—Aquí sólo hay periódicos y revistas viejos —dice Gillian, cerrando el archivador—. Desde
Engineering Management Review
hasta el boletín de los empleados de la Disney, pero nada que nos pueda ser útil.
—No lo entiendo —dice Charlie—. ¿Conserva todo lo que ha pasado alguna vez por sus manos, pero no tiene una sola factura de teléfono o un extracto del banco?
—Me imagino que eso es lo que guardaba aquí… —digo, abriendo el cajón del archivador que hay encima de las tarjetas de cumpleaños. En su interior, una docena de carpetas de archivador vacías se balancean en sus colgadores de metal.
—Debieron llevárselos junto con el ordenador —dice Gillian.
—Entonces eso es todo… estamos muertos —exclama Charlie.
—No digas eso —le recrimino.
—Pero si los tíos del Servicio ya han revisado esto…
—¿Entonces qué? ¿Deberíamos rendirnos y largarnos de aquí? ¿Debemos suponer que se lo han llevado todo?
—¡Se lo han llevado todo! —grita Charlie.
¡No, no lo han hecho! —digo—. Echa un vistazo a tu alrededor, Duckworth tenía cosas metidas en todas partes: quince patas de conejo de diferentes colores. Y puesto que no tenemos ni la más remota idea de qué es lo que los tíos del Servicio se dejaron atrás, no pienso abandonar esta casa hasta que haya revisado cada posavasos, destrozado cada cajón y rebanado las cabezas de plástico de Happy y Bashful para ver si tienen algo escondido en su interior. Ahora, si tienes alguna idea mejor, me encantaría oírla, pero como has dicho antes, ¡tenemos toda una casa que revisar!
Charlie retrocede, sorprendido por mi reacción, pero con la misma rapidez se encoge de hombros y continúa la búsqueda.
—Tú encárgate de la cocina; yo buscaré en el baño.
—Ella lo sabe —dijo Gallo.
—¿Cómo es posible que lo sepa? —preguntó DeSanctis.
—Míralo —dijo Gallo, señalando con uno de sus gruesos dedos el ordenador que descansaba sobre el asiento entre ambos—. Sus hijos han desaparecido… otra noche sola… ¿pero se lo ha dicho a alguien? ¿Llora acaso sobre el teléfono, gimoteando en la oreja de una amiga? No, simplemente se queda ahí, cosiendo y mirando programas de cocina.
—Es mejor que mirar los culebrones —dijo DeSanctis, apuntando el receptor térmico de imágenes hacia la calle oscura.
—Esa no es la cuestión, caraculo. Si sabe que la estamos vigilando, es menos probable que…
El sonido de un timbre resonó a través de los altavoces del ordenador. Gallo y DeSanctis dieron un brinco en sus asientos.
—Tiene visita —dijo DeSanctis.
—¿Es el timbre de la calle?
DeSanctis apuntó la pistola radar hacia las ventanas del vestíbulo. En la cámara se formó una imagen verde oscura del vestíbulo. Verde era frío; blanco era caliente. Pero cuando examinó el espacio entre la zona de los timbres y el vestíbulo, lo único que vio fueron dos rectángulos blancos y brillantes en el techo. Ninguna persona… sólo luces fluorescentes.
—Allí no hay nadie.
—¡Voy…! —gritó Maggie en dirección a la puerta del apartamento.
—¿Cómo han conseguido entrar? ¿Hay alguna puerta trasera? —gritó Gallo.
—Podría ser uno de sus vecinos —dijo DeSanctis.
—¿Quién es? —preguntó Maggie.
La respuesta fue un murmullo ininteligible. Los micrófonos no funcionaban a través de las puertas.
—Un momento… —dijo Maggie mientras apagaba el televisor. Mientras abría los pestillos con una mano, se alisó el pelo y la falda con la otra.
—Quiere causar buena impresión —susurró DeSanctis—. Apuesto a que es una clienta.
—¿A estas horas de la no…?
—¡Sophie! Me alegro de verte —exclamó Maggie al abrir la puerta. Por encima del hombro de Maggie vieron a una mujer de pelo gris que llevaba puesta una chaqueta de lana marrón de punto de trenza, pero sin abrigo.
