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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (17 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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El lunes por la mañana me levanté temprano, me duché y me vestí, poniéndome un abrigo grueso y una bufanda. Ya hacía mucho frío, aunque el invierno todavía no había llegado. Tras un corto paseo desde el apartamento llegué a la calle principal. En las instrucciones que me dio el coordinador me decía que los billetes del trolebús podían adquirirse en los numerosos kioscos que había en las principales calles de Lituania. Tras memorizar el contenido del manual de conversación lituano que incluía mi equipo de voluntario, pedí un
viena troleibusu bilieta
(un billete de trolebús), y me dieron un billete pequeño y rectangular a cambio de unos pocos
litas
(la moneda lituana). El autobús recorrió la larga y empinada calle, deteniéndose constantemente y admitiendo a más y más gente. Había hombres con gorros y pesados abrigos de piel, chicas con un niño en cada brazo, y pequeñas y ancianas mujeres con la cabeza cubierta con bufandas y con montones de bolsas de plástico en los pies. Con pocos asientos y menos espacio para ir de pie, el autobús no tardó en estar atestado y yo empecé a sentirme mal y mareado, jadeando y creyendo que iba a ahogarme en un mar de gente. Cuando se acercó a la siguiente parada, me levanté repentinamente de mi asiento, casi derribando a un hombre que había de pie y, con la cabeza gacha, empujé y me abrí paso hacia el aire libre. Estaba sudando y temblando, y tardé varios minutos en volver a tranquilizarme.

Caminé el resto del camino, subiendo la cuesta de Saranoriu Prospektas (avenida de los Voluntarios) hasta que llegué al número 1, un edificio de hormigón muy alto. Ascendí los dos tramos de escalones de hormigón y apreté un botón que había junto a la puerta. De repente la puerta se abrió y apareció una mujer baja que llevaba mucho maquillaje y montones de joyas, saludándome en un buen inglés: «¡Bienvenido! Tú debes de ser Daniel. Entra, por favor. ¿Qué te ha parecido Lituania?». Contesté que todavía no conocía gran cosa. La mujer se presentó como Liuda, fundadora y directora del centro.

El centro de Liuda se llamaba Socialiniu Inovaciju Fondas (Fundación para la Innovación Social), una organización no gubernamental para mujeres desempleadas y sin medios económicos de la comunidad. Muchos lituanos habían perdido su trabajo con motivo de la agitación que sacudió al país tras su separación de la Unión Soviética y esta mujer había tenido la idea de fundar una organización que ayudase a mujeres como ella a abrirse camino en la nueva economía.

Los voluntarios realizaban gran parte del trabajo del centro y eran vitales para su éxito. Al igual que yo, algunos eran de otros países, tanto cercanos como lejanos. Yo trabajaba con un voluntario de los Cuerpos de Paz estadounidenses de setenta y tantos años llamado Neil, y preparábamos las clases de inglés. A él le gustaba hablar del pasado durante los descansos para tomar café, y me explicaba cosas de la casa que se había construido en Estados Unidos y de la casa móvil que él y su esposa compraron cuando se jubiló, en la que habían viajado por los cincuenta estados de la Unión.

La otra profesora del centro era Olga, una rusa pelirroja con el pelo ensortijado y gafas ahumadas. Siempre que hablaba podía verle los dos dientes de oro, uno en cada esquina de la boca. Olga se dio cuenta de que me sentía aprensivo al encontrarme en un entorno tan radicalmente distinto, y me explicó que era normal sentir añoranza y sentirse nervioso al empezar algo nuevo. Aprecié sinceramente sus palabras.

Mi principal papel como voluntario era dar clases. El centro proporcionaba algunos libros de texto y hojas de notas, pero en general los recursos eran escasos y se me permitió organizar el contenido de las clases según mi criterio, lo cual me encantó. Las mujeres que asistían a clase eran de edades, antecedentes y educación muy diferente, y nunca superaban el número de doce por clase, lo que quería decir que se conocían bien entre ellas y que el ambiente de las lecciones siempre era relajado y agradable. Al principio me sentí muy nervioso por tener que estar frente a mis estudiantes y dirigir las clases, pero todo el mundo fue muy amable y positivo conmigo, y poco a poco me fui sintiendo más cómodo en mi papel.

