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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (16 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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La sala de espera era pequeña y oscura, porque las únicas ventanas existentes eran demasiado estrechas y estaban demasiado altas para dejar entrar luz o aire. La moqueta estaba descolorida y cerca de mi silla había algunas migas aquí y allá, señal de que alguien había comido una galleta mientras esperaba a que le llamasen. Había algunas revistas muy dobladas formando un pequeño montón sobre una mesa en el centro de la habitación, pero no tenía ganas de leer y me quedé mirando el suelo y contando las migas. De repente se abrió una puerta y oí una voz que pronunciaba mi nombre. Me levanté y me dirigí hacia la oficina, teniendo cuidado de no tirar las revistas al pasar junto a la mesita. La oficina tenía una ventana grande y era mucho más luminosa. La mujer que estaba tras el escritorio me dio la mano y me pidió que me sentase. Ella también tenía muchos papeles sobre la mesa. Luego me hizo la pregunta que yo más había esperado: ¿por qué creía que iba a ser un buen voluntario? Miré el suelo y respiré hondo, recordando lo que mi madre me había dicho acerca de poner énfasis en lo positivo. «Puedo pensar detenidamente una situación. Puedo entender y respetar las diferencias en los demás y aprendo deprisa».

Siguieron más preguntas, como si tenía un compañero o compañera a quien echaría de menos si me enviaban al extranjero (que no tenía) y si me consideraba una persona tolerante respecto a otros países y culturas (que sí era). La entrevistadora me preguntó qué tipo de trabajo voluntario me gustaría hacer, qué era lo que mejor se me daba. Le respondí que en el colegio a veces había ayudado a estudiantes más jóvenes con sus deberes de idiomas extranjeros, y que me gustaría enseñar inglés. La mujer sonrió y anotó algo. Luego me preguntó si sabía algo sobre Europa del Este; asentí y dije que había estudiado la historia de la Unión Soviética en el colegio, y me sabía los nombres y las capitales de todos los países. Me interrumpió y me preguntó si no me importaría vivir en un país mucho más pobre. Guardé silencio durante unos instantes, porque no me gustaba que me interrumpiesen, pero luego levanté la mirada y dije que no me importaba y que podría llevarme lo que iba a necesitar, como libros, ropa y cintas de música. 

Al final de la entrevista la mujer se levantó de la silla y me estrechó la mano, diciéndome que no tardarían en comunicarme su decisión. Cuando llegué a casa mi madre me preguntó cómo había ido la entrevista, pero no supe qué decir porque no tenía ni idea. Al cabo de varias semanas recibí una carta en la que me decían que había superado la prueba de la entrevista y que debía asistir a una semana de formación el mes siguiente en un centro de retiros de las Midlands. Estaba entusiasmado por haber superado la entrevista, pero también muy preocupado porque nunca había viajado en un tren solo. En el interior de la carta había una hoja de papel con las señas e indicaciones para llegar al centro para quienes llegaban por tren y las memoricé para asegurarme. Cuando llegó la primera mañana de la semana, mis padres me ayudaron a acabar de hacer la maleta y mi padre me acompañó hasta la estación e hizo conmigo la cola para comprar el billete. Se aseguró de que me dirigía al andén correcto y me despidió con la mano cuando subí al tren.

Era un caluroso día de verano y en el interior del tren me sentí falto de aire e incómodo. Fui rápidamente a sentarme en un sitio junto a la ventana donde no había nadie alrededor y dejé la bolsa en el suelo, apretándola con fuerza entre las piernas. El asiento era como esponjoso y por mucho que me moví y traté de ajustar, no hubo manera de sentarme cómodamente. No me gustaba ir en tren. Estaba sucio, lleno de envoltorios de plástico en el suelo y un periódico arrugado en el asiento vacío que había frente a mí. Cuando se movía hacía mucho ruido, lo que me impedía concentrarme en otras cosas, como contar los rayones en el cristal de la ventana que se hallaba junto a mí. Poco a poco el tren se fue llenando de gente al pasar por las estaciones y yo me fui angustiando cada vez más, ya que el flujo de viajeros suburbanos sentados y de pie no hacía más que aumentar. La cacofonía de diferentes ruidos —páginas de periódico que se hojeaban,
walkmans
reproduciendo música sorda a gran volumen y gente tosiendo, estornudando y hablando ruidosamente— me hicieron sentir mal y apreté las manos contra los oídos cuando sentí que tenía la cabeza a punto de estallar en mil pedazos.

