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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (9 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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Tras comprobar que la respuesta del rompecabezas de los apretones de manos era un número triangular, identifiqué una pauta que pudiera ayudarme a dar con la solución. En primer lugar sabía que el primer número triangular —el 1— empieza con dos personas, lo mínimo necesario para un apretón de manos. Si la secuencia de números triangulares empieza con dos personas, el 26° número de la secuencia coincidirá con el número de apretones generado por veintisiete personas estrechándose las manos entre sí.

Luego vi que el 10, el cuarto número de la secuencia, tiene relación con cuatro: 4 + 1 x 4/2 y que eso valía para todos los números de la secuencia, por ejemplo para el 15, el quinto número triangular, = 5 + 1 x 5/2. Por tanto, la respuesta al problema equivale a 26+ 1 x 26/2 = 27 x 13 = 351 apretones de manos.

Me encantaba resolver esos problemas; me desarrollaban de una manera que no conseguían las matemáticas que me enseñaban en el colegio. Me pasaba horas seguidas leyendo esas cuestiones y ocupado en ellas, tanto en clase como en el patio o en mi cuarto en casa. En sus páginas hallé una sensación de sosiego y placer, y durante un tiempo el libro y yo fuimos inseparables.

Uno de los principales focos de frustración para mis padres era mi obsesivo afán de coleccionar diversos objetos, como las brillantes castañas que caían en otoño de los enormes árboles que salpicaban una calle muy larga que había cerca de casa. Los árboles me fascinaron enormemente desde siempre. Me encantaba frotar las palmas de las manos contra la corteza áspera y arrugada, y meter las yemas de los dedos por sus pliegues. Las hojas que caían lo hacían formando espirales en el aire, como las que veía al hacer divisiones en la cabeza.

Mis padres no querían que saliese solo, por lo que recogía las castañas con mi hermano Lee. A mí no me importaba. Representaba dos manos más. Tomaba cada castaña del suelo entre los dedos, y apretaba su forma suave y redondeada en el hueco de la palma de la mano (una costumbre que he conservado hasta el presente. La sensación táctil actúa como una especie de alivio, aunque ahora utilizo monedas o canicas). Me llenaba los bolsillos de castañas hasta que los tenía repletos. Era como una compulsión, tenía que recoger todas las castañas que veía y ponerlas juntas en un sitio. Me quitaba los zapatos y los calcetines y también los llenaba de castañas, regresando descalzo a casa, con las manos, los brazos y los bolsillos a rebosar.

Al regresar a casa, las soltaba en el suelo de mi habitación, y las contaba una y otra vez. Mi padre subía con una bolsa de plástico, y me hacía contarlas y meterlas allí. Me pasaba horas cada día recogiendo castañas y llevándolas a mi habitación, para acabar en la bolsa de plástico del rincón, que aumentaba rápidamente de tamaño. Al final, mis padres, temerosos de que el peso de las castañas recogidas acabase dañando el techo de la habitación de abajo, se llevaron el saco al jardín. Me permitieron mi obsesión, dejándome que jugase con ellas en el jardín, pero no debía meterlas en casa ni dejar ninguna por ahí para que no se las tragasen mis hermanitas pequeñas. Con el paso de los meses se fue desvaneciendo mi interés por las castañas, hasta que finalmente mis padres hicieron que se las llevasen al vertedero municipal.

Poco después desarrollé un interés obsesivo en coleccionar folletos, de todos los tamaños. Solían meterlos en nuestro buzón, junto con el periódico local o el correo de la mañana, y a mí me fascinaba su tacto brillante y su forma simétrica (no importaba lo que anunciasen. El texto no me interesaba). Mis padres no tardaron en quejarse de los montones apilados que se iban acumulando en todos los cajones y armarios de la casa, sobre todo cuando acababan cayendo al suelo cada vez que abrían la puerta de un armario. Al igual que ocurrió con las castañas, mi manía por los folletos fue desapareciendo gradualmente con el tiempo, para descanso de mis padres.

Cuando me portaba bien me recompensaban con una asignación. Por ejemplo, si había folletos en el suelo me pedían que los recogiese y volviese a meterlos en el cajón. A cambio de eso, me daban monedas de poco valor, pero muchas, porque sabían cuánto me gustaban los círculos. Me pasaba las horas amontonando cuidadosamente las monedas, una sobre otra, hasta que parecían torres brillantes y temblorosas, de varios pies de altura. Mi madre siempre pedía mucho cambio en las tiendas a las que iba, por lo que yo siempre disponía de un suministro regular de monedas para mis «torres». A veces incluso levantaba varias pilas de altura similar a mi alrededor, conformando un círculo y sentándome en el centro, rodeado de esas torres por todas partes, sintiéndome tranquilo y seguro en su interior.