—Vecina —dijo DeSanctis.
—Sophie… —repitió Gallo—. Ha dicho Sophie.
DeSanctis abrió la guantera y sacó una pila de papeles. «4190 Bedford Avenue-Residentes-Propiedad inmueble.»
—Sophie… Sofia… Sonja… —dijo Gallo mientras DeSanctis repasaba frenéticamente la lista impresa con el dedo.
—Tengo una Sonia Coady en el 3A y a una Sofia Rostonov en el 2F —dijo DeSanctis.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Sophie con un fuerte acento ruso.
—Es Rostonov.
—Bien… estoy bien —contestó Maggie, invitándola a entrar.
—¡Vigila sus manos! —vociferó Gallo cuando Maggie extendió el brazo y cogió a Sophie del hombro.
—¿Crees que le está pasando algo? —preguntó DeSanctis.
—No tiene otra alternativa. Sin fax, sin correo electrónico, sin móvil —ni siquiera una agenda electrónica—, su única esperanza es conseguir algo de fuera. Supongo que un busca o algún aparato pequeño que pueda enviar mensajes.
DeSanctis asintió.
—Tú encárgate de la madre; yo me encargo de Sofia.
Inclinados sobre la pantalla, los dos agentes permanecieron en silencio. En la oscuridad, sus rostros brillaban con la pálida luz que desprendía la pantalla.
—He tomado casi tres centímetros de las mangas, iré a buscar las blusas a la cuerda… —dijo Maggie mientras se dirigía hacia la ventana de la cocina. Con su visión a vista de pájaro desde la cámara instalada en el detector de humo, Gallo sólo alcanzaba a ver su espalda, pero examinó todo lo que Maggie tocaba. Las manos a los lados. Abría la ventana de la cocina. Tiraba de la cuerda de la ropa. Descolgaba dos blusas y las colocaba en sendas perchas.
—¿Las sacas con este tiempo? —preguntó Sophie.
—El frío es bueno para la seda… la vuelve más brillante que el día que compraste las blusas.
Maggie colgó las perchas de uno de los tres colgadores que había junto a la pared de la sala de estar.
—Vigila la vuelta del dinero… —advirtió Gallo.
—Vaya, ¡dónde tengo la cabeza! —comenzó a decir Sophie, buscando un monedero que no tenía—. He dejado mi…
—No tiene importancia —dijo Maggie. Incluso en la imagen digitalizada, Gallo pudo ver su sonrisa tensa—. Puedes traerme el dinero cuando te venga bien. No pienso ir a ninguna parte.
—¡Maldita sea! —gritó Gallo.
—Eres una buena persona —insistió Sophie— Eres una buena persona y te pasarán cosas buenas.
—Sí —digo Maggie, alzando la vista hacia el detector de humo—. Debería ser muy afortunada.
Después de cerrar la puerta detrás de Sophie, Maggie suspiró en silencio y regresó a la ventana de la cocina. A lo largo de la pared, el viejo radiador hipó con un sonido metálico, pero Maggie apenas si lo advirtió. Estaba demasiado concentrada en todo lo demás: sus hijos… y Gallo… incluso su rutina. Especialmente su rutina.
Colocando ambas manos debajo de la parte superior del marco de la ventana, tiró con fuerza un par de veces hasta que se abrió. Una ráfaga de aire frío penetró en la cocina pero, nuevamente, no reparó en ello. Sin las blusas de Sophie, en la cuerda de la ropa había quedado un espacio. Un espacio abierto que no podía esperar a llenar.
Cogió la sábana blanca húmeda que estaba doblada junto a la tabla de planchar, se inclinó hacia fuera, sacó una pinza del bolsillo del delantal y sujetó una de las esquinas de la sábana. Centímetro a centímetro desenrolló la sábana sobre el callejón oscuro. Colocó más pinzas a lo largo de la cuerda. Al llegar al borde, tiró de la tela para que la sábana quedase bien extendida. Una ráfaga de viento intentó llevársela volando, pero Maggie la sujetó con fuerza. Sólo otra noche normal. Ahora quedaba la parte más complicada.
