Nunca fui maleducado intencionadamente. Lo que sucedía era que no comprendía que el propósito de conversar no era hablar precisamente de lo que más te interesaba. Yo hablaba, de manera muy detallada, hasta que me vaciaba de todo lo que quería decir y sentía que podía reventar si era interrumpido a la mitad. Nunca se me ocurrió que el tema del que charlaba podía no interesar lo más mínimo a la otra persona. Tampoco me daba cuenta de si el oyente empezaba a inquietarse o a mirar alrededor, y seguía hablando hasta que me decían algo parecido a: «Me tengo que ir».
Escuchar a otras personas no me resulta fácil. Cuando alguien me habla suelo sentir como si estuviese intentando sintonizar con una emisora de radio en particular y que mucho de lo que dice entra y sale de mi cabeza como si hubiese interferencias, sin acabar de entenderlo. Con el tiempo he aprendido a captar lo suficiente como para acabar entendiendo de qué se está hablando, pero puede ser problemático cuando me hacen una pregunta y no la oigo. Entonces hay veces en que el interrogador se molesta conmigo, lo que hace que me sienta mal.
Las conversaciones en clase o en el patio solían ser imposibles a causa de mi incapacidad para seguir «el hilo». Mi mente suele divagar, en parte porque recuerdo tantas cosas de lo que he visto y leído que una palabra o un nombre casual en medio de una conversación pueden provocar una riada de palabras en mi mente, como un efecto de dominó. Ahora, cuando escucho el nombre Ian, aparece espontáneamente en mi cabeza una imagen mental de alguien a quien conozco que tiene ese nombre, sin que haya pensado en ello. Luego la imagen salta a una en la que conduce su Mini, que a su vez hace que recuerde varias escenas de la película clásica
El trabajo italiano
. La secuencia de mis pensamientos no siempre es lógica, pero aparece como una forma de asociación visual. En el colegio, esos desvíos asociativos a veces hacían que dejase de escuchar lo que me estaban diciendo y los profesores me solían regañar por no atender o concentrarme lo suficiente.
A veces puedo escuchar todo y enterarme de todos los detalles de lo que se me cuenta, pero sigo sin poder contestar de manera apropiada. Alguien puede decirme: «Estaba escribiendo un ensayo en mi ordenador cuando accidentalmente toqué la tecla equivocada y lo borré todo», y yo entiendo que apretó la tecla, pero no relaciono las frases entre sí y no me entero de la situación, de que el ensayo se borró. Es como unir puntos en un libro infantil de colorear y ver todos los puntos pero no la imagen que conforman cuando se unen. Me resulta prácticamente imposible «leer entre líneas».
También me es muy difícil responder a frases que no adoptan la forma explícita de una pregunta. Tiendo a aceptar lo que se me dice como información, lo que significa que no me resulta fácil utilizar el lenguaje de manera social, como hace la mayoría de la gente. Si una persona te dice: «Qué día más malo tengo», he aprendido que espera que tú digas algo como: «Ah, ¿sí?», y luego preguntes qué es lo que hace que el día sea tan malo. Yo tenía problemas en clase si el profesor imaginaba que estaba apático, cuando de hecho no me daba cuenta de que esperaba que diese una respuesta. Por ejemplo, él podía decir: «Siete por nueve», mirándome, y claro, yo sabía que la respuesta era sesenta y tres, pero no me daba cuenta de que esperaba que dijese la respuesta en voz alta para la clase. Sólo si el profesor repetía su pregunta de manera explícita: «¿Cuánto son siete por nueve?», le ofrecía la respuesta. Saber cuándo alguien espera que le respondas a una frase no es algo que yo sepa de manera intuitiva, y mi capacidad para hacer cosas como conversar con la gente sólo me ha sido posible a base de mucha práctica.
