Por tanto, mi madre animó a mi hermano Lee para que me dejase unirme a él cuando salía con sus amigos. Su mejor amigo era un chico que vivía a dos calles y que se llamaba Eddie. Mi hermano y Eddie jugaban casi siempre en el jardín de éste, pues tenía muchos más juguetes que nosotros y les gustaba jugar al ping-pong o al fútbol juntos, mientras yo me sentaba en el columpio y me columpiaba rítmicamente arriba y abajo.
En verano, Lee se iba a pasar una semana de vacaciones a la costa con la familia de Eddie. Mi madre sugirió que yo podría acompañarlos y la madre de Eddie pareció encantada. Yo dudaba porque no me gustaba la idea de alejarme de casa. Pero a mi madre le hacía ilusión que fuese, con la esperanza de que eso me ayudase a sentirme mejor entre las personas. Tras mucha persuasión —amable pero firme— acabé aceptando.
Una vez que llegamos dio la impresión de que todo iría bien. El tiempo era cálido y despejado, y la familia de Eddie era muy amable y considerada conmigo. Pero tras estar un día lejos de casa sentí una sensación aplastante de añoranza y quise hablar con mi madre. Cerca de donde estábamos había una cabina de teléfono; tomé las monedas que tenía en el bolsillo y llamé a casa. Contestó mi madre, que me escuchó llorar. Me preguntó qué ocurría, pero yo sólo pude contestarle que no me sentía bien allí y que quería volver a casa. Al cabo de pocos minutos se me acabaron las monedas y le pedí que me llamase ella. Luego colgué el teléfono y esperé a que llamase. No me di cuenta de que mi madre no tenía el número de teléfono de la cabina; asumí que ella sabía lo mismo que yo. Esperé, esperé y esperé, junto a la cabina, al menos durante una hora, antes de marcharme. El resto de las vacaciones pasaron en una confusión de lágrimas. La madre de Eddie se sintió frustrada y molesta de que no me uniese a ellos y de que me pasase la mayor parte del tiempo a solas en la habitación donde la familia dormía, sentado en el suelo con las manos tapándome los oídos. Fueron mis primeras y últimas vacaciones con Eddie y su familia.
Durante casi toda mi infancia, mis hermanos y hermanas fueron amigos míos. Aunque podían lanzar y recoger mejor que yo, e hicieran amigos en la escuela mucho antes de que yo pudiera hacerlo, me querían porque era su hermano mayor y porque les leía cuentos. Con el tiempo aprendieron a interactuar conmigo haciendo juntos las cosas que sabían que me gustaban y en las que participaba por completo. Tras ver a mi madre planchando, saqué toda la ropa que tenía en los cajones y los armarios y las bajé a la sala de estar. Mi madre accedió a pasarme la plancha una vez desenchufada y fría, y empecé a «planchar» cada prenda. Mis hermanos y hermanas me observaron y preguntaron si podían jugar conmigo. Yo había visto a mi madre rociando agua encima de algunas de las prendas antes de plancharlas, por lo que le pedí a Claire que tomase el atomizador y lo usase en cada prenda antes de pasármela. Lee también quiso unírsenos, así que le pedí que permaneciese a mi lado y que se ocupase de la ropa una vez que yo les hubiese pasado la plancha y que fuese doblando cada pieza. Le dije a Steven, que entonces tenía cuatro años, que fuese apilando la ropa de la siguiente manera: un montón para las camisetas, otro para los jerseys, otro para pantalones y así. Una vez que nos quedamos sin ropa, le pedimos a Steven que desdoblase todas las prendas y se las pasase de nuevo a Claire, que las volvería a rociar con agua antes de dármelas a mí para que las planchase de nuevo, y yo a mi vez se las volvería a dar a Lee para que las doblase y se las entregase a Steven para separarlas en montones, una y otra vez. A menudo jugábamos durante horas.
Otro de los juegos que compartía con mis hermanos y hermanas implicaba reunir todos los libros que encontrasen en casa —cientos de ellos— y los llevasen al dormitorio más grande, que era el de las chicas. Allí los clasificaba, dividiéndolos en montones de ficción y no ficción, subdividiendo esos montones por temas: historia, romance, banalidades, aventuras… Luego ordenaba cada uno de los montones en orden alfabético. Cortaba hojas de papel en cuadrados pequeños y escribía a mano una ficha para cada libro, en la que aparecía el título, el nombre del autor, el año de publicación y la categoría (no ficción > historia > «D»). Luego metía los libros en cajas, con todos ellos en perfecto orden por la habitación, para que mis hermanos y hermanas los hojeasen y leyesen. Siempre que uno de ellos quería llevarse un libro de la habitación, me ocupaba de sacar la ficha y colocarla en una jarra, y les daba otro papelito donde aparecía apuntado el tiempo que tenían antes de devolverlo. Durante las vacaciones de verano, nuestros padres nos dejaban tener los libros en las cajas con las fichas, aunque en otras épocas debíamos quitar las fichas al acabar de jugar y devolver los libros a las distintas estanterías y mesas de la casa.
