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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (18 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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Al cabo más o menos de una semana, estaba en la cocina de mi apartamento preparándome unos bocadillos cuando percibí una pequeña mancha moviéndose por la pared alicatada de enfrente. Al acercarme y mirar de nuevo vi que era un insecto que no había visto nunca antes. Al día siguiente, en el centro, le pregunté a Birute. «Es un
tarakonas
», me dijo, y luego pensó durante algunos instantes, buscando la palabra en inglés. «Una cucaracha». No tardé en descubrir que los insectos son un problema bastante común en muchos de los viejos edificios de Lituania. Telefoneé a Jonas, mi casero, que se disculpó y prometió ocuparse de la plaga. No obstante, era todo el bloque el que requería un tratamiento y, como mis vecinos eran todos muy ancianos, no fue fácil hacerlo con rapidez. Mientras tanto, Jonas me dio un pulverizador para que lo utilizase con todas las cucarachas que viese. No me preocupé mucho por ellas, aunque me distraían si veía una mientras trataba de escuchar una conversación con alguien o miraba la televisión. Cuando, en uno de mis regulares informes telefónicos a casa, se lo conté a mis padres, se preocuparon mucho y tuve que asegurarles que mi apartamento era muy limpio, que yo estaba totalmente sano y que el casero se afanaba por solucionar el problema. Eso fue varias semanas antes de que Jonas pudiera finalizar el tratamiento en todo el bloque, aunque siguió habiendo cucarachas, si bien sólo realizaban apariciones puntuales de vez en cuando.

El invierno llegó inexorablemente durante los meses siguientes a mi llegada a Lituania, y trajo consigo mucha nieve y frío por todo el país. Las temperaturas, en Kaunas, descendían de noche hasta treinta bajo cero. Mi apartamento no se encontraba en un edificio moderno; estaba mal protegido contra el frío y no era fácil mantenerlo caliente. Pedí prestado un radiador a otro de los voluntarios del centro que había comprado uno nuevo y que estuvo encantado de prestarme el de repuesto. Lo enchufaba en la sala de estar mientras veía la televisión o leía por la noche, y luego lo llevaba al dormitorio para mantenerme caliente y dormir bien. Jonas colocó burletes en las puertas y las ventanas después de que Birute —a quien le expliqué la situación— interviniese en mi nombre. Aparte de la intensidad del frío, me gustaba el tiempo invernal: la crujiente sensación de abrirte paso a través de varios centímetros de nieve recién caída, de camino hacia el trabajo, y la visión de que todo a mi alrededor era de un blanco luminoso y reluciente. A veces, por la noche, me ponía el abrigo y las botas, y caminaba por las calles sosegadas, mientras los copos de nieve caían dando tumbos alrededor de mi cabeza. Me detenía bajo una farola iluminada y levantaba el rostro hacia el cielo, extendiendo los brazos y dando vueltas en círculo.

En diciembre, cuando se acercaba la Navidad, las mujeres del centro me preguntaron cuáles eran mis planes para las fiestas. Me di cuenta de que serían mis primeras Navidades lejos de mi familia y comprendí que era una época especial para compartir con otras personas. Una de mis compañeras de trabajo en el centro, Audrone, insistió en que fuese a pasar las fiestas con ella y su familia, y acepté agradecido. En Lituania, la Nochebuena es mucho más importante que el día de Navidad y su preparación ocupa muchas horas. Se limpia la casa, y todo el mundo tiene que bañarse y vestir ropa limpia antes de la cena. Audrone y su marido me recogieron en el coche y me llevaron a su casa, en un enorme bloque de apartamentos. Al salir del coche me di cuenta de que su esposo era altísimo, medía más de dos metros. Me recordó al número 9.