Practicar todas esas aptitudes ha sido muy importante para mí porque lo que más deseaba era ser normal y tener amigos como los demás niños. Siempre que adquiría una nueva capacidad, como mantener el contacto ocular, me parecía algo muy positivo porque para conseguirlo había tenido que esforzarme mucho y la sensación personal de logro era increíble.
Tuve que acostumbrarme a la soledad que me rondaba en el patio. Aparte de mis caminatas entre los árboles, pasaba el tiempo contando piedras y los números de la rayuela. Solía abismarme en mis propios pensamientos, ajeno a lo que los demás creyesen o pensasen. Cuando me entusiasmaba con algo, solía ahuecar las manos juntas, acercándolas al rostro y apretando los dedos contra los labios. A veces sacudía las manos a la vez y hacía sonido de palmadas. Si lo hacía en casa, mi madre se ponía nerviosa y me pedía que parase. Pero no lo hacía a propósito…; sucedía, y en muchas ocasiones ni siquiera me daba cuenta de que lo hacía hasta que alguien me lo decía.
Lo mismo sucedía cuando hablaba solo. La mayoría de las veces no me daba ni cuenta. En ocasiones me era difícil pensar y no expresar mis pensamientos en voz alta. Siempre que me absorbo en mis pensamientos hay mucha intensidad en juego y eso afecta al cuerpo. Puedo sentirlo tenso. Ni siquiera ahora puedo evitar que se me muevan las manos y tirarme inconscientemente de los labios mientras pienso. Cuando hablo conmigo mismo, me ayuda a calmarme y a concentrarme en algo.
Algunos de los chicos del patio se acercaban y se burlaban de mí imitando mi batir de manos e insultándome. No me gustaba cuando se acercaban demasiado y podía sentir su aliento en mi piel. Si eso sucedía me sentaba en el duro suelo de hormigón y me tapaba los oídos con las manos, esperando que se fuesen. Cuando me sentía muy estresado, contaba las potencias de 2 de esta manera: 2, 4, 8, 16, 32… 1024, 2048, 4096, 8192… 131 072, 262 144… 1 048 576. Los números conformaban pautas visuales en mi cabeza que me tranquilizaban. Dado que era tan diferente, los chicos no estaban del todo seguros acerca de cómo burlarse de mí y no tardaban en cansarse de intentarlo si yo no reaccionaba de la manera que ellos esperaban, llorando o huyendo. Los insultos continuaron, pero aprendí a ignorarlos y acabaron por no molestarme demasiado.
Quienes tienen el síndrome de Asperger quieren hacer amigos, pero les resulta muy difícil. La aguda sensación de aislamiento era algo que yo sentía muy profundamente y que me hacía daño. Para compensar mi falta de amigos creé unos que me acompañaban en mis paseos por los árboles del patio. Hay una que recuerdo muy bien incluso ahora. Era una mujer muy alta, que medía más de 1,80 metros de altura, y que iba cubierta de la cabeza a los pies con una larga capa azul. Tenía el rostro muy delgado y lleno de arrugas, porque era muy, muy vieja. Tenía más de cien años. Sus ojos eran como estrechas rendijas acuosas que solía cerrar, como si estuviese muy concentrada. No le pregunté de dónde era; no me importaba. Me dijo que se llamaba Anne.
Me pasaba los recreos manteniendo largas e intensas conversaciones con Anne. Su voz era suave y siempre amable, dulce y tranquilizadora. Me sentía muy sosegado con ella. Su historia personal era compleja: había estado casada con un hombre llamado John, que murió hacía tiempo y que era herrero. Fueron muy felices juntos pero no tuvieron hijos. John murió hacía mucho tiempo y Anne se quedó sola y se sentía agradecida por mi compañía. Me sentía muy cercano a ella, porque no había nada que yo pudiera hacer o decir que la disgustase o hiciese que desease marcharse. Podía descargarme de todos mis pensamientos y ella se quedaba allí y escuchaba pacientemente, sin interrumpirme ni decir lo raro o estrafalario que era.