Mientras el viento hinchaba la sábana sobre el callejón, metió ambas manos en el bolsillo del delantal. Su mano izquierda tanteó las pinzas para la ropa; su mano derecha buscó algo más. En pocos segundos, sus dedos se deslizaron por el borde de la nota que había escrito unas horas antes. Cuidando de mantener la espalda hacia la cocina, sostuvo la hoja doblada en su mano temblorosa. Con el rabillo del ojo vio el débil resplandor en el coche de Gallo y DeSanctis. Pero eso no la detuvo.
Apretó los dientes, apoyó con fuerza los pies en el suelo y luchó para contener las lágrimas. Luego, con un ágil movimiento, se inclinó nuevamente fuera de la ventana, metió la mano derecha debajo de la sábana y sujetó la nota en su sitio. Directamente enfrente, la ventana del edificio contiguo estaba a oscuras, pero aun así Maggie podía vislumbrar la silueta negra de Saundra Finkelstein. Oculta a un lado de su ventana, Fink asintió cautelosamente. Y por tercera vez desde el día anterior, bajo la mirada atenta de cuatro videocámaras digitales, seis micrófonos activados con la voz, dos transmisores en código y más de cincuenta mil dólares en el mejor equipo de vigilancia militar del gobierno, Maggie Caruso tiró de la cuerda de dos dólares y, debajo de una sábana, barata, usada y húmeda, le pasó una nota manuscrita a su vecina de al lado.
Puedes aprender muchas cosas acerca de un hombre si registras las cosas que tiene en su cuarto de baño. Un cepillo de dientes con las cerdas deshilachadas… pasta dentífrica de bicarbonato de sosa… pero ninguna prueba. Puedes aprender incluso más de lo que quieres saber. Arrodillado junto al lavamanos, deslizo el brazo entre las cañerías oxidadas y reviso los artículos de tocador caducados hace mucho tiempo.
—¿Qué hay del botiquín? —pregunta Charlie, pasando junto a mí y subiéndose al borde de la bañera.
—Ya lo he mirado.
La puerta del botiquín se abre con un chasquido magnético. Levanto la cabeza. Charlie está revisando su contenido.
—Te lo he dicho… ya he buscado allí.
—Lo sé, es sólo para comprobar —dice, examinando rápidamente el escondite de frascos marrones recetados—. Lopressor para la presión sanguínea, Glyburide para la diabetes, Lipitor para el colesterol, Allopurinol para la gota…
—Charlie, ¿qué estás haciendo?
—¿A ti qué te parece, Hawkeye? Quiero saber qué medicación tomaba.
—¿Para qué?
—Sólo para ver… quiero averiguar quién era este tío, meterme en su cerebro, ver qué ha hecho de…
El discurso se prolonga demasiado tiempo. Vuelvo a mirarle fijamente. Charlie comienza a colocar rápidamente los medicamentos nuevamente en su sitio.
—¿Quieres explicarme lo que estás haciendo realmente? —pregunto.
—Verás, estás fumando demasiados Twinkies —dice, con una risa forzada—. Ya te lo he dicho, estoy buscando su…
—Has olvidado tu medicación, ¿verdad?
—¿Qué…?
—El Mexiletine… no lo has estado tomando.
Pone los ojos en blanco como si fuese un adolescente enfadado.
—¿Quieres hacer el favor de no exagerar? esto no es
Hospital General
…
—Maldita sea, yo sabía que había algo que… —escucho un ruido en el pasillo e interrumpo lo que iba a decir.
—Salvado por la campana —susurra Charlie.
—¿Qué ocurre? —pregunta Gillian desde la puerta.
—Nada —dice Charlie—. Registrábamos el botiquín de su padre. ¿Sabía que guardaba tampones ahí?
—Son míos, Einstein.
—Eso es lo que quise decir… que son suyos.
Bailando a mi alrededor, Charlie sale del cuarto de baño; pero en este momento, mis ojos están fijos en Gillian mientras se aleja por el pasillo.
—Cuidado, tienes un poco de baba en el labio —susurra Charlie al pasar junto a mí—. Quiero decir, no es que te culpe, con todo ese vudú de chica
hippie
que destila yo también estoy sudado.
