—Lo siento mucho —dice ella mientras nos alejamos—. Lamento su pérdida.
—Sí —contesta Charlie mientras me empuja calle arriba—. Ya somos tres.
—¿Qué pasa contigo? —me pregunta Charlie mientras atravesamos nuestro pequeño patio. Pasa por encima de la manguera tendida sobre la hierba y del aspersor que está rociando todo lo que abarca la vista. Después de comprobar que no hay moros en la costa, se dirige en línea recta hacia nuestro nuevo apartamento—. ¿Por qué la has acosado de ese modo?
—Es posible que esa mujer supiera algo.
—¿Estás realmente tan alucinado? —pregunta Charlie, metiéndose en el apartamento. Me observa con expresión preocupada mientras paseo entre la sala de estar y la diminuta cocina—. ¿Acaso no viste su reacción?, Ollie… esa mujer estaba abrumada. Avance informativo de las once: Duckworth ha muerto. Fin de la historia.
—No puede ser —insisto. Mientras pronuncio esas palabras, puedo oír mi propio tartamudeo.
Charlie también lo percibe.
—Ollie, sé que tú siempre tuviste mucho más que perder, pero…
—¿Y si se nos ha pasado algo por alto?
—¿Qué podríamos haber pasado por alto? En Nueva York nos dijeron que había muerto… viajamos hasta aquí para comprobarlo personalmente… y ella nos dice exactamente lo mismo. Duckworth está muerto, hermano. El espectáculo ha terminado, es hora de buscar un nuevo batería.
Sin dejar de caminar arriba y abajo, clavo la mirada en el suelo.
—Tal vez deberíamos volver a hablar con ella…
—Ollie…
—Duckworth podría estar escondido en otra parte…
—¿Me estás escuchando? ¡Ese hombre está muerto!
—¡No digas eso! —estallo.
—¡Entonces deja de comportarte como un lunático! —grita Charlie a su vez—. ¡El mundo no se acaba en Marty Duckworth!
—¿Crees que se trata solamente de eso? ¿De Marty Duckworth? ¡Me importa una mierda Marty Duckworth… yo quiero recuperar mi vida! Quiero mi apartamento, y mi trabajo, y mi ropa, y mi viejo pelo… —Cojo un mechón de pelos negros de la parte posterior de la cabeza—. ¡Quiero recuperar mi vida, Charlie! Y, a menos que descubramos qué está pasando, Gallo y DeSanctis van a…
Algo impacta con fuerza contra la ventana. Ambos nos agachamos. El ruido sigue, algo golpea de forma intermitente contra el cristal como si alguien quisiera entrar por la fuerza. Alzo la vista para ver quién, pero lo único que hay es un dibujo de agua en forma de estrella que se desliza por el cristal. El aspersor… es sólo el aspersor del jardín.
—Alguien ha debido de tropezar con la manguera… —dice Charlie.
No pienso correr ningún riesgo.
—Echa un vistazo —insisto.
Yo corro hacia la pequeña ventana que hay en la cocina; Charlie se acerca a la que hay junto a la puerta. El aspersor sigue acribillando el cristal. Desgarro un trozo del calendario y miro hacia afuera… justo en el momento en que una figura borrosa se oculta rápidamente debajo del antepecho de la ventana. Doy un brinco hacia atrás y estoy a punto de caer al suelo.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —pregunta Charlie.
—¡Fuera hay alguien!
—¿Estás seguro?
—¡Acabo de verle!
Charlie retrocede tambaleándose y hace todo lo posible por ocultar el miedo, pero ni siquiera él es tan bueno.
—¿Tienes la…?
—Aquí mismo —contesto, sacando la pistola que llevo oculta debajo de la camisa. Le quito el seguro y deslizo un dedo sobre el gatillo.
Agazapado en la cocina, Charlie revisa los cajones buscando una arma. Cuchillos, tijeras, cualquier cosa. De arriba abajo, abre todos los cajones. Vacío. Vacío. Vacío. El último se desliza hacia fuera y Charlie abre los ojos como platos. En su interior hay un machete oxidado, partido por la mitad para que encaje perfectamente en el cajón.
—Benditos sean los camellos —dice, sacando la hoja oxidada.
Cuando se levanta, le sigo a través de la habitación principal en dirección al baño. Exactamente como lo calculamos anoche. Estos apartamentos pueden ser demasiado pequeños para contar con una puerta trasera… pero siguen teniendo ventanas traseras. Parado encima del váter, Charlie abre la ventana y rompe la mosquitera de un golpe. Salto encima del váter y me coloco junto a él.
