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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (19 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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Nunca es fácil despedirse, sobre todo de un país que se había convertido en mi hogar lejos de casa durante todo el año. Estábamos en julio, en pleno verano, mientras me dirigía caminando al centro por última vez. En su interior, Liuda —la directora— y los demás voluntarios se habían reunido en el aula para despedirme. Me dirigí a ellos en lituano, agradeciéndoles su ayuda y amabilidad. Liuda me regaló un diario ilustrado encuadernado en piel como obsequio de despedida que esperaba que lo llenase con los contenidos de nuevas ideas y futuras aventuras. Una parte de mí se sentía triste al marcharme, pero en mi interior sabía que había logrado todo —tanto personal como profesionalmente— lo que podía conseguir allí y que debía seguir adelante.

El vuelo de regreso a Londres parecía que nunca iba a acabar. Pasé parte del tiempo leyendo y releyendo una carta de mis padres que me había llegado una semana antes. Poco después de que me fuese a Lituania, mi padre se había enterado de que en la zona había una gran casa nueva en alquiler. En realidad eran dos casas que habían juntado, convirtiéndolas en una con seis dormitorios y dos cuartos de baño. La propiedad fue un regalo del cielo para mi familia, que se trasladó poco después. Yo regresaba a esa nueva dirección y la carta incluía una foto de la casa e instrucciones para llegar hasta allí.

En el aeropuerto me esperaba una cara familiar, mi amigo Rehan. Nos mantuvimos en contacto mediante postales durante toda mi estancia en el extranjero, pero me gustó verle en persona después de todo ese tiempo. Igual que ya hizo conmigo años antes, Rehan se convirtió en mi guía a través del laberinto del metro. Mientras íbamos sentados en el vagón, escuchó pacientemente mis anécdotas sobre mi estancia en Kaunas, y me pidió ver las fotos de los diversos lugares y personas que había visto y conocido. Poco después se levantó rápidamente y me comunicó que nos acercábamos a mi estación. Tuve el tiempo justo para recoger mi equipaje y agradecerle su compañía. El tren partió en cuanto salté al andén y me di la vuelta. Su forma se desintegró rápidamente en la oscuridad del siguiente túnel.

Fuera, la calle me resultó totalmente desconocida. Caminé durante bastante tiempo antes de darme cuenta de que estaba perdido: el nombre de la calle a la que había llegado no era el mismo que aparecía en la carta de mis padres. Tal vez había torcido mal en algún sitio. Nervioso, pedí ayuda a alguien que pasaba: «Siga recto y luego gire a la derecha en la próxima». Al llegar al nombre correcto de la calle pensé repentinamente en lo extraño que era que tuviera que preguntar dónde estaba la calle en la que vivía mi propia familia.

La familia se sintió muy feliz de volver a verme y pasamos muchas horas dichosas poniéndonos al corriente. Algunos de mis hermanos y hermanas me dijeron que tenía un ligero acento, lo cual no era sorprendente, pues había estado bastante tiempo lejos y al final ya hablaba más lituano que inglés. Mi madre me enseñó la casa y mi nueva habitación, que se hallaba en la parte de atrás, lejos de la calle y que era la más tranquila de todas. Me pareció pequeña, sobre todo después de todo el espacio que tuve en Lituania, aunque había espacio suficiente, además de la cama, para una mesa, una silla y un pequeño televisor. Me gustó la novedad de mi habitación; representaba una sensación tangible de que mi regreso a Gran Bretaña significaba un paso adelante en mi vida y no un regreso al pasado. Se trataba de un nuevo comienzo.

Ése fue un período de reajuste a mi nuevo ambiente. Vivir solo me había proporcionado una verdadera sensación de independencia. También me gustó el control que pude ejercer en mi entorno inmediato, sin el ruido o la imprevisibilidad de tener que enfrentarme a otras personas. Al principio me resultó difícil acostumbrarme al ruido que hacían mis hermanos corriendo arriba y abajo de las escaleras o discutiendo entre sí. Mi madre habló con ellos, pidiéndoles que respetasen mi necesidad de sosiego, algo que hicieron casi siempre.