Muchas de las conversaciones que mantuvimos fueron filosóficas, sobre la vida y la muerte, y todo lo que hay en medio. Hablamos de lo que me gustaban las mariquitas y mis torres de monedas, sobre libros, números, sobre los árboles muy altos, y los gigantes y princesas de mis cuentos favoritos. A veces le hacía una pregunta a Anne que no respondía. En una ocasión le pregunté por qué era tan distinto de los otros niños, pero sacudió la cabeza y dijo no saberlo. Pensé que tal vez la respuesta era terrible y que quería protegerme, así que no volví a preguntar. Afirmó que no debía preocuparme de los otros chicos y que me iría bien. Muchas cosas de las que me decía tenían por objeto tranquilizarme, y lo conseguía, porque siempre me separaba de ella contento y en paz.
Un día apareció mientras yo caminaba como siempre por detrás de los árboles, golpeando los tacones contra la gruesa y áspera corteza mientras andaba, y ella se quedó muy quieta, más de lo que estaba acostumbrado a ver en ella. Me pidió que la mirase porque tenía que decirme algo importante. A mí me resultaba difícil mirarla a los ojos, pero levanté la cabeza y lo hice. Tenía la boca muy cerrada, y en su rostro aparecía una mirada más suave y luminosa que en las pocas ocasiones en que la había observado de cerca. Se quedó callada durante algunos minutos; luego habló muy dulcemente y poco a poco, y me dijo que tenía que irse y que era posible que no regresase. Me sentí muy contrariado y le pregunté por qué; ella me respondió que se estaba muriendo y que había venido para despedirse. A continuación, desapareció por última vez. Yo lloré y lloré hasta que no pude seguir haciéndolo y continué muy apenado por ella durante muchos días. Era alguien muy especial para mí y sabía que nunca la olvidaría.
Mirando hacia el pasado, podría afirmar que Anne era la personificación de mi sensación de soledad e incertidumbre. Era un producto de esa parte de mí que quería habérselas con mis limitaciones y empezar a liberarse de ellas. Al soltarla tomé la dolorosa decisión de intentar hallar mi camino hacia un mundo más amplio en el que poder vivir.
Mientras que los niños, después del colegio, salían a la calle o iban al parque a jugar, a mí me gustaba meterme en mi habitación, sentarme en el suelo y abismarme en mis pensamientos. A veces jugaba a una forma sencilla de solitario de mi propia invención con una baraja de cartas, en la que a cada carta se le daba un valor numérico: el as era el 1, la jota el 11, la reina el 12 y el rey el 13, mientras que los números del resto de las cartas determinaba su valor. El objeto del juego era quitar todas las cartas posibles de la baraja. Al principio, se barajaba y luego se separaban cuatro. Si el valor total de las cartas de esa mano era un número primo, esas cartas se perdían. Ahí es donde aparece, como en otras formas de solitario, el azar. Imagina que las cuatro primeras cartas son: 2, 7, rey (13) y 4. Esta mano está de momento a salvo, ya que 2 + 7 = 9, que no es primo, 9+13 = 22, que tampoco es primo, y 22 + 4 = 26, que tampoco lo es. El jugador debe ahora decidir si se arriesga a añadir otra carta a esa mano o bien si empieza otra nueva desde cero. Si el jugador decide no arriesgarse añadiendo una nueva carta a las que ya tiene, las cartas de ese montón están a salvo y se guardan. Pero si pide una nueva y el total da un número primo, todas esas cartas se pierden y hay que empezar una nueva mano. El juego finaliza cuando se han hecho grupos con las cincuenta y dos cartas de la baraja, y algunas de las manos se han salvado y otras se han perdido. El jugador suma el número total de cartas salvadas para obtener la puntuación final.
