Read Nacido en un día azul Online

Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (15 page)

BOOK: Nacido en un día azul
10.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Las partidas eran cronometradas; yo empecé mi primer encuentro confiadamente y jugué con rapidez. No tardé en lograr una posición de fuerza en el tablero y una buena ventaja respecto a mi oponente. Entonces, de repente, mi oponente movió, apretó el botón del reloj y se puso en pie rápidamente. Le observé caminando arriba y abajo del pasillo mientras esperaba que yo respondiese. Yo no me esperaba algo así y me di cuenta de que no podía concentrarme bien mientras él iba arriba y abajo, con sus zapatos crujiendo sobre el duro y brillante suelo. Totalmente distraído, realicé algunos movimientos muy malos y perdí la partida. Me sentí muy decepcionado, y también incapaz de jugar las otras partidas porque no pude volver a concentrarme. Salí de la sala y me fui a casa, teniendo claro que los torneos no eran para mí.

Continué jugando regularmente conmigo mismo con un tablero en el suelo de mi cuarto. Mi familia sabía que no debía interrumpirme cuando estaba en medio de una partida. Cuando jugaba conmigo mismo, el ajedrez era sosegador, con sus reglas fijas y coherentes, así como sus pautas repetidas de fichas y posiciones. A los dieciséis años creé una partida de 18 movimientos y la envié a la revista de ajedrez que leía ávidamente durante mis visitas a la biblioteca. Para mi sorpresa, la publicaron algunos meses después como el tema principal de las páginas de cartas al director. Mis padres se sintieron tan orgullosos que hicieron enmarcar esa página y la colgaron de la pared de mi dormitorio.

Al principio de ese mismo año —1985—, realicé mis exámenes de
ESO
, sacando las mejores notas posibles —A*— en historia, A en lengua inglesa y en literatura inglesa, en francés y alemán, dos B en ciencias y una C en carpintería. En el examen preliminar de matemáticas saqué una A, pero en los finales me dieron una B porque mi álgebra no era del todo buena. Me resultaba difícil utilizar ecuaciones que sustituían números —para los que tenía una respuesta sinestésica y emocional— por letras, para las que carecía de respuesta. Ésa fue la razón por la que decidí no elegir matemáticas como optativa en
COU
, sino estudiar historia, francés y alemán.

Una de mis profesoras de francés en
COU
, la señorita Cooper, me ayudó a organizar mi primer viaje al extranjero, a Nantes, una ciudad costera a orillas del río Loira, al noroeste de Francia. Tenía diecisiete años. La profesora conocía a una familia allí a la que le encantaría alojarme y ocuparse de mí durante mi estancia. Nunca hasta entonces había necesitado un pasaporte, y tuve que solicitar uno con urgencia, antes de tomar el vuelo a mitad del verano. Recuerdo haberme sentido muy inquieto al tener que dejar a mi familia, volar en un avión e ir a otro país. Pero también estaba muy emocionado ante la oportunidad de poder utilizar mi francés y pude hacer frente a todo ello. Durante los diez días de vacaciones, la familia de acogida me trató extremadamente bien, ofreciéndome un espacio propio cuando lo necesité y animándome continuamente a utilizar y practicar mi francés. Toda conversación era
en français
, mientras jugábamos al ping-pong, íbamos a la playa y durante las ociosas comidas a base de marisco. Regresé a casa sano y salvo, a excepción de mi piel algo quemada por el sol.

Ese mismo año llegó a nuestra escuela un chico alemán llamado Jens para estudiar durante el verano a fin de mejorar su inglés. Como yo era el único estudiante de mi clase que podía hablar su idioma, se sentaba conmigo durante las clases y me acompañaba allí donde yo fuera. Me gustaba tener a alguien con quien hablar y pasar el tiempo durante los descansos, hablando en una mezcla de alemán e inglés. Jens me enseñó muchas palabras de alemán moderno, como
handy
para teléfono móvil y
glotze
para televisor, que desconocía hasta entonces. Mantuvimos el contacto mediante correo electrónico cuando regresó a Alemania. El me escribe en inglés y yo le contesto en alemán.

La adolescencia me iba cambiando. Era más alto y mi voz más profunda. Mis padres me enseñaron a utilizar desodorante y a afeitarme, aunque esto último me era muy difícil, me resultaba incómodo y acababa dejando crecer mi incipiente barba durante gran parte del tiempo. El raudal de hormonas también afectaba a la manera en que veía y sentía a las personas que me rodeaban. No comprendía las emociones. Eran algo que me sucedía sin más, y a menudo parecían caídas del cielo. Todo lo que yo sabía era que quería estar cerca de alguien, y como no entendía la cercanía como algo que es ante todo emocional, me acercaba a algunos estudiantes en el patio y me quedaba muy cerca de ellos hasta que podía sentir el calor de sus cuerpos en mi piel. Aún no comprendía el concepto del espacio vital, y que mi comportamiento hacía que otras personas se sintiesen incómodas a mi lado.