Mis experiencias en el extranjero me había cambiado, no había duda de ello. En primer lugar, había aprendido muchos detalles sobre mí mismo y podía ver con mucha mayor claridad que antes cómo mi «disparidad» afectaba a mi vida cotidiana, sobre todo mis interacciones con otras personas. Finalmente, comprendí que la amistad era un proceso delicado y gradual que no hay que acelerar o aferrarse a ella, sino que se le debe no sólo permitir, sino también estimular que tome su curso a su debido tiempo. Me la imaginé como una mariposa, simultáneamente hermosa y frágil, que una vez que vuela pertenece al aire y que cualquier intento por atraparla sólo la destruirá. Recordé de qué manera perdí en el pasado, en el colegio, amigos potenciales porque, al carecer de instinto social, había forzado la amistad, dando una impresión equivocada.

Lituania también me permitió pararme a pensar y adaptarme a mi «disparidad», demostrándome que no tenía por qué ser algo negativo. Como extranjero pude enseñar inglés a mis estudiantes lituanas y explicarles todo tipo de aspectos de la vida en Gran Bretaña. No ser igual que todo el mundo había representado una ventaja positiva para mí en Kaunas, y una oportunidad para ayudar a los demás.

Ahora también dispongo de una base de datos compuesta de amplias y variadas experiencias de la que puedo echar mano de cara a situaciones futuras. Me dio más confianza en mi capacidad de hacer frente a cualquier dificultad que la vida me ponga por delante. El futuro había dejado de asustarme. En mi nuevo y diminuto dormitorio en casa me sentí más libre que nunca.

Como voluntario de regreso, podía optar a una subvención por haber finalizado el servicio, para lo cual debía escribir acerca de mi experiencia en Lituania y lo que había aprendido mientras estuve allí. Envié todos los formularios y esperé. Mientras tanto, encontré trabajo como profesor particular, ayudando a los niños del barrio con su lectura, redacciones y aritmética. Varios meses después de haber echado la instancia recibí finalmente la subvención a principios del 2000. La cantidad era suficiente para comprarme un ordenador; un sueño hecho realidad para mí y el primero en el seno de la familia. Una vez que llegó y lo desempaqueté, me costó un tiempo, con la ayuda de mis hermanos y mi padre, montarlo y que funcionase. Por primera vez podía acceder a Internet, y disfrutar de la enorme cantidad de información que ahora estaba disponible para mí a un golpe de ratón: enciclopedias en línea, diccionarios, listas de curiosidades y puzles de números y letras… Todo estaba allí. También servicios de mensajería y canales de charla.

Para quienes tienen autismo, hay algo emocionante y tranquilizador en el hecho de comunicarse con otras personas a través de Internet. En primer lugar, para hablar por los canales de charla —los
chats
— y para enviar correos electrónicos no se necesita saber ni cómo empezar una conversación, ni cuándo sonreír, ni las numerosas sutilidades del lenguaje corporal, como sucede en las situaciones sociales. No hay contacto visual y es posible comprender todas las palabras del interlocutor porque todo está escrito. El uso de «emoticonos», como  y , en las conversaciones de los
chats
también hace que sea más fácil saber cómo se está sintiendo la otra persona, porque nos lo dice de manera simple y visual.