A veces, cuando jugaba con mis hermanos y hermanas, me acercaba a ellos y les tocaba el cuello con el dedo índice porque me gustaba esa sensación, que era cálida y tranquilizadora. No tenía la impresión de que hacer eso los molestase ni de que fuese socialmente inapropiado, y sólo dejé de hacerlo cuando me lo comentó mi madre, aunque de vez en cuando seguía tocándole el cuello a una persona si me sentía entusiasmado por algo, y la sensación de contacto era una manera de comunicar esa emoción a quienes me rodeaban. Me resultó difícil asimilar la idea de que las personas tienen su propio espacio personal que no hay que traspasar y que es necesario respetar en toda ocasión. No tenía ni idea de que mi comportamiento pudiera resultar irritante y molesto, y me sentía herido cuando un hermano o hermana se enfadaba conmigo por algo que no comprendía.
Había muchas cosas que me resultaban difíciles, como cepillarme los dientes. El sonido raspante que origina esta actividad me resultaba físicamente doloroso, y cuando pasaba junto al cuarto de baño debía taparme los oídos con las manos y esperar que el ruido acabase antes de que pudiera hacer cualquier cosa. A causa de esta sensibilidad tan extrema, me cepillaba los dientes sólo durante cortos períodos de tiempo pero a menudo, acompañado de mis padres. He sido muy afortunado al no sentir casi nunca dolor de muelas, probablemente porque bebo mucha leche y no como alimentos azucarados. El problema continuó manifestándose durante varios años y provocó frecuentes discusiones con mis padres, que no entendían por qué no podía cepillarme los dientes sin que ellos me obligasen, a menudo trayendo el cepillo y la pasta a mi habitación y quedándose allí hasta que los usaba. No sería hasta el principio de la pubertad cuando me di cuenta de que debía hallar una manera de poder cepillarme los dientes con regularidad. Además, mis hermanos, hermanas y los compañeros del colegio se fijaban en que tenía los dientes amarillentos y se burlaban de mí por ello, lo que todavía hizo que me costase más abrir la boca para hablar a causa de las burlas e insultos. Finalmente, intenté meterme algodón en los oídos para no tener que escuchar el ruido mientras me cepillaba los dientes. A la vez, también miraba el pequeño televisor que tenía en mi habitación, para así distraer mi mente del hecho de que estaba usando el cepillo; si no, me daban náuseas. Todos esos pequeños esfuerzos me ayudaban a limpiarme los dientes día a día. Durante mi primera visita al dentista en muchos años, me metí algodón en rama en los oídos para eliminar los sonidos del torno y otros instrumentos. Ahora puedo cepillarme los dientes dos veces al día sin problemas. Utilizó un cepillo eléctrico, que no produce el doloroso sonido raspante del cepillado manual.
Aprender a atarme los cordones de los zapatos también representó un problema para mí. Por mucho que lo intentaba, no podía conseguir que mis manos llevasen a cabo los movimientos que mis padres me repitieron una y otra vez. Finalmente, mi madre me compró un juguete —una bota muy grande con cordones muy gordos y ásperos— para que practicase. Me pasé muchas horas haciéndolo, a menudo hasta que tenía las manos rojas y me picaban de tanto utilizar los cordones de la bota. Mientras tanto, mi padre me los ataba cada mañana antes de llevarme al colegio. Finalmente, a los ocho años, dominé la cuestión de anudarme los cordones de los zapatos.
Luego estaba el problema de distinguir la derecha de la izquierda (algo que debo recordar cuidadosamente incluso en la actualidad). Mi padre no sólo tuvo que anudarme los cordones hasta los ocho años, sino que primero también me tenía que poner los zapatos. A veces, cuando intentaba ponérmelos yo solo, me frustraba y los acababa tirando en medio de una rabieta. Mis padres tuvieron la idea de poner etiquetas —con una «I» y una «D»— en cada zapato. Funcionó y por fin fui capaz de ponerme los zapatos yo solo y orientarme mucho mejor que antes.
