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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (4 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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Cuando el tiempo era cálido y seco, las cuidadoras nos permitían jugar en un jardincito anexo al edificio de la guardería. Allí había un tobogán y algunos columpios, así como varios juguetes desparramados por la hierba: pelotas de vivos colores e instrumentos de percusión. Siempre había algunas esteras de plástico colocadas al final del tobogán y bajo los columpios, por si los niños se caían. Me encantaba caminar descalzo sobre esas esteras. Cuando lucía calor me sudaban los pies y se quedaban pegados a las esteras. Entonces levantaba uno y lo volvía a bajar para recrear una y otra vez la sensación pegajosa en las plantas de los pies.

¿Qué les parecí a los otros niños? No tengo ni idea, porque no los recuerdo. Para mí eran el telón de fondo de mis experiencias visuales y táctiles. No tenía la noción de juego como de una actividad compartida. Parece que las chicas de la guardería se acostumbraron a mi comportamiento inusual, porque nunca intentaron hacerme jugar con mis compañeros. Tal vez esperaban que me fuese acostumbrando a los niños que me rodeaban y que acabase relacionándome con ellos, pero nunca lo hice.

Mi padre siempre me llevaba a la guardería y a veces me recogía con el cochecito. Venía directamente desde el trabajo, a menudo todavía con la ropa de faena. Nada le daba vergüenza. La necesidad había hecho que desarrollase múltiples talentos. Al llegar a casa se cambiaba y luego empezaba a preparar la cena. Él era quien cocinaba casi siempre; creo que ello le ayudaba a relajarse. Yo era caprichoso comiendo y me alimentaba prácticamente de cereales, pan y leche. Conseguir que me comiese la verdura costaba una pelea.

La hora de acostarme era siempre conflictiva. Normalmente empezaba a correr o a saltar arriba y abajo, y me costaba mucho calmarme para dormir. Insistía en dormir siempre con el mismo juguete, un conejito rojo. A veces no podía conciliar el sueño y empezaba a llorar hasta que mis padres cedían y me dejaban dormir con ellos. Solía tener pesadillas. Todavía me acuerdo de una. Me despertaba y comenzaba a llorar tras soñar con un enorme dragón que se plantaba por encima de mí. Comparado con él yo era diminuto. Aunque continué teniendo pesadillas, fueron perdiendo periodicidad y capacidad de asustarme. En cierto modo, vencí al dragón.

Una mañana, de camino hacia la guardería, mi padre decidió cambiar ligeramente el recorrido. Para su sorpresa, empecé a aullar en el cochecito. No tenía ni siquiera tres años y ya me había aprendido de memoria todos los detalles del recorrido entre mi casa y la guardería. Una anciana que pasó al lado se detuvo, me miró y comentó: «Vaya, no puede negarse que tiene un buen par de pulmones». Azorado, mi padre dio media vuelta y retomó el camino habitual. Dejé de llorar inmediatamente.

Otro de los recuerdos que conservo de la época de la guardería es observar a una de las chicas haciendo burbujas. Muchos de los niños estiraban los brazos para atraparlas según pasaban flotando por encima de sus cabezas. Yo no hice el menor movimiento para tocarlas; me limitaba a observar su forma, su movimiento y la manera en que la luz se reflejaba en su brillante y húmeda superficie. Me gustaba sobre todo cuando la chica soplaba con fuerza y provocaba la aparición de una larga serie de burbujitas más pequeñas, una tras otra en rápida sucesión.

Ni en la guardería ni en casa jugaba con muchos juguetes. Cuando agarraba uno, como el conejito, lo sostenía por los bordes y lo movía de lado a lado. No intentaba abrazarlo, acariciarlo o hacer que el conejito «saltase». Una de mis ocupaciones favoritas era tomar una moneda y hacerla girar en el suelo, observándola dar vueltas y vueltas. Lo hacía una y otra vez, sin dar señales de aburrirme del juego.

Mis padres me recuerdan golpeando los zapatos de mi madre contra el suelo, repetidamente, porque me gustaba el sonido que provocaban. Incluso me los puse e intenté andar por la habitación con ellos. Mis padres los llamaban mis zapatos «clip clop».

En uno de los paseos con mi padre en el cochecito por la calle, grité al pasar junto al escaparate de una tienda. Dudó en llevarme dentro. Normalmente, cuando mis padres salían nunca me metían en una tienda, porque en las contadas ocasiones en que lo hicieron empecé a llorar y a tener una pataleta. En cada ocasión debían disculparse. «Es muy sensible», explicaban, y se marchaban enseguida. En esta ocasión mi grito pareció distinto, decidido. Al entrar se fijó en la exposición de libros de
Mister Men
[1]
. Ahí estaba la rica forma amarilla de Mister Happy y el triángulo verde de Mister Rush. Tomó uno y me lo dio. Como no quería soltarlo tuvo que comprarlo. Al día siguiente pasó junto a la misma tienda y yo volví a chillar. Mi padre entró y adquirió otro libro de
Mister Men
. Esto se convirtió en una rutina, hasta que me compró toda la serie.