Gracias a las clases conocí a alguien que se convertiría en una de mis mejores amigas, una mujer de mediana edad llamada Birute. Trabajaba de traductora y su inglés ya era bueno, pero le faltaba confianza y asistía a las clases para practicar. Después de las lecciones se acercaba a la tarima y hablaba conmigo, preguntándome qué me parecía la vida en Lituania. En una ocasión quiso saber si me gustaría que alguien me mostrase la ciudad. Como me había sentido demasiado nervioso para pasear por la localidad por mí mismo, acepté su oferta muy agradecido.

Caminamos juntos por la principal arteria peatonal de Kaunas, Laisves Aleja (avenida de la Libertad), situada en el centro de la población y de 1621 metros de longitud. En un extremo de la avenida está la iglesia de San Miguel Arcángel, un enorme edificio de cúpula azulada y pilares blancos, que relucía y brillaba a la luz del sol. La iglesia fue transformada en galería de arte bajo el dominio soviético y volvió a convertirse en lugar de culto tras la independencia de Lituania. Al otro extremo de la avenida, Birute me llevó hasta el centro antiguo de Kaunas, con sus calles empedradas y su castillo de ladrillo rojo, el primer bastión defensivo del país, que data del siglo
XIII
.

Cada día alrededor del mediodía, tras la clase matinal, Birute me esperaba e íbamos juntos andando hasta el ayuntamiento para desayunar. Rutinas como esa me ayudaron a empezar a asentarme en mi nueva vida, proporcionando a cada día una forma consistente y predecible con la que me sentía feliz. La cantina estaba bajando unas escaleras, había escasa iluminación y, como mucho, sólo la mitad de las mesas ocupadas. La comida era abundante y nada cara, e incluía muchos platos tradicionales lituanos, como una cremosa sopa de remolacha con rollos rellenos de carne. Mis hábitos alimentarios habían cambiado mucho desde la infancia y me sentía cómodo consumiendo una amplia variedad de alimentos diferentes. Los días en que no había clase por la tarde, Birute y yo comíamos en uno de los numerosos restaurantes a lo largo de Laisves Aleja. Mi comida favorita era el plato nacional de Lituania:
cepelinai
, llamado así por su forma parecida a un zepelín. Está hecho con patatas ralladas que contienen carne picada, hervidas y servidas con crema agria.

La amistad que compartía con Birute se hizo más profunda y especial con el tiempo. Ella siempre se mostraba paciente y comprensiva conmigo, dispuesta a escuchar, y llena de consejos y ánimos. No sé cómo habría sobrevivido en Lituania sin ella. Cuando varias de las mujeres del centro me dijeron que necesitaban practicar más inglés pero que no podían hacer frente a las tarifas de las clases, tuve la idea de organizar un grupo semanal de conversación en inglés en mi casa, que Birute me ayudó a montar. Las mujeres traían galletas, y preparaban té y café, luego todo el mundo se sentaba en sillas o en el sofá y hablaba en inglés sobre cualquier asunto. Una tarde, Birute trajo unas diapositivas de las vacaciones que había pasado con su familia y el grupo las miró e hizo preguntas, compartiendo sus propias experiencias viajeras.

Las mujeres de mi clase y del centro solían preguntarme si había hecho amigos de mi edad. Inga, la ayudante de Liuda, me presentó a su sobrino, que era tres años más joven que yo, y nos animó a salir juntos. Peter hablaba bien inglés, y era más bien tímido y muy educado. Fuimos juntos al cine para ver los últimos estrenos norteamericanos. Siempre que la música subía de volumen me tapaba los oídos con los dedos, aunque él nunca pareció reparar en ello.

