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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (2 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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En la ilustración de arriba multiplico 53 por 131. «Veo» ambos números con una única forma y sitúo espacialmente cada uno de ellos frente al otro. El espacio creado entre las dos formas crea una tercera, que percibo como un nuevo número: 6943, la solución de la operación.

Las diferentes operaciones implican distintas formas y también sensaciones o emociones diversas respecto a ciertos números. Siempre que multiplico con el 11 experimento la sensación de que las cifras caen dando tumbos en mi cabeza. Los seises son los números que me resulta más difícil recordar, porque los experimento como diminutos puntos negros, sin ninguna forma o textura característica. Los describiría como intervalos o agujeros. A veces manifiesto respuestas visuales y emocionales frente a todas las cifras, hasta diez mil, como si contase con mi propio vocabulario visual y numérico. Y también igual que un poeta elige sus palabras, para mí algunas combinaciones de números son más bellas que otras: unas van bien con números más oscuros, como los ochos y los nueves, pero no tan bien con los seises. Un número de teléfono con la secuencia «189» me parece mucho más bonito que una serie como «116».

Esta dimensión estética de mi sinestesia tiene sus ventajas e inconvenientes. Si veo un número que experimento como especialmente atractivo en el cartel de una tienda o una matrícula, siento un escalofrío de excitación y placer. Por otra parte, si los números no se ajustan a mi manera de sentirlos, si por ejemplo, el cartel del precio de algo en una tienda es «99» y está en rojo o en verde (en lugar de azul), me siento incómodo e irritado.

Desconozco cuántos genios autistas tienen experiencias sinestésicas que los ayuden en los campos en que destacan. Una de las razones es que, al igual que Raymond Babbitt, muchos padecen una profunda discapacidad mental o física, que les impide explicar a los demás cómo hacen las cosas que hacen. Por fortuna, yo no padezco ninguna de las graves disfunciones que suelen estar asociadas con capacidades como las mías.

Como la mayoría de las personas con el síndrome del genio autista, yo también entro en la escala autista. Tengo síndrome de Asperger, una forma de autismo relativamente suave y que permite una elevada funcionalidad, que afecta a 1 de cada 300 personas en Gran Bretaña. Según un estudio realizado en el 2001 por la Sociedad Autista Nacional de Gran Bretaña, a casi la mitad de todos los adultos con síndrome de Asperger no se les diagnostica la dolencia hasta después de los dieciséis años. A mí me la diagnosticaron a los veinticinco, tras unas pruebas y una entrevista realizada en el Centro de Investigaciones sobre Autismo, de Cambridge.

El autismo, incluyendo el síndrome de Asperger, está definido por la presencia de disfunciones que afectan a las interacciones sociales, la comunicación y la imaginación (problemas con el pensamiento abstracto o flexible y la empatía, por ejemplo). No es fácil diagnosticarlo y el diagnóstico no puede realizarse a través de un análisis sanguíneo o de un electroencefalograma; los médicos han de observar el comportamiento y estudiar el historial del desarrollo del individuo desde su infancia.

Quienes tienen Asperger suelen contar con buenas capacidades lingüísticas y pueden llevar vidas relativamente normales. Muchos cuentan con un coeficiente intelectual superior al general y sobresalen en áreas que implican pensamiento lógico o visual. Al igual que otras formas de autismo, el Asperger es una condición que afecta a muchos más hombres que mujeres (alrededor del 80% de los autistas y del 90% con Asperger son hombres). La tenacidad es una característica definitoria, ya que sentimos un impulso muy intenso de analizar las cosas en detalle y de identificar las reglas y las pautas en los sistemas. Son comunes las habilidades especializadas que implican a la memoria, los números y las matemáticas. Se desconoce con exactitud qué es lo que causa el síndrome de Asperger, aunque es algo con lo que se nace.

Desde que puedo recordar, he experimentado los números de la manera visual y sinestésica. Son mi primer lenguaje, en el que suelo pensar y sentir. Normalmente me resulta difícil comprender las emociones o saber cómo reaccionar ante ellas, así que utilizo los números como ayuda. Si un amigo me dice que se siente triste o deprimido, me imagino a mí mismo sentado en la oscura cavidad del número seis para ayudarme a experimentar el mismo tipo de sensación y así comprenderla. Si leo en un artículo que una persona se siente intimidada por algo, me imagino a mí mismo junto al número nueve. Siempre que alguien describe una visita a un lugar hermoso, yo recuerdo mis paisajes numéricos y lo feliz que me siento en su interior. Lo cierto es que los números me ayudan a comprender mejor a otras personas.