Mis libros de
Mister Men
y yo nos hicimos inseparables. No salía de casa sin llevarme uno. Me pasaba las horas por la noche en el suelo con los libros en las manos, observando los colores y formas de las ilustraciones. Mis padres se sentían bien dejándome con mi obsesión por los personajes de
Mister Men
. Por primera vez les di la impresión de ser feliz y estar tranquilo. También demostró ser un método muy útil para animarme a mejorar de conducta. Si me pasaba todo un día sin berrinches, prometían comprarme un nuevo libro de
Mister Men
.

Nos trasladamos a nuestra primera casa cuando yo tenía cuatro años. Estaba en la esquina de Blithbury Road. La casa tenía una forma rara, con una escalera a la que sólo podía accederse desde un estrecho pasillo separado y adyacente a la sala de estar. El cuarto de baño estaba abajo, a poca distancia de la puerta de entrada. A veces, cuando venía de visita un familiar o un amigo a la hora del baño se sorprendían al hallar la entrada envuelta en vapor.

Los recuerdos de mis padres acerca de Blithbury Road no son positivos. La cocina solía tener humedades y en invierno la casa siempre era fría. A pesar de ello, tuvimos buenos vecinos, como la anciana pareja que se encariñó de mi hermano y de mí, y nos daba caramelos y limonada cuando salíamos al jardín.

Delante de la casa había una huerta de la que mi padre se ocupaba los fines de semana; pronto empezó a rebosar de patatas, zanahorias, guisantes, cebollas, tomates, fresas, ruibarbo y colinabo. Los domingos por la tarde siempre comíamos ruibarbo y natillas de postre.

Compartía habitación con mi hermano. El cuarto era pequeño, así que para aprovechar el espacio teníamos literas. Aunque era dos años más joven que yo, ocupaba la cama de arriba. A mis padres les preocupaba que pudiera agitarme de noche y caerme desde arriba.

No me sentía muy unido a mi hermano y llevábamos vidas diferentes. Él solía jugar en el jardín mientras yo me quedaba en la habitación, y rara vez jugábamos juntos. Cuando lo hacíamos, no jugábamos a lo mismo. Nunca tuve la sensación de querer compartir mis juguetes o experiencias con él. Mirando hacia atrás, esas sensaciones me parecen un tanto ajenas ahora. Entiendo el concepto de reciprocidad, de compartir las experiencias. Aunque todavía hay veces en las que me resulta difícil abrirme y compartir algo de mí mismo con los demás, lo cierto es que la necesidad de hacerlo está realmente dentro de mí. Tal vez siempre estuvo ahí, pero me hizo falta tiempo para descubrirla y comprenderla.

Me volví un niño cada vez más tranquilo y pasaba la mayor parte del tiempo en mi cuarto, sentado en el suelo en un lugar preciso y absorto en el silencio. A veces, mientras permanecía sentado, me metía los dedos en las orejas y me acercaba más al silencio, que nunca era estático en el interior de mi mente, sino un movimiento suave que discurría poco a poco alrededor de mi cabeza, como una condensación. Cuando cerraba los ojos me lo imaginaba blando y plateado. No tenía que pensar en ello; sucedía. Si de repente se oía un ruido, como alguien llamando a la puerta, me resultaba doloroso, como si se hiciese añicos la experiencia.

La sala de estar del piso de abajo siempre estaba llena de libros. Mis padres eran lectores apasionados y todavía recuerdo estar sentado en el suelo y observarlos con sus libros, periódicos y revistas en las manos. En algunas ocasiones, cuando era bueno, me permitían sentarme en sus regazos mientras leían. Me gustaba el sonido de pasar las páginas. Los libros se convirtieron en algo muy especial para mí, porque siempre que mis padres leían la habitación se llenaba de silencio. Me hacía sentirme sosegado y satisfecho interiormente.

Empecé a acumular y guardar los libros de mis padres, llevándolos en los brazos, uno a uno, hasta mi habitación. Subir las escaleras me resultaba difícil y tenía que salvar los escalones uno a uno. Si el libro que llevaba era pesado o grande podía costarme todo un minuto trepar una docena de escalones. Algunos libros eran bastante viejos y olían a moho.

En mi habitación los ordenaba en montones sobre el suelo, hasta que me rodeaban por todas partes. A mis padres les resultaba difícil entrar en la habitación por temor a derribar una de las pilas encima de mí. Si intentaban llevarse algún libro empezaba a llorar y a tener un berrinche. Las páginas de mis libros tenían números y me sentía feliz rodeado de ellos, como si estuviese envuelto en una cómoda sábana numérica. Antes de poder empezar a leer las frases escritas en las páginas, leí los números. Y cuando los contaba, aparecían como movimientos o formas coloreadas en mi mente.

Durante una expedición en que subía por las escaleras llevando en los brazos un libro especialmente pesado, resbalé. El movimiento de caída pareció llenar mi mente mediante rápidos fogonazos de un color luminoso e impreciso, como luz solar dispersa. Me senté al pie de la escalera, deslumbrado y dolorido. No pedí ayuda, sino que esperé a que llegase mi padre para comprobar el origen del ruido. Rara vez hablaba si no se dirigían a mí antes. Tras el incidente, mis padres empezaron a ocultarme los libros más grandes y pesados, temerosos de que volviese a caerme y me hiciese daño.