En el país había otros voluntarios británicos y se nos animaba a mantenernos en contacto como red de apoyo mutuo. Uno de ellos, Vikram, acababa de terminar sus estudios en la universidad y se había licenciado en derecho antes de decidir que no quería ser abogado. No teníamos mucho en común: él hablaba mucho de fútbol, música
rock
y otras cuestiones que a mí no me interesaban, y nuestras conversaciones solían estar salpicadas con largos períodos en silencio, porque a mí a veces me costaba mantener una conversación de un tema que no me interesaba. Las palabras simplemente no se me ocurrían.

Otra de las voluntarias que trabajaban en Lituania era Denise, una delgada y alta mujer de Gales, de unos treinta años, que era muy energética en todo lo que decía o hacía. Denise estaba en la capital de Lituania, Vilna, e invitó a los voluntarios de Kaunas a ir a visitarla y conocer la ciudad de cerca. Fuimos en autobús —yo me senté en la parte de atrás para no estar rodeado de otros pasajeros— durante un viaje con muchos baches que duró una hora y media, hasta el centro de la ciudad. Vilna era muy diferente a Kaunas. La gente caminaba mucho más rápido y había un gran número de edificios nuevos de cristal y acero. El apartamento de Denise era limpio, muy bien pintado y con suelo de madera. Las sillas de la cocina eran de madera y la parte superior del respaldo tenía forma de colinas ondulantes. Me gustaba seguir su contorno con los dedos. Tenían una textura ligeramente granulada, cosquillosa. Tomamos té, comimos galletas y miramos las fotos que había hecho Denise durante su estancia. Me gustó que los demás voluntarios me animasen a participar en sus conversaciones y que no pareciese que era diferente. Cada voluntario tenía su propia personalidad, y eran todos muy abiertos y simpáticos entre sí.

La más experimentada entre ellos era una mujer británica de origen asiático llamada Gurcharan. Tenía un cabello grueso y rizado, y vestía un largo y colorido sari. Su apartamento estaba cerca del mío, en Kaunas, y solía venir regularmente con bolsas de ropa para lavar en mi lavadora. A cambio, Gurcharan me invitaba a ir a su apartamento a hablar y cenar juntos después de trabajar. Las paredes de todas las habitaciones estaban decoradas con fotografías de la India, y la mesa de la sala de estar se hallaba repleta de velas y varillas de incienso ardiendo. Gurcharan hablaba con mucha rapidez y a veces me resultaba difícil seguir su conversación. Ella también era muy abierta; hablaba mucho sobre su vida personal y me animaba a hacer lo mismo. Pero yo no tenía vida personal y no sabía qué decir. Cuando me preguntó si tenía novia, sacudí la cabeza. Luego quiso saber si tenía novio. Debí de haber enrojecido, porque a continuación me preguntó si era
gay
. La rápida sucesión de preguntas, como el repiqueteo de gotas de lluvia cayéndome sobre la cabeza, hizo que me sintiese un tanto superado, y pasaron varios instantes antes de que le contestase. Sonrió de oreja a oreja y me preguntó si tenía amigos
gays
. Negué con la cabeza.

En uno de los folletos que nos daban a todos los voluntarios antes de volar había una lista de números de teléfono de utilidad, que guardaba cerca del teléfono en casa. La conversación que mantuve con Gurcharan me animó a llamar a uno de los números, un grupo de
gays
lituanos, para organizar una cita con uno de sus miembros frente al ayuntamiento al día siguiente, después de trabajar. Estaba cansado de no saber quién era, de sentirme desconectado de una parte de mí mismo de la que era consciente desde hacía mucho tiempo. Esa llamada de teléfono fue una de las decisiones más importantes de mi vida. Durante las clases del día siguiente sentí que el pulso se me aceleraba y no comí nada. Más tarde, mientras caminaba por la avenida hacia el ayuntamiento, me sentí temblar y tuve que esforzarme de veras para apartar la acuciante idea de no asistir a la cita. Al acercarme vi que la persona con la que me tenía que encontrar ya había llegado y que estaba esperando de pie, inmóvil. Respiré hondo, me acerqué y me presenté. Él era alto y delgado, y vestía una chaqueta negra a juego con su cabello.

