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Authors: Daniel Tammet

Tags: #Autoayuda, #Biografía

Nacido en un día azul (3 page)

BOOK: Nacido en un día azul
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A mi hermano pequeño, Steven, le acaban de diagnosticar la misma forma de autismo que a mí. A los diecinueve años de edad, está enfrentándose a idénticos desafíos a los que yo tuve que hacer frente, desde problemas de ansiedad y soledad hasta la incertidumbre sobre el futuro. Cuando yo era niño, los médicos desconocían el síndrome de Asperger (no fue reconocido como trastorno singular hasta 1994) y por ese motivo, durante muchos años fui creciendo sin comprender por qué me sentía tan diferente de mis compañeros y tan aislado del mundo que me rodeaba. Al escribir sobre mis experiencias relacionadas con crecer dentro del espectro autista, espero poder ayudar a que otros jóvenes que viven con una forma de autismo de elevada funcionalidad, como mi hermano Steven, se sientan menos aislados y confíen en que es posible llevar una vida feliz y productiva. Yo soy la prueba viviente de ello.

2
Mis primeros años

Era una fría mañana de enero en el este de Londres. Mi madre, entonces embarazada de mí, se hallaba sentada y mirando silenciosamente por la única ventana grande del piso, hacia la estrecha y helada calle de abajo. Mi padre, madrugador habitual, se sorprendió de encontrarla despierta al volver a casa después de comprar el periódico en el quiosco. Preocupado por si algo no iba bien, se acercó suavemente a ella y la tomó de la mano. Mi madre parecía cansada, igual que durante las últimas semanas, y no se movió, continuando con la mirada fija y en silencio. Luego, poco a poco, se volvió hacia él. Su rostro reflejaba emoción, mientras sus manos se posaban suavemente sobre el estómago. Dijo: «Pase lo que pase, le querremos, simplemente le querremos».

Mi madre empezó a llorar y mi padre le apretó la mano entre las suyas y asintió en silencio.

De niña siempre se había considerado extraña; sus primeros recuerdos eran de hermanos demasiado mayores para jugar con ella (se fueron de casa mientras ella todavía era pequeña) y de sus propios padres como unas personas rígidas y distantes. Sin duda la querían, pero raramente lo sintió mientras creció. Los recuerdos de su infancia continuaban hiriéndola, a causa de su ambigüedad emocional, incluso treinta años después.

Mi padre se volcó en mi madre desde el momento en que la conoció, a través de amigos comunes. Tras un rápido romance decidieron fundar un hogar. El tenía poco que ofrecerle —al menos eso creía él—, aparte de su devoción.

De niño había criado solo a sus hermanos y hermanas más pequeños mientras su madre, divorciada de mi abuelo, trabajaba fuera de casa durante largas temporadas. Mi padre tomó a su cargo el cuidado de su familia incluso cuando ésta se trasladó a un albergue de beneficencia cuando él tenía diez años de edad. Le quedó poco tiempo para asistir a la escuela o para las esperanzas y sueños normales de la infancia. Más tarde recordaría el día en que conoció a mi madre como el más feliz de su vida. Aunque eran personas muy diferentes, consiguieron que el otro se sintiese alguien especial, y a pesar de todas las dificultades en su educación familiar, querían que yo también me sintiese especial.

Días después de esa conmovedora conversación entre ellos, mi madre se puso de parto. Una noche, al llegar a casa del trabajo, mi padre la encontró doblada de dolor. Le había esperado, temerosa de ir al hospital sin él. Telefoneó pidiendo una ambulancia y, con la ropa todavía pringosa de aceite y grasa a causa de su empleo en la metalurgia, llevó a mi madre al hospital. El parto fue rápido y llegué al mundo pesando poco más de dos kilos y medio.

Se dice que la llegada de un bebé lo cambia todo, y lo cierto es que mi nacimiento cambió para siempre la vida de mis padres. Fui su primer hijo y por eso tal vez fuese natural que invirtiesen muchas esperanzas en mi futuro, incluso antes de mi nacimiento. Mi madre pasó los meses antes de dar a luz leyendo con avidez artículos de populares revistas femeninas en busca de consejos para madres primerizas y, junto con mi padre, ahorraron para una cuna.

No obstante, los primeros días que mi madre pasó conmigo en el hospital no fueron tal y como los imaginó. Yo no dejaba de llorar durante horas. No parecía importarme que me abrazase, ni que me acariciase dulcemente el rostro con los dedos. Yo no hacía más que llorar, llorar y llorar.

El piso donde vivían mis padres era pequeño y sólo contaba con un dormitorio en una de cuyas esquinas estaba mi cuna. Tras mi llegada del hospital, les resultó imposible acostarme en ella; yo no quería dormir y no dejaba de llorar. Mi madre me dio el pecho durante los siguientes dieciocho meses. Ése fue uno de los escasos métodos de los que disponían mis padres para calmarme.