Cerca de casa había un parque al que podíamos ir andando, cosa que hacíamos muchos fines de semana. Mis padres desmenuzaban rebanadas de pan para que se las diese a los patos. Solían llevarnos por la mañana temprano, cuando había menos gente. Sabían que a mí me asustaba la presencia de muchas personas a la vez. Mientras mi hermano correteaba, yo me sentaba solo en el suelo, tirando de las briznas de hierba y deshojando margaritas.

Mi experiencia favorita en el parque era ir a los columpios. Mi padre me sentaba en uno y me empujaba suavemente. Cuando se cansaba y dejaba de empujarme, yo gritaba: «Más… más», hasta que volvía a hacerlo. También había un tiovivo pequeño. Me sentaba en el medio y mis padres uno a cada lado, empujando para que diese vueltas. Cuando el tiovivo empezaba a girar una y otra vez yo cerraba los ojos y sonreía. Me sentía bien.

Cuando regresábamos a casa, la calle junto al parque a veces era muy ruidosa. Si un coche hacía un ruido inesperado y fuerte —como tocar la bocina— me paraba, levantaba las manos y las apretaba contra los oídos. Por lo general el ruido era más súbito que fuerte. Lo que parecía afectarme tanto era lo inesperado del sonido. Por esa razón odiaba los globos y me encogía de miedo si veía a alguien con uno. Temía que explotase de repente, provocando un ruido fuerte y violento.

Después de trasladarnos a Blithbury Road continué acudiendo a la guardería hasta los cinco años de edad, en una escuela local llamada Dorothy Barley, el nombre de una abadesa del siglo
XVI
, que vivió en la zona durante el reinado de Enrique
VIII
. Las chicas de la guardería solían darnos papel y lápices de colores para animarnos a dibujar y colorear. A mí siempre me gustaba, aunque me era difícil sostener el lápiz entre los dedos y lo agarraba con la palma. Me gustaba dibujar círculos de muchos tamaños. El círculo era mi forma favorita y lo dibujaba una y otra vez.

En un rincón de la guardería había una caja que contenía muchas cosas para jugar. Mi favorita eran las cuentas de colores. Las sostenía en las manos y las sacudía, observándolas vibrar en las palmas. Si nos daban rollos de cartón (para hacer unos prismáticos o un telescopio, por ejemplo), tiraba las cuentas por él, fascinado de que entrasen por un extremo y cayesen por el otro. Si encontraba un balde o una jarra, dejaba caer las cuentas dentro, para luego vaciarlo, y volver a comenzar.

En una pared había una estantería con una selección de libros. Mi favorito era
The Very Hungry Caterpillar (La oruga muy hambrienta)
. Me encantaban los agujeros que había en las páginas, y las coloridas y redondeadas ilustraciones. Había un rincón para leer cerca de donde se sentaban los niños sobre una gran estera alrededor de las puericultoras para escucharlas mientras les leían un cuento. En una de esas ocasiones, me hallaba sentado detrás, con las piernas cruzadas y la cabeza baja, absorto en mi propio mundo. No escuché una palabra de lo que se dijo. En lugar de eso, y sin darme cuenta, empecé a canturrear. Al levantar la vista, la puericultora dejó de leer y todo el mundo me miró. Dejé de canturrear, volví a bajar la cabeza y la lectura continuó.

No recuerdo haberme sentido solo en la guardería, probablemente porque estaba muy absorto con los libros, las cuentas y los círculos. Pero poco a poco me fue invadiendo la sensación de que yo era diferente de los otros niños, aunque por alguna razón eso no me molestaba. No albergaba ningún deseo de hacer amigos; me sentía muy feliz jugando solo.

Cuando ocasionalmente tocaba jugar a juegos sociales, como las sillas musicales, me negaba a ello. Me aterraba pensar que los otros niños pudieran tocarme cuando se empujaban para acceder a una de las sillas. No había manera de que cediese, por muy persuasivas que se mostrasen las cuidadoras. En lugar de ello, se me permitía quedarme de pie junto a una de las paredes y observar cómo jugaban los demás. Mientras me dejasen solo no me importaba.

En el momento en que llegaba a casa de la guardería siempre subía al piso de arriba, a mi habitación. Cuando me sentía cansado o molesto, me arrastraba a la oscuridad de debajo de la cama y allí me quedaba. Mis padres aprendieron a tocar con cuidado en la puerta antes de entrar para comprobar cómo me encontraba. Mi madre siempre me hacía contarle mi jornada en la guardería. Quería animarme a hablar, porque yo permanecía en silencio la mayor parte del tiempo.

Mi habitación era mi santuario, mi espacio personal, donde me sentía más cómodo y feliz. Me pasaba allí tantas horas que mis padres decidieron subir y sentarse conmigo para pasar un tiempo juntos. Nunca parecieron impacientarse conmigo.

BOOK: Nacido en un día azul
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