—Tú primero —dice Charlie, uniendo las manos para impulsarme hacia arriba.
—No, tú.
No se moverá.
—Charlie…
El tono de voz y la mirada autoritaria son de mamá. Él sabe que han sido fijados desde el nacimiento: protege a tu hermano pequeño.
Comprendiendo que se trata de una pelea que nunca podrá ganar, lanza el machete por la ventana y se impulsa sobre mis manos. Arriba y afuera… desaparece en un segundo. Otro aterrizaje perfecto. Le sigo, aunque casi me mato al caer al suelo.
—¿Preparado para echar a correr? —me pregunta, comprobando nuevamente el estrecho callejón de cemento creado por el edificio que linda con el nuestro por su parte posterior. A nuestra izquierda hay una puerta giratoria de metal que conduce a la calle; a nuestra derecha se abre un sendero que serpentea alrededor del patio principal, justo donde ellos se ocultan. Nos miramos y comenzamos a arrastrarnos hacia la puerta de metal… y descubrimos la cadena y el candado que la mantienen bien cerrada.
—Mierda —susurra Charlie, golpeando el candado.
Hago una seña con la pistola. «Puedo abrirla de un disparo.» Charlie sacude la cabeza. «¿Estás loco? ¡Nos oirían!» Sin pensarlo dos veces se dirige hacia el otro extremo del callejón y yo le cojo del brazo.
—Vas directamente hacia ellos —susurro.
—No si ya han entrado… además, ¿se te ocurre otra forma de huir de aquí?
Miro a mi alrededor, pero no se puede discutir con lo imposible.
«Vamos» me indica Charlie. Echa a correr por el callejón pisando en las zonas de hierba para no hacer ruido. Al llegar al final del edificio, se detiene y se vuelve hacia mí. «¿Preparado?» Asiento y Charlie da rápidamente la vuelta a la esquina. «Todo despejado», señala, haciendo señas de que me acerque.
Como si fuésemos ladrones en nuestro propio patio, nos deslizamos por la parte trasera del edificio, agachándonos debajo de los antepechos de las ventanas. A la vuelta de la siguiente esquina es donde le vimos. Puedo oír el chorro del aspersor que continúa mojando la ventana. El sonido ahoga nuestros pasos… y los de quienquiera que nos esté esperando.
—Déjame ir primero —digo.
Charlie sacude la cabeza y me empuja hacia atrás. Está harto de permitirme hacer el papel de protector. No me importa. Apretándome contra él, examino el terreno en busca de sombras dispersas y asomo lentamente la cabeza. Hay una cuerda de saltar sobre la hierba, justo al lado de una pelota de playa deshinchada. Examino el lugar de árbol a árbol, pero apenas puedo oír mis pensamientos. El aspersor sigue regando la ventana. Charlie respira agitadamente a mi lado. No hay nadie a la vista, pero no puedo sacudirme la sensación de que hay algo que no está bien. Sin embargo, no tenemos alternativa. Es la única salida. Charlie lame una película de sudor que se ha formado en su labio superior y levanta el puño. Contando con los dedos, hace una seña en mi dirección. «Uno… dos…» Abandonamos nuestro escondite a toda velocidad, agachándonos al pasar junto al aspersor. El corazón me golpea las costillas… lo único que veo es la calle… ya casi hemos llegado… la puerta de metal está a pocos pasos…
—¿Adónde vas, Cenicienta… llegas tarde al baile? —pregunta una voz desde la escalera de entrada a nuestro apartamento.
Nos paramos en seco y nos volvemos. Levanto la pistola; Charlie hace lo propio con el machete oxidado.
—Tranquilos, vaqueros —dice ella, levantando las manos.
Olvídate del Servicio. Es la mujer que estaba en la casa de Duckworth.
—¿Qué está haciendo aquí? —pregunta Charlie.
Ella no contesta. Sus ojos no se apartan de mi pistola.
—¿Quieren decirme quiénes son realmente? —pregunta.
—Esto no tiene nada que ver con usted —le advierto.
—¿Por qué han preguntado por él?
—¿Entonces conoce a Duckworth? —pregunto.
—Les he hecho una pregunta…
—Yo también —replico. Muevo la pistola para atraer su atención. Ella no nos conoce lo suficiente como para decidir si se trata de un farol.