En septiembre de 1988, cuando tuvieron lugar los Juegos Olímpicos de Seúl, en Corea del Sur, las diferentes vistas y sonidos que aparecían en la pantalla del televisor me fascinaron como nada de lo que había visto hasta entonces. Con 8475 participantes de 159 países, eran los juegos más grandes de la historia. Había muchos elementos visuales extraordinarios: los nadadores abriéndose camino por el agua espumosa y reluciente, con las cabezas engafadas asomando rítmicamente arriba y abajo con cada brazada; los velocistas corriendo por las calles, con los brazos y las piernas fibrosos reducidos a un desenfocado borrón; los gimnastas botando, contorsionándose y dando saltos mortales en el aire… Me quedé absorto con la cobertura televisiva de las Olimpiadas y estuve pendiente de ellas todo el tiempo posible desde la sala de estar, sin importarme el deporte o el evento.

Un golpe de suerte quiso que mi profesor le pidiese a la clase que escribiésemos un trabajo sobre los Juegos de Seúl. Me pasé toda la semana recortando y pegando sobre cartulinas de colores cientos de fotografías de los distintos atletas y eventos tomadas de periódicos y revistas. Mi padre me ayudaba con las tijeras. La organización de los recortes seguía una lógica totalmente visual: los atletas de rojo se pegaron en una cartulina, los de amarillo en otra, los de blanco en una tercera y así sucesivamente. En hojas de papel rayado más pequeñas escribí, con mi mejor letra, una larga lista con los nombres de todos los países que hallé mencionados en los periódicos que enviaron participantes a los Juegos. También escribí una lista de los distintos eventos, incluyendo el taekwondo —el deporte nacional de Corea— y el ping-pong, que hacía su debut olímpico en Seúl. También había listas de estadísticas y resultados, que comprendían puntuaciones, tiempos, récords superados y medallas ganadas. Al final, había tantas hojas de recortes y páginas escritas que mi padre tuvo que agujerearlas y atarlas con un cordel. En la cubierta puse una imagen de los anillos olímpicos con sus colores: azul, amarillo, negro, verde y rojo. Mi profesor me dio una nota excelente por la cantidad de tiempo y esfuerzo invertidos en el proyecto.

Al leer acerca de los muchos y distintos países que estuvieron representados en las Olimpiadas, sentí la curiosidad de saber más acerca de ellos. Recuerdo haber sacado un libro de la biblioteca que trataba de los diferentes idiomas del mundo. En su interior había una descripción e ilustración del antiguo alfabeto fenicio. Data de alrededor del 1000 a. de C. y se cree que ayudó a la creación de muchos de los alfabetos del mundo moderno: hebreo, árabe, griego y cirílico. Al igual que el árabe o el hebreo, el fenicio es un alfabeto consonántico, que no contiene símbolos para las vocales; deben deducirse a partir del contexto. Las palabras enteras solían escribirse de derecha a izquierda. Me fascinaban las líneas y curvas características de las diferentes letras e incluso empecé a llenar cuaderno tras cuaderno escribiendo largas frases e historias sólo en alfabeto fenicio. Utilizando tiza de colores, cubrí las paredes interiores del cobertizo del jardín con mis palabras favoritas, compuestas totalmente con letras fenicias. A continuación aparece mi nombre, «Daniel», en fenicio:

Al año siguiente, cuando tuve diez años, murió un anciano vecino y la casa la ocupó una familia joven. Un día mi madre abrió la puerta y encontró una niña pequeña de pelo rubio, que dijo que había visto a otra niña de nuestra casa jugando fuera (se trataba de mi hermana Claire) y que quería saber si podía jugar con ella. Mi madre nos la presentó a mi hermana y a mí —pensó que era una buena oportunidad para que me relacionase con otros niños del barrio— fuimos a su casa y nos sentamos en el porche, que daba al jardín. Mi hermana y la niña se hicieron muy buenas amigas y jugaban casi todos los días en su jardín. Se llamaba Heidi y tendría seis o siete años. Su madre era finlandesa, pero su padre era de Escocia, así que Heidi había crecido hablando inglés y por aquel entonces empezaba a aprender sus primeras palabras en finlandés.

Heidi tenía varios libros infantiles con dibujos de colores muy vivos, y escrito bajo cada objeto su significado en holandés. Debajo del dibujo de una reluciente manzana roja estaba la palabra
omena
y bajo otra de un zapato se leía
kenkä
. Había algo que me resultaba muy hermoso en la forma y el sonido de las palabras finesas que leí y escuché. Mientras mi hermana y Heidi jugaban, yo me senté y estuve mirando los libros, aprendiendo muchas palabras. Aunque eran muy diferentes de las inglesas, pude aprenderlas rápidamente y recordarlas con facilidad. Siempre que me iba del jardín de Heidi me volvía para decirle: «
Hei Hei!
», la manera finesa de decir «¡adiós!».

