mano a un hombre de pelo gris y ropa que le sentaba mal, al que le presentaron como su padre. Con el tiempo fueron estrechando lazos.

Cuando mi abuelo se fue haciendo mayor, su salud se deterioró con rapidez. Mi padre acudía a visitarle al hospital todo lo que podía. Cuando murió mi abuelo de fallo orgánico tras un ataque al corazón y una crisis de epilepsia, mi padre tenía veintiún años. Según todo el mundo, fue un hombre amable y sencillo. Me gustaría haber tenido la oportunidad de haberle conocido.

Soy muy afortunado de vivir en una época en la que han tenido lugar tantos y tan importantes avances médicos, de manera que mi experiencia sobre la epilepsia no tiene nada que ver con la de mi abuelo. Tras las crisis y el diagnóstico, creo que lo que más asustó a mis padres fue la posibilidad de que no pudiera llevar la vida «normal» que deseaban para mí. Al igual que muchos padres, para ellos normalidad era sinónimo de ser feliz y productivo.

Las crisis no volvieron a aparecer, como suele sucederle a alrededor del 80% de quienes viven con epilepsia. Mi medicación fue muy eficaz, lo que quiere decir que he vivido libre de ataques. Creo que ése ha sido el factor más importante para que mi madre tuviese la capacidad de hacer frente a mi enfermedad. Se mostraba muy sensible ante el hecho de que yo siempre había sido diferente, vulnerable, necesitado de muchos cuidados, apoyo y amor. A veces se disgustaba al pensar que podía padecer una crisis en cualquier momento. En esos instantes se retiraba a otra habitación y lloraba. Recuerdo a mi padre diciéndome que me fuese a mi cuarto cuando mi madre estaba alterada.

Me resultaba muy difícil lidiar con los sentimientos de mi madre. Tampoco ayudaba mucho el hecho de que yo vivía en mi propio mundo, absorto en las cosas más pequeñas pero incapaz de comprender las diversas emociones y tensiones que sucedían en casa. A veces mis padres discutían, como creo que deben de hacer casi todos los padres, acerca de los hijos y de la mejor manera de hacer frente a las diversas situaciones que aparecían. Cuando discutían, sus voces se tornaban de color azul marino en mi mente y yo me acuclillaba en el suelo, apretando la frente contra la moqueta, tapándome los oídos con las manos hasta que el ruido disminuía.

Mi padre me ayudaba cada día a tomar las pastillas, con un vaso de leche o agua a la hora de comer. La medicación —carbamazepina— implicaba que tenía que ir con él al hospital cada mes para realizar análisis de sangre, a causa de los efectos secundarios que a veces tienen en la función hepática. Mi padre es muy riguroso con la puntualidad y siempre llegábamos a la sala de espera del hospital al menos una hora antes de la cita. Mientras esperábamos siempre me compraba un zumo de naranja y unas galletas. Las sillas en las que nos sentábamos eran de plástico e incómodas, pero recuerdo que yo no quería estar de pie, por lo que esperaba a que mi padre se levantase antes. Había muchas sillas, y pasaba el rato contándolas y recontándolas.

Cuando oía que la enfermera me llamaba, mi padre me acompañaba hasta una pequeña zona separada con una cortina y se sentaba mientras la enfermera me subía una de las mangas y me daba unos ligeros toques en el centro del brazo. Me hicieron muchos análisis de sangre, así que con el tiempo me fui acostumbrando. La enfermera animaba a los pacientes a apartar la mirada mientras clavaba la aguja, pero yo mantenía la mirada fija, observando el tubo transparente que se llenaba de oscura sangre roja. Cuando acababa, volvía a darme unos golpecitos en el brazo y me tapaba el pinchazo con un poco de algodón que fijaba con una tirita que tenía el dibujo de una cara sonriente.

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