Conocí a Neil en la red en el otoño del 2000. Es programador informático, por lo que utiliza los ordenadores a diario. Al igual que yo, Neil es muy tímido y descubrió que Internet le ayudaba a conocer gente nueva y a hacer amigos. Casi de inmediato empezamos a intercambiar correos electrónicos diariamente, escribiendo sobre todo tipo de asuntos, desde los títulos de nuestras canciones favoritas hasta nuestras esperanzas y sueños de futuro. Teníamos muchas cosas en común y no pasó mucho tiempo antes de que me sugiriese que intercambiásemos fotos y números de teléfono. Neil era muy guapo: alto y delgado, con el cabello oscuro y unos luminosos ojos azules, y cuando hablé con él por teléfono siempre se mostró muy paciente, educado y encantado de llevar la conversación. Tenía casi la misma edad que yo, veinticuatro, y vivía y trabajaba en Kent, no lejos de mi casa en Londres. Cuanto más sabía de él, más recuerdo haber pensado para mí mismo: «He encontrado a mi alma gemela».

Enamorarse no se parece a nada más; no hay una manera correcta o equivocada de enamorarse de otra persona, no hay una ecuación matemática para el amor y la relación perfecta. Emociones que no había experimentado en los años transcurridos desde mi enamoramiento adolescente se hicieron repentinamente muy patentes durante momento largos y persistentes, tanto que dolían. No podía dejar de pensar en Neil, por mucho que lo intentase, y me era difícil incluso comer y dormir bien. No obstante, cuando en un correo electrónico me preguntó, a principios del 2001, si nos podíamos conocer, dudé. ¿Y si el encuentro fracasaba? ¿Y si hacía o decía algo que lo fastidiara? ¿Era yo alguien a quien se pudiera amar? No lo sabía.

Antes de poder contestar a Neil, decidí hablarles a mis padres de él, lo que significaba ponerlos al corriente de la verdad sobre mí. Aquella tarde la casa estaba tranquila; mis hermanos y hermanas jugaban fuera o arriba, en sus habitaciones, mientras que mis padres se hallaban en la sala de estar, mirando la televisión. Había ensayado muchas veces lo que quería decirles, pero al entrar en el cuarto sentí una punzada en el estómago porque no tenía ni idea acerca de cuál sería su reacción y a mí no me gustaban las situaciones en las que podía suceder cualquier cosa, porque me mareaba y sentía náuseas. Como quería que me escuchasen atentamente, me dirigí al televisor y lo apagué. Mi padre empezó a quejarse, pero mi madre se limitó a mirarme y a esperar que hablase. Abrí los labios y oí mi voz —tranquila y quebrada— explicándoles que era
gay
y que había conocido a alguien que me gustaba mucho. Se hizo un breve silencio cuando ambos no dijeron nada y simplemente se me quedaron mirando. A continuación mi madre me dijo que eso no tenía por qué ser un problema y que deseaba que yo fuese feliz. La reacción de mi padre también fue positiva, ya que me dijo que esperaba que encontrase a alguien a quien amase y que también me amase a mí. Yo también lo esperaba.

A la semana siguiente accedí a conocer a Neil. Una fría mañana de enero le esperé fuera de casa, envuelto en un buen abrigo, con gorro y guantes. Justo antes de que diesen las diez aparcó su coche y se bajó de él. Las primeras palabras que me dirigió mientras me estrechaba la mano fueron: «Tu foto no te hace justicia». Sonreí, aunque no entendí la frase. Neil sugirió llevarme a pasar el día a su casa, en Kent, así que me senté en el asiento del pasajero y partimos. Fue un viaje peculiar. Tras unos minutos charlando se quedó en silencio y yo no supe cómo reiniciar la conversación, por lo que me quedé allí sentado. Me sentía muy nervioso y pensé: «No le gusto». Tardamos una hora en llegar a casa de Neil, en Ashford, una población con mercado en el centro de Kent. Justo entonces, se inclinó sobre su asiento y sacó de detrás un precioso ramo de flores, que me alargó. Así que al fin y al cabo sí que le gustaba.