A veces, cuando conozco a alguien me recuerda a un número en particular y eso me ayuda a sentirme bien con esa persona. Puede ser muy alta y recordarme al nueve, o redondeada, por lo que entonces veo el tres. Si me siento mal o ansioso en una situación y carezco de una experiencia previa al respecto (lo que hace que esté mucho más estresado e incómodo), cuento interiormente. Cuando cuento, los números conforman en mi mente imágenes y patrones que son coherentes y me dan seguridad. Entonces puedo relajarme e interactuar con cualquier situación en la que me encuentre.

Pensar en calendarios siempre me hace sentir bien, con todos sus números y recuadros. Los diferentes días de la semana provocan distintos colores y emociones en mi mente: los martes son de un color cálido, mientras que los jueves son borrosos. Los cálculos calendáricos —la capacidad para decir en qué día de la semana cayó o caerá una determinada fecha— es una habilidad común a muchos genios autistas. Creo que probablemente se debe a que los números de los calendarios son predecibles y a que conforman patrones entre los diferentes días y meses.

Por ejemplo, el 13° día de un mes siempre es dos días antes de aquel en que haya caído el 1°, mientras que varios meses imitan el comportamiento de otros, como febrero y marzo (el 1er día de febrero es el mismo que el 1° de marzo). Por tanto, si el 1 de febrero es de textura borrosa en mi mente (jueves) en cualquier año, el 13 de marzo será un color cálido (martes).

En su libro
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
, el escritor y neurólogo Oliver Sacks menciona el caso de dos autistas profundos, los gemelos John y Michael, como un ejemplo de hasta qué punto pueden los genios autistas realizar cálculos calendáricos. Aunque incapaces de cuidar de sí mismos (pasaron por diversas instituciones desde la edad de siete años), los gemelos eran capaces de calcular el día de la semana de cualquier fecha en un período de 40 000 años.

Sacks también describe a John y Michael jugando a un juego que implicaba intercambiarse números primos durante horas. Al igual que los gemelos, a mí también me fascinan los números primos. «Veo» cada uno de ellos como una forma de suave textura, distinta de los números compuestos (no primos), que son más granulados y menos característicos. Siempre que identifico un número primo siento un hormigueo en la cabeza (en el centro de la frente) que resulta difícil poner en palabras. Se trata de una sensación particular.

A veces cierro los ojos e imagino los primeros treinta, cincuenta o cien números, experimentándolos espacial y sinestésicamente. Luego, en mi imaginación, puedo ver lo hermosos y especiales que son los números primos gracias a la manera en que sobresalen, con tanta nitidez, respecto a los demás números. Ésa es precisamente la razón por la que los observo sin parar. Cada uno de ellos es muy distinto del anterior y del siguiente. Su soledad entre el resto de los números los convierte en llamativos e interesantes para mí.

Hay momentos, justo antes de dormir, en los que mi mente se llena de repente de luz blanca, en la que sólo puedo ver números —cientos, miles de ellos— pasando rápidamente frente a mis ojos. La experiencia es bella y tranquilizadora. Algunas noches, cuando me cuesta dormir, me imagino caminando por mis paisajes numéricos. Luego me siento seguro y feliz. Nunca me he sentido perdido, porque las formas de los números primos actúan como indicadores.

Los matemáticos también pasan mucho tiempo pensando en números primos, en parte porque no hay una manera más rápida y sencilla de comprobar un número que ver si es o no es primo. El mejor método es «el tamiz de Eratóstenes», bautizado con el nombre de un antiguo matemático y filósofo griego, Eratóstenes de Cirene. El método del tamiz funciona de la siguiente manera: escribe los números que quieras comprobar, por ejemplo del 1 al 100. Empezando con el 2 (el 1 no es primo ni compuesto), tacha uno de cada dos números: 4, 6, 8… hasta 100. Luego pasa a tres y tacha uno de cada tres números: 6, 9, 12… A continuación, pasa a cuatro y tacha uno de cada cuatro números: 8, 12, 16… y así hasta que te quedes con los pocos que no aparecen tachados: 2, 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, 29, 31… Ésos son los números primos; las piedras angulares de mi mundo numérico.