Hace tiempo que se sabe que dar el pecho es beneficioso para los bebés, que los ayuda a desarrollar sus facultades cognitivas y sensoriales, así como el sistema inmunitario. También se cree que es beneficioso para el desarrollo emocional de los niños autistas, ya que les proporciona una oportunidad especial para que pueda tener lugar un contacto físico y emocional íntimo entre madre e hijo. Los estudios realizados indican que los niños autistas que son amamantados responden mejor, están mejor adaptados socialmente y son más afectuosos que los que han sido alimentados con papillas.

Otra de las maneras en que mis padres conseguían aliviar mis llantos era darme sensación de movimiento. Mi padre solía acunarme en sus brazos, a veces durante más de una hora seguida. No era nada extraño que tuviera que comer o cenar con una mano mientras con el otro brazo me sostenía y acunaba. Además, me sacaba en cochecito a dar largos paseos por la calle cuando regresaba de trabajar, y también antes de salir, a primera hora de la mañana. En el momento en que el cochecito se detenía, yo volvía a llorar. 

Al cabo de poco tiempo dejó de importar si era de día o de noche, y las vidas de mis padres empezaron a girar alrededor de mi llanto. Tuve que sacarles de quicio. Desesperados, solían ponerme en una manta, de la que mi madre sujetaba un extremo y mi padre el otro, balanceándome de lado a lado. Ese movimiento repetitivo parecía calmarme.

Me bautizaron ese verano. Aunque no solían ir a la iglesia, era su primogénito y creyeron que era lo mejor que podían hacer. Acudieron al evento todo tipo de familiares, amigos y vecinos, e hizo un día cálido y despejado. Pero nada más llegar a la iglesia empecé a llorar y llorar, ahogando las palabras que se pronunciaron en la ceremonia. Mis padres se sintieron profundamente avergonzados.

Mis abuelos maternos vinieron de visita y se preguntaron por qué era un bebé tan difícil. Le sugirieron a mi madre que no me tomara en brazos cuando empezase a llorar. «No tardará en cansarse», aseguraron. Pero lo que consiguieron fue que mis sollozos se volviesen más acusados.

Mis padres llamaron al médico en muchas ocasiones, pero éste siempre decía que sufría un cólico y que no tardaría en mejorar. Los cólicos suelen asociarse a los «llantos sin explicación», cuando el bebé llora más y con más fuerza de lo normal y resulta muy difícil consolarle. Sólo uno de cada cinco bebés llora lo suficiente para encajar en la definición del cólico. Los médicos y los científicos llevan décadas intentando descubrir la causa que se esconde tras los excesivos llantos de los bebés. La idea más reciente es que la mayoría de las formas de cólicos son atribuibles al desarrollo y a cuestiones neurológicas, que tienen un origen cerebral en lugar de provenir —como muchos padres creen— del sistema digestivo. Por ejemplo, los bebés que padecen de cólicos tienden a mostrarse extraordinariamente sensibles a los estímulos y suelen ser vulnerables a las sobrecargas sensoriales.

La duración de mi exceso de llantos —que se prolongaron durante mi primer año— era inusual, incluso entre los bebés que padecen cólicos. Recientemente, los investigadores que estudian el desarrollo de niños con un historial de llantos prolongados durante la infancia han descubierto que ese exceso puede ser una señal de futuros problemas de comportamiento. Comparados con niños con un historial de llantos normales cuando eran bebés, los llorones a la edad de cinco años resultaron contar con peor coordinación entre manos y ojos, y ser más propensos a la hiperactividad, o bien presentar problemas de disciplina.

Por fortuna, mi desarrollo no se vio afectado en otras áreas: anduve y pronuncié mis primeras palabras poco después de mi primer cumpleaños. Uno de los criterios para diagnosticar el síndrome de Asperger es la ausencia de cualquier retraso significativo en el lenguaje (al contrario de otras formas más agudas de autismo, en la que el lenguaje puede sufrir graves retrasos o incluso no existir).

Luego vinieron una serie de infecciones de oído recurrentes, que trataron con antibióticos. A causa del dolor provocado por las infecciones continué siendo un niño malhumorado, enfermizo y llorón hasta bien entrado mi segundo año de edad. A lo largo de todo ese tiempo, mis padres, a los que solía agotar, continuaron meciéndome en la manta y acunándome en sus brazos a diario.

Y entonces, entre los constantes llantos y enfermedades, mi madre descubrió que estaba embarazada. Mis padres solicitaron al ayuntamiento una casa más grande y nos trasladamos a un segundo piso cercano al anterior. Lee, mi hermano, nació un domingo de mayo y fue completamente distinto a mí: feliz, tranquilo y sosegado. Debió de ser todo un alivio para mis padres.