A partir de los once años supe que me atraían otros chicos, aunque pasaron varios años antes de que me considerase
gay
. A los demás chicos de mi clase les interesaban las chicas y hablaban mucho de ellas, pero eso ya no me hacía sentir como un extraño. Por entonces era muy consciente de que mi mundo era muy distinto al suyo. Nunca me sentí avergonzado acerca de mis sentimientos, porque no los había elegido conscientemente; eran tan espontáneos y reales como los demás cambios fisiológicos de la pubertad. A lo largo de mi adolescencia siempre fui muy inseguro debido a las burlas de que fui objeto y a mi incapacidad para hablar e interactuar cómodamente con mis semejantes, y por eso ligar nunca fue una opción para mí. Aunque en el colegio teníamos clases de educación sexual, nunca me interesaron y tampoco trataban de las sensaciones que yo experimentaba.

A los dieciséis años me enamoré de alguien, tras empezar sexto curso. Mi clase era mucho más pequeña que antes, con tan sólo doce estudiantes, y entre los nuevos había un chico que se había mudado hacía poco a la zona y que había escogido historia como optativa, igual que yo. Era alto, seguro de sí mismo y sociable, a pesar de ser nuevo en el colegio. En muchos sentidos era justo lo contrario que yo. Me sentía raro con sólo mirarle. Se me secaba la boca, me daba vueltas el estómago y el corazón me latía muy deprisa. Al principio tenía suficiente con verle a diario en el colegio, aunque si él llegaba tarde a clase me sentía incapaz de concentrarme, esperando que entrase por la puerta.

Un día le vi leyendo en la biblioteca escolar y me senté en la mesa de al lado. Estaba tan nervioso que me olvidé de presentarme. Por fortuna, él me reconoció y siguió leyendo. Permanecí allí sentado, incapaz de decir nada, durante quince minutos, hasta que sonó la campana que indicaba el final del recreo. Me levanté y me fui. Luego se me ocurrió la idea de que si le ayudaba con los deberes de historia, me sería más fácil interactuar con él. Escribí páginas y páginas de apuntes sobre las lecciones de historia del mes anterior y se las pasé la siguiente vez que le vi en la biblioteca. Pareció sorprenderse y me preguntó por qué lo hacía. Le respondí que quería ayudarle porque era nuevo. Tomó los apuntes y me dio las gracias. Escribí más apuntes para él, que aceptó sólo después de que le asegurase que no me causaba problemas. No obstante, nunca hubo un momento en el que se dirigiese a mí como a un amigo o hiciese el mínimo esfuerzo por pasar un rato conmigo. No tardé en impacientarme y escribí una nota acerca de cómo me sentía, que le di en la biblioteca durante un descanso. Salí del lugar en cuanto le di mi mensaje, incapaz de permanecer allí mientras él leía mis pensamientos más íntimos. Más tarde, al final de la jornada escolar, le vi mientras me dirigía hacia la puerta del colegio. Estaba en medio del camino, observando y esperando. Tuve la sensación de querer dar la vuelta y echar a correr, incapaz todavía de mirarle a la cara, pero era demasiado tarde; ya me había visto. Permanecimos juntos en el camino, sin decir nada, y durante un breve y feliz momento pareció como si él hubiese entrado en mi mundo. Me devolvió la nota, y dijo simple y amablemente que él no era el tipo de persona que yo quería que fuese. No estaba enfadado ni rabioso y no echó a correr, sino que permaneció pacientemente allí, mirándome hasta que bajé la cabeza y me alejé.

De vuelta a casa, hice lo que solía hacer en momentos de tristeza e incertidumbre: escuché mi música favorita, que siempre parecía tranquilizarme. Mi banda preferida eran los Carpenters, pero también me gustaban otros músicos, como Alison Moyet y los Beach Boys. Yo tenía un umbral de tolerancia muy alto para las repeticiones y a veces escuchaba la misma canción cien veces, una y otra vez, en mi
walkman
personal, escuchándola en una secuencia ininterrumpida durante horas.

Mis dos años en sexto fueron difíciles también a causa de otras cuestiones. El cambio en la estructuración de las lecciones y las materias me tomó por sorpresa y me adapté con dificultad. En mi clase de historia, los temas que estudié durante los dos años anteriores cambiaron por completo, dando paso a otros sin ninguna relación y que no me interesaban lo más mínimo. La cantidad de trabajo escrito requerido también aumentó de manera considerable y tuve que esforzarme bastante para poder escribir más sobre sucesos e ideas de las que apenas sabía nada y que no me interesaban. Sin embargo, en esa época, la relación que tenía con mi profesor de historia —el señor Sexton— era muy buena, mucho mejor que con cualquiera de mis compañeros. Él respetaba el interés que sentía por la asignatura y le gustaba hablar conmigo después de clase sobre los temas que más me interesaban. La flexibilidad del nivel de
COU
también implicaba que podía estudiar a mi propio ritmo, y que las clases eran más pequeñas y mejor enfocadas. Al final del último trimestre me sentía agotado y triste. Aunque saqué buenas notas en los exámenes finales, eso no me ayudó a hallar una respuesta a la pregunta que por entonces me hacía una y otra vez: «¿Y ahora qué?».