Cuando andaba, incluso en la calle, siempre llevaba la cabeza baja y observaba mis pies moviéndose. Solía tropezar con cosas y detenerme súbitamente. Cuando mi madre venía conmigo solía decirme de manera continua que levantase la cabeza, pero cuando por fin lo hacía, volvía a bajarla de inmediato. Finalmente, me pidió que eligiese un punto —una valla, un árbol o un edificio— a lo lejos y que no dejase de mirarlo mientras caminaba. Esa idea tan sencilla me ayudó a tener la cabeza derecha y con los meses fue aumentando mi coordinación; dejé de tropezar con obstáculos, lo que aumentó mi confianza.
En las Navidades antes de mi noveno cumpleaños me regalaron una bicicleta, como a mi hermano Lee. Mis padres colocaron estabilizadores en ambas bicis, aunque mi hermano prescindió de ellos muy pronto. Los míos siguieron puestos durante meses, aunque Lee tenía dos años menos que yo. Yo tenía poco equilibrio y mala coordinación, y me resultaba difícil conducir y pedalear al mismo tiempo. Practiqué sentándome en una silla en la cocina, agarrando una larga cuchara de madera delante de mí mientras intentaba mover los pies en círculos contra las patas de la silla. Practicando mucho, acabé pudiendo circular por las calles cercanas a casa en compañía de mi hermano. Como él corría mucho más, yo me asustaba y acababa dando con los huesos en el suelo. Me acostumbré a caerme de la bici y también a los arañazos y moratones en las manos y las piernas.
Mi mala coordinación también convirtió el hecho de aprender a nadar en un proceso lento y frustrante. Fui el último de la clase en ser capaz de nadar incluso el ancho de la piscina. Me asustaba el agua, la posibilidad de ser arrastrado a las profundidades y no poder regresar a la superficie. Los monitores de la piscina eran simpáticos y me proporcionaron manguitos y flotadores de espuma para ayudarme a flotar sin percances, pero mis dificultades no hicieron más que reforzar la sensación de que era diferente y estaba distanciado de mis compañeros, que aparentemente aprendieron a nadar sin esfuerzo años antes de que yo incluso pudiera dar mi primera brazada. Sólo al acercarme a la pubertad perdí el miedo a estar en el agua y descubrí que podía flotar y nadar por mí mismo, sin manguitos. La sensación de alegría fue inmensa y sentí como si hubiese dado un enorme paso adelante. Mi cuerpo finalmente empezaba a hacer las cosas que yo quería que hiciese.
En el último curso de la escuela primaria apareció un chico nuevo en clase, un iraní llamado Babak, cuyos padres habían huido del régimen de Jomeini. Babak era inteligente, hablaba inglés con fluidez y era muy bueno en matemáticas. En él encontré al fin a mi primer amigo de verdad. Fue la primera persona que intentó realmente ver más allá de lo que me hacía diferente, para concentrarse en lo que compartíamos: nuestro amor por las palabras y los números en particular. Su familia también fue muy cariñosa conmigo. Recuerdo a su madre ofreciéndome tazas de té mientras me hallaba sentado con él en su jardín jugando al Scrabble.
Babak tenía mucha confianza en sí mismo y se llevaba bien con todo el mundo en clase. Por tanto, no fue ninguna sorpresa cuando le eligieron para interpretar el papel protagonista en la ambiciosa representación de
Sweeney Todd
, una historia espantosa acerca de un barbero asesino cuyas víctimas acababan convirtiéndose en pasteles de carne. Babak tuvo que acudir a los ensayos diarios durante semanas, y me invitó a que le acompañase. Yo me sentaba en el baúl del vestuario, en un rincón, fuera de la vista, y leía los diálogos mientras los pronunciaban. Acudí a todos los ensayos con él. Entonces, el día de la representación, Babak no apareció al último ensayo; estaba enfermo y no pudo venir. Los profesores fueron presas del pánico y preguntaron si había alguien que pudiera sustituirle. Yo me di cuenta de que gracias a mi asistencia continuada a los ensayos me había aprendido de memoria todas las palabras del guión, y accedí a tomar parte, muy nervioso. Llegó la noche de la representación y recité todas las frases del personaje en correcto orden, aunque a veces no pude completar los diálogos porque me resultaba muy difícil escuchar a los demás en el escenario y no podía juzgar con facilidad qué líneas del guión estaban destinadas a la audiencia y cuáles formaban parte del diálogo entre los actores. Mis padres, en el patio de butacas, me dijeron que no demostré ninguna emoción y que no dejé de mirar al suelo, pero llegué hasta el final y eso fue todo un éxito para ellos y para mí.
Conté los siete segundos que le llevó a mi padre tambalearse y caer en el suelo de la sala de estar, sobre su propia sombra. El sonido de su respiración mientras se hallaba tendido sobre la espalda era áspero y deprimente, y sus ojos, que miraban a los míos, aparecían redondeados, fijos e inyectados en sangre.