Este juego era fascinante para mí porque al mismo tiempo requería matemáticas y memoria. Una vez que el jugador contaba con un grupo de cuatro cartas cuyo valor no sumaba un número primo, la decisión de si continuar con esa mano o bien empezar una nueva dependía de dos factores: el valor total de las cartas en ese momento y los valores de las que continúan en la baraja. Por ejemplo, si las cuatro primeras cartas son como en el ejemplo anterior: 2, 7, rey (13) y 4 = 26, el jugador debe tener en cuenta en primer lugar cuántos posibles primos podría obtener con la siguiente carta si continúa pidiendo. Los primos después de 26 son 29, 31 y 37 (como el valor más alto de una carta es 13, el rey, no es necesario considerar números superiores a 39 en este ejemplo). Así pues, un 3, un 5 o una jota (11) harían perder esta mano, pero cualquier otra carta permitiría que fuese aumentando de tamaño.
Recordar el valor de las cartas restantes que quedan en la baraja también ayuda al jugador. Por ejemplo, si alcanzases un total de 70 puntos con diez cartas y quedasen tres en la baraja, obviamente sería muy ventajoso saber cuáles son esas tres; por ejemplo, un 3, un 6 y un 9. En esa situación, el jugador debería guardarse las diez cartas y empezar una nueva mano, porque 73 y 79 son primos. Yo recordaba los valores de todas las cartas restantes en la baraja en cualquier momento del juego. Lo conseguía de la siguiente manera: en una baraja hay cuatro cartas de cada (cuatro ases, cuatro doses, etc.). Yo visualizaba cada grupo de cuatro cartas como un cuadrado compuesto por puntos. Los cuadrados tenían distintos colores o texturas, dependiendo del valor de la carta. Por ejemplo, veía el grupo de cuatro ases como un cuadrado brillante y luminoso, porque siempre veo el número uno con una luz muy luminosa. El número 6 lo veo como un puntito negro, y por eso el grupo de cuatro seises es para mí un agujero negro de forma cuadrada. Al ir avanzando el juego y viendo las cartas, los distintos cuadrados en mi cabeza van cambiando de forma. Cuando aparece el primer as de la baraja, el cuadrado luminoso se convierte en triángulo. Cuando lo hace el primer 6, el cuadrado negro se transforma en un triángulo negro. Cuando la baraja saca el segundo as, el triángulo luminoso se torna en una línea luminosa, y con el tercer as, en un punto luminoso. Una vez que se han jugado las cuatro cartas de cada valor, la forma de ese grupo de cuatro en mi cabeza desaparece.
Las cartas ayudan a ilustrar una cualidad particular de los números primos: su distribución irregular. En el juego, algunos valores totales de una mano son mejores que otros. Por ejemplo, un total de 44 es mejor que un total de 34 porque desde 44 el jugador sólo puede obtener dos primos —47 y 53—, mientras que desde 34 puede llegar a conseguir cuatro —37, 41, 43 y 47—, justo el doble. Un valor total de 100 en una mano es muy desafortunado, ya que con la próxima carta pueden aparecer cinco primos: 101, 103, 107, 109 y 113 (con un as, un 3, un 7, un 9 y un rey, respectivamente).
A mis padres les preocupaba que pasase tanto tiempo solo en mi habitación y que no hiciese esfuerzo alguno para jugar con el resto de los niños en la calle. Mi madre era amiga de una mujer que vivía unas casas más abajo y que tenía una hija de mi edad. Un día me llevó de visita para conocerla, y me hizo sentar y hablar con la chica mientras ambas madres charlaban tomando té. Siempre que empezaba a hablar de las cosas que me interesaban la chica me interrumpía y eso me molestaba mucho porque no podía sacar las palabras de mi cabeza y sentía que me faltaba la respiración. Entonces empecé a ponerme muy rojo, lo que la hizo reír. Eso provocó que me pusiera cada vez más rojo, y que de repente me sintiese muy molesto, me levantase y le pegase. Ella comenzó a llorar. No me sorprende que no me volviesen a invitar.