7
Un billete para Kaunas

Mis padres siempre habían esperado que yo fuese a la universidad. Me apoyaron incondicionalmente a lo largo de mis estudios y se sintieron orgullosos de mis éxitos académicos. Tanto mi padre como mi madre dejaron el colegio sin ningún título y nadie en la familia había optado antes por la educación superior. Pero yo nunca me sentí cómodo con la idea de tener que ir a la universidad. Aunque me había esforzado mucho para mejorar mis capacidades sociales, seguía sintiéndome extraño e incómodo con la gente. También quería dejar las aulas, y hacer algo nuevo y distinto. A pesar de todo, como muchos chicos a los dieciocho años, todavía no tenía muy claro qué podría ser eso. Cuando le dije a mi madre que había decidido no ir a la universidad, me contestó que estaba decepcionada. En esa época mis padres no estaban seguros de que yo pudiera adaptarme totalmente a las demandas del mundo exterior. Después de todo, aún ahora, las actividades más nimias —como cepillarme los dientes y afeitarme— me cuestan mucho tiempo y esfuerzo.

Cada día leía las últimas páginas del periódico, en busca de ofertas de empleo. En el colegio le dije al consejero de orientación profesional que algún día me gustaría clasificar cartas en correos o ser bibliotecario. La idea de trabajar en una oficina de clasificación, colocando cada carta en la casilla adecuada, o en una biblioteca, rodeado de palabras y números, en entornos estructurados, lógicos y tranquilos, siempre me pareció ideal. Pero las bibliotecas de mi zona no necesitaban más personal y algunas requerían unas aptitudes concretas de las que yo carecía. Entonces encontré un anuncio muy pequeño en el periódico en el que buscaban gente interesada en voluntariado en el extranjero. Había leído tanto acerca de los diferentes países del mundo —me sabía los nombres de todas las capitales de Europa— que la idea de vivir y trabajar en un país diferente me pareció aterradora y muy excitante a la vez. Incluso pensar en la posibilidad representaba un gran salto adelante, pero también sabía que no quería vivir con mis padres para siempre.

Lo hablé con la familia. No estaban muy convencidos pero dije que al menos iba a llamar al número del anuncio para requerir más información. Pocos días después metieron algunos folletos por debajo de la puerta. Quienes habían puesto el anuncio representaban a una rama juvenil de
VSO
—Voluntary Services Overseas (Servicios de Voluntariado Extranjero)—, una institución benéfica internacional y la organización de reclutamiento de voluntariado más grande del mundo. Buscaban sobre todo gente joven de zonas pobres de Gran Bretaña para proporcionarles una oportunidad —realizar tareas de voluntariado en el extranjero— que de otro modo les estaría vedada. A los solicitantes elegidos se los enviaría a ocupar puestos en Europa del Este, y recibirían formación continuada y apoyo en su destino. Tras más consultas con la familia acabé rellenando una de las solicitudes y esperé las noticias de los organizadores.

Me preocupaba la posibilidad de tener que dejar a mi familia y viajar cientos de kilómetros para emprender una nueva vida en un país diferente. Pero ahora era un adulto y sabía que tenía que hacer algo si quería abrirme camino en el mundo que había fuera de mi habitación. Jens, mi amigo alemán, me animó a viajar igual que él había hecho yendo a Inglaterra, y creía que la experiencia me daría confianza y me abriría a otras personas. Yo esperaba que al viajar al extranjero podría descubrir muchas cosas sobre mí mismo, acerca del tipo de persona que era.

Llegó una carta que me comunicaba que habían aceptado mi solicitud y que debía acudir a una entrevista en el centro de Londres. El día señalado mis padres me dieron dinero para un taxi, para no llegar tarde. Mi padre me ayudó con el nudo de la corbata, y me puse una camisa y pantalones recién comprados. Las etiquetas de la camisa me rozaban la espalda y me rasqué tanto que al final sentí la piel enrojecida y dolorida. Cuando llegué al edificio subí en el ascensor —observando los números que se iluminaban en la pantalla interior— y luego llegué a la recepción y di mi nombre. La mujer hojeó algunas páginas y luego hizo una marca con tinta morada, para a continuación pedirme que tomase un asiento. Supe que lo que quería decir era «siéntese, por favor» y no que me llevase una de las sillas de la sala de espera; por tanto fui, me senté y esperé.

BOOK: Nacido en un día azul
10.31Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Living sober by Aa Services Aa Services, Alcoholics Anonymous
Waiting for Jo by srbrdshaw
Rebecca Wentworth's Distraction by Robert J. Begiebing