La casa de Neil formaba parte de un conjunto residencial de reciente construcción; se hallaba rodeada de otras casas de aspecto idéntico y con un parquecito cercano que tenía un estanque, columpios y un carrusel. Las paredes de la casa tenían un papel de rayas y en el suelo había moqueta roja, así como un gato blanco y negro de nombre Jay. Me arrodillé, le acaricié la cabeza y empezó a ronronear. Neil me condujo a la sala de estar, nos sentamos en extremos opuestos del sofá y comenzamos a charlar. Al cabo de un rato me preguntó si me gustaría escuchar música. Poco a poco, inconscientemente, nos fuimos acercando cada vez más en el sofá, hasta que Neil me tuvo en sus brazos y yo descansé la cabeza en su hombro y cerré los ojos, escuchando la música. Poco después nos besamos. Decidimos allí mismo que estábamos hechos el uno para el otro. Era el principio de algo importante.

A Neil no le costó aceptarme tal y como yo era. A él también le habían acosado en el colegio y sabía lo que era ser diferente de los demás. Al ser también un chico casero no le importó que yo prefiriese la tranquilidad y seguridad del hogar a la conmoción de los
pubs
y clubs. Y lo más importante de todo, él —como yo— había llegado a una encrucijada en su vida y no tenía claro por dónde tirar. Gracias a nuestro encuentro casual en Internet, ambos descubrimos, para nuestra mutua sorpresa y alegría, eso que nos había faltado en la vida: el amor.

Durante las siguientes semanas continuamos enviándonos correos electrónicos a diario y hablando regularmente por teléfono. Siempre que podía, Neil venía a verme. Seis meses después de nuestro primer encuentro, tras hablarlo mucho, decidí trasladarme a Kent para estar con él. Un día entré en la cocina y le dije a mi madre de manera prosaica: «Me voy de casa». Mis padres se alegraron mucho por mí, pero también se preocuparon: ¿cómo me las arreglaría en una relación, con todos los altibajos y responsabilidades que implica? Lo que importaba en aquel momento eran las cosas que para mí eran totalmente ciertas: que Neil era una persona muy especial, que yo nunca había sentido por nadie más lo que sentía por él, que nos queríamos mucho y que deseábamos estar juntos.

Los primeros meses tras el traslado no siempre fueron fáciles. Vivir de un único salario significaba que debíamos tener mucho cuidado con los gastos. Pasarían más de dos años y medio antes de que pudiésemos pasar juntos nuestras primeras vacaciones. Durante el día, mientras Neil trabajaba en su oficina, cerca de Ramsgate, yo hacía las tareas del hogar y por las noches cocinaba. También escribí a todas las bibliotecas de la zona preguntando si había vacantes, ya que deseaba trabajar y contribuir todo lo posible a los gastos de la casa. Una mañana recibí una carta que me comunicaba que había sido seleccionado para celebrar una entrevista en la oficina de una biblioteca de libros nuevos, ordenados y organizados para ser expuestos. El día de la entrevista, Neil me prestó una de sus corbatas y me la puso; también me escribió las instrucciones sobre el viaje en autobús hasta la dirección que aparecía en la carta. Aunque me perdí por varios edificios en busca de la biblioteca, finalmente conseguí llegar a la entrevista con la ayuda de un empleado que me condujo hasta la puerta adecuada.

Allí había un panel de tres entrevistadores. Cuando una de ellos empezó a hablar, me fijé en que no tenía acento inglés y le pregunté de dónde era. Cuando me dijo que era originaria de Finlandia, un país sobre el que leí mucho de pequeño en la biblioteca, empecé a hablar sin parar de lo que sabía acerca de su país e incluso hablé un poco de finlandés con ella. La entrevista no se prolongó mucho (lo que me pareció buena señal) y me sentí muy emocionado al salir de la habitación; después de todo, había recordado mantener el contacto visual, iba bien vestido y había sido simpático. Me sentí destrozado cuando días más tarde recibí una llamada telefónica en la que me comunicaban que no me habían elegido para el puesto. A lo largo de los meses siguientes fueron rechazadas o no contestadas numerosas peticiones de empleo, muy detalladas y escritas a mano, en otras bibliotecas, escuelas y universidades.

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