Mi sinestesia también afecta a la manera en que percibo las palabras y el lenguaje. Por ejemplo, el término
ladder
(escalera de mano) es azul y brillante, mientras que
hoop
(aro) es blando y blanco. Lo mismo sucede cuando leo palabras en otros idiomas:
jardin
, el vocablo francés, es de un amarillo borroso, mientras que
hnugginn
—triste, en islandés— es blanco, con muchas motas azules. Los investigadores de la sinestesia afirman que las palabras coloreadas tienden a obtener sus colores de su primera letra, y ello suele ser cierto en mi caso: yogur es una palabra amarilla (
yellow
, en inglés), vídeo es violeta y portón (
gate
) es verde (
green
, en inglés). También puedo hacer que cambie el color de una palabra al añadir mentalmente letras iniciales que la conviertan en otra:
at
(en, a) es roja, pero si le añado la letra «h» para obtener
hat
(sombrero), se convierte en blanca. Si luego le añado la «t» para tener
that
(eso), su color pasa a naranja. No todas las palabras siguen la regla de la primera letra: las que empiezan con la «a», por ejemplo, siempre son rojas, y las que comienzan con la «w» siempre son azul oscuro.

Algunas palabras encajan perfectamente con lo que describen. Una frambuesa (
raspberry
) es tanto un vocablo rojo como un fruto rojo, mientras que hierba (
grass
) es tanto una palabra como un organismo verde (
green
). Las palabras que empiezan con la letra «t» siempre son anaranjadas, como un tulipán o un tigre, o un árbol (
tree
) en otoño, cuando las hojas cambian de color.

Por el contrario, algunos términos no parecen encajar con lo que describen: ganso es una palabra verde (
green
), pero describe aves blancas (en mi opinión «ánsar» sería una elección mejor); la palabra blanco es azul, mientras que naranja es clara y luminosa como el hielo. Cuatro (
four
) es azul, pero es un número puntiagudo, al menos para mí. El color de vino (
wine
, una palabra azul) aparece mejor descrito con la expresión francesa
vin
, que es púrpura.

Ver palabras con distintos colores y texturas ayuda a mi memoria en cuestiones de hechos y nombres. Por ejemplo, recuerdo que los ciclistas ganadores de cada etapa del Tour de Francia ganan un
maillot
amarillo (no es verde, ni rojo, ni azul), porque la palabra
maillot
(jersey) para mí es amarilla. De igual manera, puedo acordarme de que la bandera de Finlandia tiene una cruz azul (sobre fondo blanco) porque la palabra Finlandia es azul (como todas las que empiezan con «f»). Cuando acabo de conocer a alguien suelo recordar su nombre por el color de la palabra: los Richards son rojos, los Johns son amarillos (
yellow
) y los Henrys son blancos (
white
).

También me ayuda a la hora de aprender otras lenguas de una manera fácil y rápida. Ahora puedo hablar diez idiomas: inglés (lengua materna), finlandés, francés, alemán, lituano, esperanto, español, rumano, islandés y galés. Asociar los diferentes colores y emociones que experimento con cada vocablo y su significado me ayuda a dar vida a las palabras. Por ejemplo, la palabra finlandesa
tuli
para mí es anaranjada, y significa «fuego». Cuando la leo y pienso en ella, inmediatamente veo el color en mi cabeza, lo cual evoca el significado. Otro ejemplo es la galesa
gweilgi
, que es verde (
green
) y azul oscura, y significa «mar». Creo que es una palabra muy buena para describir los colores del mar. Luego está la islandesa
rökkur
, que significa «crepúsculo» o «anochecer». Se trata de una palabra carmesí, y cuando la veo me hace pensar en una puesta de sol rojiza.

Recuerdo que de niño, durante una de mis frecuentes visitas a la biblioteca local, me pasaba las horas hojeando un libro tras otro buscando en vano uno donde apareciese mi nombre. Como había tantos libros en la biblioteca, con tantos nombres diferentes en sus lomos, di por sentado que uno de ellos —en alguna parte— tendría el mío. Por entonces no entendía que el nombre de una persona aparece en un libro porque él o ella lo han escrito. Ahora, que tengo veintiséis años, lo comprendo mejor. Si algún día encuentro un libro con mi nombre será porque lo he escrito yo.

Escribir sobre mi vida me ha dado la oportunidad de contar con cierta perspectiva acerca de hasta dónde he llegado y ver el desarrollo de mi vida hasta el momento presente. Si hace diez años alguien les hubiese dicho a mis padres que yo iba a ser totalmente independiente, con una relación amorosa y una carrera profesional, me parece que no se lo hubiesen creído e imagino que yo tampoco lo hubiera hecho. Este libro explica cómo he llegado hasta aquí.

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