Una vez en su casa, conocí al hijo y a la madre de Audrone. Todo el mundo sonreía y parecían contentos de conocerme. El pasillo que conducía a la sala de estar era largo, oscuro y estrecho, pero mientras lo recorría con lentitud fue desvaneciéndose la penumbra, hasta que finalmente fui recibido por una ráfaga brillante, un baño de luz y color. En el centro de la habitación había una larga mesa cubierta por un suave paño de lino con un poco de heno esparcido por debajo. Me explicaron que era para recordarnos que Jesús nació en un establo y estuvo acostado en un pesebre con heno. En la mesa había doce platos diferentes, todos sin carne (el número representa a los doce apóstoles): arenque en salmuera, pescado, ensalada de verduras invernales, patatas hervidas, chucrut, pan, tarta de arándanos y leche de semillas de amapola. Antes de comer, el marido de Audrone tomó una bandeja de barquillos navideños y ofreció uno a cada persona en la mesa, incluyéndome a mí. Luego le entregó uno a Audrone, que partió un pedazo y se lo ofreció a su vez a él. Eso continuó hasta que cada persona partió un pedazo del barquillo. Los platos no se consumían en un orden determinado, pero me explicaron que era costumbre probar de todos ellos. Cada uno simbolizaba algo importante del año venidero: el pan, por ejemplo, representaba alimento para los meses que teníamos por delante y las patatas, humildad. Mi favorito fue la leche de semillas de amapola —
aguonu pienas
, en lituano—, servida con pequeñas bolas de masa de harina. La leche se prepara rayando las semillas de amapolas escaldadas y luego se mezcla con agua, azúcar o miel y frutos secos. Durante la comida, Audrone me explicó algunas de las creencias tradicionales lituanas relativas a la Navidad. Por ejemplo, se cree que en la medianoche del día de Navidad toda el agua de arroyos, ríos, lagos y pozos se transforma en vino, aunque sólo durante un instante. Otra creencia es que a medianoche, los animales pueden hablar, aunque a la gente no se le anima a escucharlos. Al día siguiente, el 25 de diciembre, la familia me llevó a un parque nevado, y anduvimos y hablamos juntos sobre un lago helado. Fueron unas Navidades para recordar. Una de las experiencias más gratificantes de vivir en Lituania fue aprender el idioma nativo. Cuando les dije a las mujeres del centro que quería aprender lituano, me miraron perplejas. ¿Por qué iba yo a querer aprender una lengua tan minoritaria y difícil? Era cierto que muchos lituanos ya hablaban bastante inglés, por lo que yo no necesitaba conocer el lituano. De hecho, ninguno de los voluntarios británicos podía decir más que unas pocas palabras, ni tampoco Neil, el de los Cuerpos de Paz norteamericanos. Era muy raro que un extranjero quisiera intentar aprender lituano. No obstante, era la lengua que oía hablar a mi alrededor a diario y sabía que me sentiría más cómodo, más en casa, en Lituania, si pudiera hablar en su propia lengua con mis amigos, estudiantes y compañeros de trabajo en el centro.

Birute estuvo encantada de enseñarme. Se sentía muy orgullosa de su idioma y le gustaba hablarlo conmigo. Escribí algunas palabras al aprenderlas a fin de ayudarme a visualizar y recordarlas, para así poder leer los cuentos que leyeron las hijas de Birute cuando eran pequeñas. Mi amiga también me enseñó una popular canción infantil lituana:

Mano batai buvo du

Vienas dingo, nerandu.

Aš su vienu batuku

Niekur eiti negaliu!

Que significa: «Tengo dos zapatos, uno se ha perdido y no sé dónde está. ¡Con sólo un zapatito, a ningún sitio puedo ir!».

Pocos días después de empezar las clases de lituano con Birute, pude empezar a construir algunas frases, para su sorpresa, y en pocas semanas ya podía conversar cómodamente con los lituanos. Me ayudó mucho pedir a los del centro que me hablasen siempre en ese idioma. Todas las personas con las que hablaba me felicitaban por mi capacidad para hablar bien el lituano, incluyendo a una de mis ancianas vecinas, especialmente sorprendida de que un joven inglés pudiera hablar con ella en su idioma. También fui de utilidad en una ocasión en la que me invitaron a salir con otros voluntarios para ir a cenar a un restaurante. El camarero no entendía inglés, para disgusto de los voluntarios, así que yo se lo traduje en lituano. De vez en cuando no me importaba actuar como intérprete para otros voluntarios, porque me parecía una experiencia muy interesante y otra oportunidad para practicar mis habilidades lingüísticas.

En una ocasión incluso pensaron que yo era lituano. Un día, cuando regresaba del centro a casa, un hombre que buscaba una dirección se acercó a mí, insistiendo, aunque le repetí en lituano en varias ocasiones que no conocía el lugar que buscaba. Finalmente me detuve y dije: «
Atsiprašau, bet tikrai nezinau. Aš nesu Lietuvis. Esu iš Anglijos
» («Perdone, pero de verdad que no lo sé. No soy lituano. Soy de Inglaterra»). Puso unos ojos como platos, se disculpó y se alejó.