Ya no podía más cuando finalmente el tren alcanzó mi destino y tuve una sensación de alivio bien palpable. Pero a causa de mi escaso sentido de la orientación me preocupé ante la posibilidad de acabar perdido. Por fortuna, vi un taxi esperando; me subí y le di la dirección al chófer. Una corta carrera me condujo hasta un gran edificio rojo y blanco, salpicado de ventanas y rodeado de árboles, con un cartel en el que se leía «Harborne Hall. Centro de conferencias y formación». En el interior, un folleto informaba a los visitantes que el edificio databa del siglo
XVIII
y que había sido un antiguo convento. La recepción era oscura, con pilares de madera marrón que llegaban hasta el techo, sillas de cuero marrón oscuro y una escalera con barandilla de madera enfrente de la recepción. Me dieron una chapa con mi nombre para que la llevase todo el tiempo que estuviese en el centro, así como una llave con el número de habitación y un programa con los horarios del curso.

Como estaba arriba, mi habitación tenía más luz y me sentí mucho mejor. En un rincón había un lavabo, pero los aseos y las duchas estaban al final del pasillo. Tener que utilizar instalaciones compartidas para lavarme y limpiarme (en casa me duchaba todos los días) me resultaba desagradable, y cada mañana de esa semana me desperté muy temprano para poder entrar y salir de las duchas antes de que nadie se levantase.

El primer día en el centro se me dijo que me había correspondido un destino enseñando inglés en Lituania. Antes sólo había oído el nombre y el de su capital —Vilna—, pero me proporcionaron libros y folletos para estudiar y enterarme de más cosas sobre el país y sus gentes. A continuación tuvo lugar una presentación del grupo, con una docena de jóvenes destinados a diversos lugares de Europa del Este. Estábamos sentados en círculo y cada uno de nosotros contaba con un minuto para presentarse a los demás. Yo estaba muy nervioso e intenté no olvidarme de mantener contacto ocular con miembros del grupo mientras decía mi nombre y el del país al que iba a ir. Entre los otros voluntarios que conocí, uno era un irlandés de cabello largo y rizado destinado a Rusia. Otra era una chica que iba a trabajar con niños en Hungría.

Había largos períodos de tiempo libre que los demás voluntarios pasaban relacionándose en las salas de juegos, charlando y jugando al billar. Yo prefería permanecer en mi habitación y leer o bien visitar la sala de información del edificio, repleta de libros y mapas, y estudiar en silencio. Durante los descansos de las comidas, me apresuraba a bajar, servirme el almuerzo y comérmelo lo más deprisa posible para así evitar la presencia de más gente a mi alrededor. Al final de la jornada, me sentaba a solas sobre la hierba de los aislados prados del exterior del recinto y me quedaba mirando las copas de los árboles, enmarcadas en los colores cambiantes del anochecer, absorto en mis pensamientos y sensaciones. Me sentía ansioso, claro está, acerca del viaje y de si podría cumplir mi misión con éxito. Pero también había algo más, una emoción causada por el hecho de que finalmente me hacía cargo de mi vida y mi destino. Ese pensamiento me dejó sin aliento.

La formación constaba de tres partes. La primera estaba destinada a alentar el trabajo en equipo, la participación y cooperación. Se dividía a los voluntarios en grupos y se les pedía que ingeniasen un sistema para ir quitando pelotas de plástico de colores —de una caja que se le proporcionaba a cada equipo— en secuencias específicas. Cuando mis compañeros de equipo me dieron instrucciones sencillas y claras acerca de cómo hacerlo, lo hice bien y me sentí contento al desempeñar mi papel en aquel ejercicio. Ese tipo de actividades a veces podían durar varias horas, por lo que el mayor desafío para mí radicaba en permanecer centrado y mantener mis niveles de concentración.

También había un debate de grupo acerca de valores y prácticas culturales, que tenía por objeto estimular la capacidad de argumentar entre los voluntarios, poner en entredicho las ideas preconcebidas y fomentar la tolerancia. En un momento dado, tras presenciar juntos un vídeo acerca de los exóticos tipos de comida de diferentes partes del mundo, el líder del debate preguntó al grupo cómo debíamos sentirnos en un país donde mucha gente consume sus alimentos embadurnados de grasa animal. Muchos de los voluntarios presentes arrugaron el ceño y dijeron que les parecía muy desagradable. Al comprender que probablemente se estaba refiriendo a la mantequilla (como así era), yo contesté que no me importaba nada que la gente los comiese.

Hacia el final de la semana hubo una conferencia acerca de los países de la Europa del Este, de su geografía y situación social y política. Duró una hora y se esperaba que los asistentes tomasen notas. Yo me senté y escuché pero no escribí nada. En un momento dado el conferenciante me preguntó por qué no tomaba notas y yo respondí que podía recordar todo lo que había dicho y que estaba tomando notas mentales, en mi cabeza. Siempre había tomado notas de ese modo; me ayudó mucho en los exámenes del colegio. Me hizo varias preguntas a fin de comprobarlo y las contesté todas bien.

Al volver a casa tras la formación esperé a recibir la confirmación final del destino en Lituania. Llegó por correo: un paquete grande de papeles impresos, con mapas, nombres y teléfonos de contacto, alojamientos y detalles sobre el trabajo, así como el billete de avión. Mis padres estaban muy nerviosos por mí y preocupados acerca de si podría estar lejos de casa durante tanto tiempo, pero yo estaba muy emocionado al poder dar lo que consideraba un gran paso adelante en mi vida. Apenas podía creerlo pero, con casi veinte años, me iba, a mil trescientos kilómetros de distancia.