Vytautas —un nombre común en Lituania— era de mi edad y estaba entusiasmado por conocer a alguien de Gran Bretaña. Su inglés era muy bueno porque disfrutaba viendo películas y programas de televisión americanos. Me invitó a visitarle a él y a su compañero, Zygintas, ese fin de semana en su casa, y acepté. Como no me gustaba viajar en los atestados trolebuses, me recogieron en su coche y fuimos a su apartamento, al otro extremo de la ciudad. Muchos de los aparatos modernos que tenían, como un televisor de pantalla panorámica y el reproductor de
CD
, eran raros de ver por entonces en las casas lituanas. A Zygintas le encantaba la música británica y contaba con muchos
CD
, de los que puso algunos para mí. Mientras comíamos hablamos de nuestras vidas. Vytautas era estudiante, mientras que Zygintas trabajaba con un dentista. Se habían conocido a través del grupo y llevaban varios años juntos. Fui a verlos muy a menudo a lo largo de las siguientes semanas para charlar, comer juntos y escuchar música. Ya había oscurecido cuando me levanté para marcharme una noche y, aunque a Zygintas le preocupaba mi seguridad y siempre se ofrecía para llevarme en coche a casa, me apetecía la larga caminata solo por las calles silenciosas, vacías e iluminadas por la luna.

A Gurcharan le encantó enterarse de mi amistad con Vytautas y Zygintas, y quiso conocerlos. Se ofreció a preparar una comida para los cuatro en su apartamento, que no podían rechazar. Llegaron una helada noche de finales de invierno y les costó varios minutos quitarse los abrigos, sombreros, bufandas y guantes, antes de poder entrar en la sala de estar. Gurcharan ya estaba muy ocupada en la cocina preparando varios platos a la vez, y los aromas especiados llenaban la habitación, abriéndonos el apetito. La escasa luz del sol que quedaba iba apagándose con rapidez, y era sustituida por el brillo cálido y parpadeante de las velas que atestaban varias estanterías y cajas. La mesa en el centro de la habitación ya estaba puesta, con platos y cubiertos que centelleaban a la luz de las velas. Tras unas apresuradas presentaciones, se les sirvió vino a los invitados y la comida apareció en unas fuentes que circularon por la mesa. Había muchos curris salpicados de verduras y carne, y arroz más que suficiente para todos. Gurcharan estaba tan parlanchina como de costumbre y durante la cena les hizo mil preguntas acerca de toda su vida a Vytautas y Zygintas. Yo escuché lo mejor que pude entre bocados de deliciosa comida casera, pero gran parte de la conversación no me interesó, y cuando acabé de cenar tomé un libro de una estantería cercana y empecé a leer. Me sentí avergonzado cuando Gurcharan exclamó que había sido muy grosero; yo no tenía ni idea de haberlo sido. Justo entonces, Zygintas, que estaba acabando de cenar, se detuvo repentinamente y gritó una palabra en lituano, antes de repetirla en inglés para que la entendiésemos: «Un ratón, tienes un ratón», dijo, señalando la encimera de la cocina donde lo acababa de ver aparecer, saltar y esfumarse ante sus ojos. Gurcharan sonrió y sólo dijo: «Sí, ya lo sé». Para ella no representaba ningún problema vivir con un ratón, nos explicó, ya había vivido con otro antes, en su casa de Gran Bretaña. Mientras no estorbase, no veía razón para preocuparse por ello. Yo nunca había tenido la oportunidad de ver a un ratón tan de cerca y me supo mal habérmelo perdido. La conversación continuó y en esta ocasión a nadie pareció importarle que regresase a mi libro. Al final de la velada, Gurcharan nos dio un beso a cada uno al marcharnos; yo dudé, así que depositó su mano en la mía y la apretó. Era consciente de que yo era distinto y me dijo que estaba orgullosa de mí porque estaba dispuesto a correr riesgos.

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