Cuando llegó la primavera, ya me encontraba muy instalado en mi vida lituana. Fui desarrollando rutinas graduales que me proporcionaron una sensación de calma y seguridad, y que me ayudaron a lidiar con los cambios. Cada mañana temprano, justo antes del amanecer, me levantaba, me ponía ropa cómoda y suelta, y salía a dar un largo paseo por las calles hasta llegar a un parque lleno de robles. Los árboles eran altos, como si quisieran alcanzar el cielo, y me ayudaban a sentirme a salvo mientras recorría el idéntico camino a su alrededor al inicio de cada día. Tras regresar a mi apartamento para lavarme, ducharme y vestirme para trabajar, subía por la empinada calle que conducía al centro, me sentaba y tomaba un café mientras las mujeres chismorreaban sobre sus cosas, que a mí no me interesaban. Neil, el voluntario de los Cuerpos de Paz norteamericanos, llevaba varios meses —desde Navidad— padeciendo dolor de espalda, y había visitado a muchos doctores, sin hallar alivio. Finalmente, tuvo que regresar a Estados Unidos para seguir un tratamiento. Yo me encargué de sus clases para llenar su ausencia, lo que significó que enseñaba inglés mañana y tarde casi todos los días de la semana. También tuvimos otros cambios: el marido de Birute cayó muy enfermo y tuvo que dejar de venir a clase para ocuparse de él. A la hora de la comida solía quedarme en el centro y comer los bocadillos que preparaba la noche anterior, aunque de vez en cuando comía en una cafetería local con Zygintas, cuyo trabajo estaba cerca del centro. Después de trabajar me compraba palitos de pescado congelados, pan, queso y otros alimentos antes de regresar andando a casa para prepararme la cena, leer y mirar la televisión antes de acostarme. Ya no me importaba tener que arreglármelas por mí mismo, aunque echaba de menos a Birute y esperaba no tardar en volver a verla.

En verano el trabajo en el centro se redujo porque las estudiantes se fueron a pasar sus largas vacaciones con su familia junto al mar. La familia de Zygintas, como muchos otros lituanos, tenía una casa de verano en el campo y me invitó a ir a verle. Zygintas me dio las indicaciones necesarias para tomar un autobús que pasaba cerca de casa, y me dijo que me recogería y me llevaría el resto del camino una vez que hubiese llegado al punto de reunión. El autobús era viejo y traqueteante; al cabo de poco tiempo me alejó de la ciudad, adentrándome por largas carreteras llenas de barro, rodeadas de árboles y campos. Zygintas me dio un nombre que yo no encontraba por ninguna parte. Estaba demasiado nervioso para preguntarle a nadie, por lo que permanecí sentado y esperé. Finalmente, el autobús llegó a una parada junto a una serie de edificios de madera, los primeros que había visto desde hacía media hora, así que reuní todo mi coraje y me levanté, explicando en lituano que me había perdido. Los otros tres pasajeros se quedaron mirándome; me bajé del autobús y empecé a contar para mí mismo porque estaba temblando y no sabía qué hacer. El conductor se acercó y sin decirme una palabra señaló un itinerario. El nombre que me dio Zygintas no aparecía allí. Miré el reloj; llegaba ya una hora tarde a mi cita con él. Me dirigí al primer edificio y le expliqué mi situación en lituano a la mujer que se hallaba tras el mostrador. Sacudió la cabeza y no dijo nada. Volví a intentarlo, repitiéndolo en lituano, pero ella volvió a sacudir la cabeza. Entonces, desesperado, lo intenté en inglés: «¿Tiene teléfono?», pregunté. Tras oír la palabra «teléfono» asintió y señaló un teléfono negro que había en un rincón. Corrí hacia él y marqué el número de Zygintas. «¿Dónde estás?», preguntó, y yo le di el nombre que había visto en el itinerario del autobús. «¿Cómo has llegado hasta ahí?», volvió a preguntarme, y luego me dijo: «Espérame ahí. Voy ahora mismo a recogerte». Media hora más tarde apareció su coche y me llevó a la casa de verano. De camino, me explicó que había llegado a una zona del campo cuya población hablaba ruso y no entendían lituano. El retraso implicó una visita más corta a la casa, en la que conocí a la familia de Zygintas y a la que llegué a tiempo de participar en la barbacoa, seguida de un chapuzón en un río de las inmediaciones.

Birute también quería que fuese a pasar algún tiempo a la casa de verano de su familia. Deseaba que conociese a su hermana, que era poetisa. Mientras tomábamos café recitó algunos de sus poemas y más tarde caminamos juntos por un lago de aguas claras y azules. El cielo estaba despejado y brillaba el sol, reluciendo con su luz sobre la superficie del agua como pecios solares. Más adelante, Birute me pidió que la acompañase hasta un lugar cercano donde pudiéramos sentarnos y presenciar la puesta del sol. Ése era nuestro primer encuentro en varias semanas y también el último, porque mi contrato como voluntario había finalizado y era hora de que volviese a casa. Birute me dijo que nuestra amistad había significado mucho para ella, sobre todo durante una temporada especialmente difícil. Afirmó que se daba cuenta de que yo había crecido mucho desde la época en que me conoció. Yo también lo sabía y sentía desde hacía un tiempo que no era sólo el día a día lo que había cambiado; con la decisión de venir a vivir en Lituania, yo mismo había cambiado y en cierta manera me había renovado. Mientras permanecíamos allí sentados, en silencio, mirando hacia el sol poniente de verano, nuestros corazones no sintieron tristeza porque sabíamos que cuando una aventura finaliza, otra está a punto de empezar.

8
Enamorarse

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