La República de Lituania es uno de los tres estados bálticos, y comparte frontera con Letonia al norte, Bielorrusia al sudeste, Polonia al sur y el enclave ruso de Kaliningrado al sudoeste. En 1940, durante la segunda guerra mundial, fue anexionada por la Unión Soviética. Más tarde fue ocupada por los alemanes y volvió a la Unión Soviética en 1945. Lituania fue la primera república soviética que declaró su independencia el domingo 11 de marzo de 1990. Las fuerzas soviéticas intentaron suprimir el proceso, incluyendo un incidente en la torre de la televisión de la capital, que acabó con la muerte de varios civiles, pero sin éxito. En el 2004, Lituania se convirtió en miembro titular de la
OTAN
y de la Unión Europea.

En el taxi que me condujo al aeropuerto observé y conté los coches que nos adelantaban. La cabeza me palpitaba y me sentí enfermo. No podía creerme que no iba a volver a ver a mi familia en un año. Antes de marcharme, prometí a mi madre que telefonearía cada semana con un informe de mis progresos y para asegurarles que comía lo suficiente. El mostrador de facturación de equipaje estaba sorprendentemente tranquilo —estábamos en octubre y las vacaciones de verano habían pasado hacía tiempo— y tuve pocos problemas para facturar mi equipaje y pasar los controles de seguridad hasta la zona de espera. Tras una larga espera, durante la cual caminé arriba y abajo sin parar, realizando comprobaciones periódicas de la pantalla de información, al final fui corriendo hasta la puerta de embarque y subí al avión. Iba medio vacío y sentí un enorme alivio al no tener a nadie sentado a mi lado. Me hundí en mi asiento y leí las notas que me enviaron acerca del centro donde me habían destinado, practicando en voz baja la pronunciación de diferentes nombres de personas y lugares. Los auxiliares de vuelo no me molestaron lo más mínimo durante el trayecto y el aparato aterrizó en el Aeropuerto Internacional de Vilna. Comprobé que seguía teniendo mi cámara; casi era invierno y esperaba poder hacer un montón de fotos de la nieve.

En el control de pasaportes encontré colas muy cortas y policías vestidos de negro de pies a cabeza, que observaban a la gente que pasaba. Comprobaron mi pasaporte, estamparon en él un sello rojo con las palabras
Lietuvos Respublika
(República de Lituania), y luego me indicaron que continuase. Tras recoger mi equipaje, salió a mi encuentro el coordinador de voluntarios para los estados bálticos, que me llevó hasta mi apartamento en Kaunas, la segunda ciudad más grande de Lituania, sita en el centro del país.

El bloque de apartamentos era de cemento y acero, con un huerto delante, cuidado por los inquilinos ancianos, que tenían entre setenta y ochenta años. Estaba en una zona tranquila, alejada de las calles principales y el tráfico. Me presentaron al propietario, un hombre de cabello plateado llamado Jonas, que me explicó en un inglés imperfecto las reglas del bloque y cómo hacer cosas tan básicas como encender y apagar la calefacción. Me dio su número de teléfono para que le llamase en caso de necesidad. El coordinador me confirmó la dirección del centro donde debía realizar mi voluntariado y me dio instrucciones escritas sobre cómo llegar allí con el trolebús.

Mi apartamento era sorprendentemente espacioso y consistía en cocina, sala de estar, cuarto de baño y dormitorio. El interior estaba decorado en tonos oscuros y los días nublados daba la impresión de poca luz. En la cocina había un viejo horno y una nevera. Baldosines blancos, muchos de ellos desportillados, cubrían las paredes. En la sala de estar había un aparador con fotos y figuritas que pertenecían a la familia de Jonas, el propietario. También había una mesita, un sofá y un televisor. El cuarto de baño tenía una ducha y una lavadora, un lujo en Lituania en esos tiempos. Mi dormitorio era de buen tamaño, con un armario grande, una mesa y una silla, la cama y un teléfono. Ése sería mi hogar durante los nueve meses siguientes.

Durante las primeras semanas en Kaunas estaba demasiado nervioso para salir del apartamento y explorar los alrededores. En lugar de ello me ocupé deshaciendo mi equipaje y enterándome de cómo emplear los utensilios que había en mi nuevo hogar. Vi un poco la televisión y no tardé en darme cuenta de que muchos programas eran importaciones estadounidenses con subtítulos en lituano. Jonas dejó algunos alimentos básicos, como leche, pan y cereales, en la cocina, para mí. Nunca había tenido que prepararme la comida y al principio me las apañé comiendo muchos bocadillos y tazones de copos de maíz. Pronto tendría que hacer acopio de todo mi valor y realizar mi primera visita al centro.

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