Ese verano me dieron permiso para ir solo andando la corta distancia existente entre nuestra casa y la escuela. El camino estaba bordeado de una hilera tras otra de setos y una tarde, mientras iba a casa desde el colegio, me fijé en un insecto diminuto y rojo que tenía puntitos negros. Tanto me fascinó que me senté en la acera y lo observé de cerca mientras trepaba por debajo y por los costados de las hojitas y ramas, deteniéndose, caminando y deteniéndose de nuevo en varios momentos a lo largo de su viaje. El pequeño lomo era redondeado y luminoso, y conté los puntitos negros una y otra vez. La gente que pasaba me rodeaba, algunos de ellos murmurando algo. Debía de estar en medio del paso, pero en esos momentos no pensaba en nada más que en la mariquita que tenía frente a mí. Le acerqué el dedo cuidadosamente, para que se subiese a él, y corrí hacia casa.

Antes sólo había visto mariquitas en las fotografías de los libros, pero había leído todo acerca de ellas y sabía, por ejemplo, que las consideraban auspiciosas en muchas culturas, porque acababan con las plagas (podían comerse entre cincuenta y sesenta pulgones al día) y ayudaban a proteger las cosechas. En el Medioevo, los campesinos consideraban que era una ayuda divina y por esa razón la bautizaron honrando a la Virgen María. Los puntos negros de la mariquita absorben energía del sol, mientras que su colorido le ayuda a asustar a predadores potenciales, porque la mayoría de éstos asocian los colores vivos con el veneno. También producen una sustancia química que sabe y huele fatal, y por ello los depredadores las suelen dejar tranquilas.

Me sentía muy excitado con mi descubrimiento y quise coleccionar todas las mariquitas posibles. Mi madre vio el pequeño insecto en mi mano nada más llegar a la puerta y me dijo que eran «pegajosas» y que debía decir: «¡Mariquita, mariquita! ¡Echa a volar hacia casa!», pero no lo hice porque no quería que se echase a volar. Arriba, en mi cuarto, había un tubo de plástico donde guardaba mi colección de monedas. Lo vacié, amontonando las monedas en el suelo, luego tomé el tubo y metí la mariquita dentro. Luego volví a la calle y me pasé allí varias horas, hasta que oscureció y no pude ver nada, buscando mariquitas entre los setos. A medida que las iba encontrando, las recogía con la yema de los dedos y las metía en el tubo con las demás. Había leído que a las mariquitas les gustaban las hojas y los pulgones, así que recogí muchas hojas y algunas ortigas con pulgones y las metí en el tubo con ellas.

Cuando volví a casa llevé el tubo a mi habitación y lo deposité en la mesilla que había junto a mi cama. Utilicé una aguja para hacer algunos agujeros en el tubo, para que las mariquitas tuviesen suficiente aire y luz en su nuevo hogar, y luego puse un libro grande sobre la parte superior, a fin de impedir que se escapasen por toda la casa. Durante todos los días de la semana siguiente, nada más salir del colegio, me ponía a recoger más hojas y pulgones para las mariquitas, y las volvía a meter en el tubo de mi habitación. Rocié algunas hojas con agua por si tenían sed.

En clase hablaba sin cesar de las mariquitas, hasta que mi irritado profesor, el señor Thraves, me pidió que las llevase. Al día siguiente llevé el tubo al colegio y les enseñé mi colección, a él y a los niños de la clase. Por entonces había encontrado y metido cientos de mariquitas en ese tubo. El profesor le echó un vistazo y luego me pidió que dejase el tubo sobre su escritorio. Me dio una hoja de papel doblado y me pidió que se la entregase al profesor de la clase de al lado. Tardé unos pocos minutos. A mi regreso, el tubo había desaparecido. El señor Thraves, preocupado por si las mariquitas se escapaban y echaban a volar por toda la clase, le dijo a uno de los niños que se las llevase fuera y las liberase a todas. Cuando comprendí lo sucedido, sentí que la cabeza estaba a punto de estallarme. Me eché a llorar y salí corriendo de clase hasta llegar a casa. Estaba totalmente consternado y no le dirigí la palabra al profesor durante semanas; me alteraba mucho sólo con que pronunciase mi nombre.

En otras ocasiones, el señor Thraves se había mostrado extraordinariamente amable conmigo. Siempre que me sentía ansioso o angustiado en clase me llevaba a la sala de música del colegio para que me tranquilizase. Era músico y solía tocar la guitarra para los niños en sus lecciones. La sala de música estaba llena de los instrumentos que se utilizaban en las diversas funciones escolares a lo largo del año, e incluían platillos, tambores y un piano. Me mostró cómo distintas teclas del piano producían diferentes notas, y me enseñó a tocar melodías muy sencillas. Me gustaba entrar en la sala de música y que me dejasen sentado en el piano, para experimentar con las teclas. La música siempre me gustó, a causa de su capacidad para aliviar la ansiedad que pudiera sentir y sosegarme interiormente.

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