Sin embargo, mi comportamiento no mejoró. A los dos años de edad empecé a ir caminando hasta una pared de la sala de estar para darme cabezazos contra ella. Balanceaba el cuerpo adelante y atrás, golpeando la cabeza contra la pared, de manera repetida y rítmica. A veces me daba tan fuerte que me hacía heridas. Mi padre me apartaba de la pared en cuanto escuchaba el que pronto se convirtió en el familiar sonido de mis cabezazos, pero yo volvía hacia ella y comenzaba otra vez. En otras ocasiones me sumergía en violentos berrinches, dándome manotazos en la cabeza una y otra vez, y chillando todo lo que podía.

Mis padres acudieron a la enfermera visitante. Ésta les aseguró que los cabezazos eran la manera que tenía un niño de calmarse a sí mismo cuando se sentía angustiado. Sugirió que yo estaba frustrado e infraestimulado y prometió buscarme un sitio en la guardería local. Para entonces tenía unos dos años y medio. Mis padres se sintieron aliviados cuando unas semanas más tarde recibieron una llamada para comunicarles que me habían admitido en la guardería.

A causa del recién llegado, mis padres tuvieron que reestructurar las rutinas cotidianas que desarrollaron juntos lo largo de los más de dos años pasados. La guardería significó un gran cambio. Sus días ya no giraban por entero alrededor de mis necesidades. Siempre tuve el sueño ligero me despertaba varias veces por la noche, e invariablemente me levantaba muy temprano por las mañanas. A la hora del desayuno, mi padre me daba de comer, me lavaba y me vestía mientras mi madre se ocupaba de mi hermano pequeño. Hasta la guardería había un kilómetro y medio de intrincado camino sentado en mi cochecito, y pasábamos por el cementerio cuáquero, donde se halla enterrada la reformadora de prisiones Elizabeth Fry, y luego por una manzana de grandes pisos, antes de llegar a una arcada que daba paso a un sendero y a una serie de cruces de calles.

La guardería fue mi primera experiencia del mundo exterior y mis recuerdos de esa época son escasos pero intensos, como delgados rayos de luz perforando la niebla del tiempo. Estaba el arenal en el que pasaba gran parte del día, reuniendo y empujando arena, fascinado por los granos individuales. Luego, mi fascinación por los relojes de arena, de los que había varios en la guardería, de tamaños diversos, y recuerdo que observaba cómo iba cayendo el hilo de arena granulosa, ajeno a los niños que jugaban a mi alrededor.

Mis padres me cuentan que era solitario, que no me mezclaba con los otros niños, y que los supervisores me describían como absorto en mi propio mundo. El contraste entre mis primeros años y esa época debió de ser muy intenso para mis padres, al pasar de ser un bebé gritón, llorica y que se daba cabezazos a un niño absorto en sí mismo y distante. En retrospectiva, ahora se dan cuenta de que ese cambio no fue necesariamente una señal de mejoría, tal y como creyeron entonces. Pasé a ser casi «demasiado bueno», demasiado tranquilo y poco exigente.

El autismo es un trastorno que por entonces era muy poco conocido entre el público en general y mi comportamiento no era precisamente lo que muchos asumían por entonces como algo típicamente autista: no balanceaba el cuerpo continuamente, podía hablar y mostraba cierta capacidad de interacción con el entorno que me rodeaba. Pasaría otra década antes de que la comunidad médica empezase a aceptar el autismo de alta funcionalidad, incluido el Asperger, y que fuese cada vez más conocido entre el gran público.

También había algo más. Mis padres no quisieron colocarme una etiqueta, sentir que me estaban reprimiendo en ningún sentido. Más que otra cosa, lo que deseaban es que fuese feliz, que estuviese sano y que llevase una vida «normal». A sus amistades, familiares y vecinos les decían que era muy «tímido» y «sensible» cuando invariablemente preguntaban por mí. Creo que también debieron de temer cualquier posible estigma relacionado con tener un hijo con problemas de desarrollo.

Otro de mis recuerdos acerca de los primeros meses en la guardería trata de las distintas texturas del suelo. Algunas zonas estaban cubiertas con esteras y otras con moqueta. Me acuerdo que caminaba lentamente, con la cabeza gacha, observándome los pies mientras pisaba las diversas partes del suelo, experimentando las diferentes sensaciones bajo las plantas de los pies. Como siempre llevaba la cabeza baja al caminar a veces tropezaba con otros niños o con las chicas de la guardería, pero como me movía con tanta lentitud, la colisión siempre era ligera y sólo tenía que apartarme un poco y continuar sin ocuparme más de la cuestión.

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