—Hablaremos de ello más tarde —murmuro con un gruñido.
—Estoy seguro de que lo haremos —dice—. Pero si fuese tú, por ahora me olvidaría de comprarle un sostén y me concentraría en el problema que tenemos entre manos.
Hacia las siete de la tarde aún nos quedan la cocina, el garaje y los dos armarios del pasillo.
—Yo me encargo de la cocina —dice Gillian. Eso deja dos posibilidades. Charlie me sonríe. Yo le miro de reojo. Sólo un imbécil elegiría el garaje.
—Piedra, papel, tijera —me reta—. Dos derrotas seguidas y se acaba el juego.
Esta vez sonrío yo y escondo la mano detrás de la espalda.
—Piedra, papel, tijera.
Su piedra rompe mis tijeras.
—Piedra, papel, tijera.
Su piedra vuelve a hacer pedazos mis tijeras.
—¡Mierda! —digo, enfadado.
—Eres un pelmazo con esas tijeras…
Convierto mis tijeras en un dedo corazón levantado y me marcho al garaje.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Charlie se da media vuelta y se aleja hacia los armarios del pasillo.
Cuando estoy a punto de girar hacia el garaje, me vuelvo, preparado para lanzarle un desafío a doble o nada. Charlie debería estar en los armarios del pasillo. En cambio, lo veo ante la puerta cerrada en el extremo del pasillo. El dormitorio de Duckworth. El único lugar donde no hemos estado. En verdad, no debería tener importancia —Gillian ya nos ha dicho que lo ha revisado—, pero conozco a mi hermano. Puedo percibir el movimiento furtivo en su forma de andar. Mira la puerta como si tuviese visión de rayos-X. Después de nueve horas de registro de la vida de este hombre muerto, él quiere saber qué hay dentro de esa habitación.
—¿Adónde vas? —pregunto.
Charlie mira por encima del hombro y su respuesta es una ceja arqueada con expresión maliciosa. Abre rápidamente la puerta y desaparece dentro del dormitorio de Duckworth. Yo no me muevo, consciente de su juego del escondite. Funcionaba cuando yo tenía diez años, pero esta vez no me dejaré enredar. Me vuelvo hacia el garaje y oigo la puerta del dormitorio que se cierra a mis espaldas. Doy tres pasos antes de volver a detenerme. ¿A quién pretendo engañar? Echo a correr hacia la puerta cerrada.
—¿Charlie? —susurro, sabiendo que no me responderá.
Efectivamente, no se oye nada. Miro hacia el pasillo por encima del hombro para asegurarme de que todo está en orden. Tratando de no hacer ruido, hago girar el pomo y entro en la habitación. La puerta se cierra y las luces están apagadas, pero gracias a las persianas baratas que protegen las ventanas, la habitación está bañada por una tenue luz que llega desde el exterior.
—Bastante tétrico, ¿eh? —susurra Charlie—. Bienvenido al sanctasanctórum…
Me lleva unos cuantos segundos que mis ojos se adapten a la escasa luz de la habitación, pero cuando lo hacen, resulta evidente por qué Gillian se encargó personalmente de registrar esta habitación. Al igual que la sala de estar y el estudio, el dormitorio de Duckworth posee las mismas características: una cama individual apoyada contra la pared blanca y sucia, una mesilla de noche de madera sin pintar con un viejo reloj despertador, y para asegurarse de que cada objeto parezca que ha sido seleccionada al azar, una cómoda de almendro con cubierta de formica que parece haber sido robada de la parte trasera de un camión. Pero cuando miro más atentamente, me doy cuenta de que hay algo más en esa habitación: un cubrecama color crema suaviza la dureza de la cama, un Horero con hojas de eucalipto rojo oscuro florece encima de la cómoda y, en un rincón, una pintura estilo Mondrian está apoyada contra la pared, esperando a ser colgada. Esta habitación comenzó siendo de Duckworth, pero ahora es indudablemente de Gillian. O sea que aquí es donde vive. Siento una punzada de culpa en el estómago. Éste sigue siendo su espacio privado.