—¿Cómo le conoció? —pregunta Charlie. Ella baja las manos, pero no deja de mirarme.
—¿Realmente no lo saben? —pregunta—. Marty Duckworth era mi padre.
Maggie Caruso nunca había dormido bien. Incluso cuando las cosas iban bien —durante su luna de miel en los Poconos— Maggie tenía problemas para reunir cinco horas de sueño ininterrumpido. Cuando se hizo mayor —cuando las compañías de las tarjetas de crédito comenzaron a llamarla a finales de mes— se consideraba afortunada si conseguía dormir tres horas. Y anoche, con sus hijos ausentes, permaneció sentada en la cama, aferrada a las sábanas, y apenas si consiguió dormir un par de horas… que era exactamente lo que Gallo había calculado antes de ir a buscarla esa mañana.
—Pensé que le gustaría un poco de café —dijo Gallo cuando entró en la sala de interrogatorios de un blanco brillante. A diferencia del día anterior, DeSanctis no estaba con él. Hoy era solamente Gallo, con su habitual traje gris que le sentaba fatal y una sonrisa sorprendentemente cálida. Le alcanzó el café a Maggie con las dos manos—. Cuidado, está caliente —dijo; parecía realmente preocupado.
—Gracias —contestó Maggie, mientras lo observaba atentamente y estudiaba su nueva actitud.
—¿Cómo se siente? —preguntó Gallo al tiempo que acercaba una silla. Igual que el día anterior, se sentó a su lado.
—Estoy bien —dijo Maggie, esperando que fuese breve—. ¿Puedo ayudarle en algo?
—De hecho, hay una cosa que… —Gallo dejó que las palabras quedaran suspendidas en el aire. Era una táctica que había aprendido justo al entrar en el servicio secreto. Cuando se trataba de conseguir que la gente hablara, no existía mejor arma que el silencio.
—Agente Gallo, si está buscando a Charlie y Oliver, debería saber que ninguno de los dos vino a casa anoche.
—¿De verdad? —preguntó Gallo—. ¿O sea que aún no sabe dónde están?
Maggie asintió.
—¿Y aún no sabe si se encuentran bien?
—No tengo la menor idea.
Gallo cruzó los brazos y guardó silencio.
—¿Qué? —preguntó Maggie—. ¿No me cree?
—Maggie, ¿Oliver y Charlie se pusieron en contacto con usted anoche?
Maggie permaneció en silencio una fracción de segundo.
—No sé lo que…
—No me mienta —le advirtió Gallo. Entrecerró los ojos y el tío agradable desapareció sin dejar rastro—. Si me miente no les estará haciendo ningún favor.
Apretando los dientes, Maggie ignoró la amenaza.
—Se lo juro, no sé nada.
Por tercera vez, Gallo dejó que el silencio hiciera su trabajo. Treinta segundos de nada.
—Maggie, ¿tiene idea de a lo que se enfrenta? —preguntó por fin.
—Ya le he dicho…
—Permítame que le hable de un caso en el que trabajamos el año pasado —la interrumpió—. Teníamos a un objetivo que utilizaba una máquina de escribir para mantenerse en contacto con otro sospechoso. Es un método muy ingenioso: destruir la cinta de la máquina, enviar un fax desde un lugar imposible de encontrar, nada que nos pudiese servir para cogerles. Pero, lamentablemente para el objetivo, todas las máquinas de escribir eléctricas emiten sus propias emanaciones electromagnéticas. No resultan tan fáciles de leer como un ordenador, pero nuestros técnicos no tuvieron problemas para dar con ellas. Y, una vez que les facilitamos la marca y el número de modelo de la máquina de escribir, les llevó menos de tres horas recrear el mensaje a partir del sonido que produce cada una de las teclas. El tío pulsaba «A», nosotros veíamos «A». Les cogimos a los dos una semana más tarde.
Maggie cuadró los hombros, haciendo un esfuerzo por no perder la compostura.
—No pueden escapar de nosotros —añadió Gallo—. Es sólo cuestión de tiempo. —Negándose a desistir en su empeño, añadió—. Si nos ayuda a encontrarles, podemos llegar a un acuerdo, Maggie, pero si me veo obligado a hacerlo solo… la única forma en que volverá a ver a sus hijos será a través de un cristal de cinco centímetros de espesor. Y eso, si consiguen llegar tan lejos.
Con un único y fluido movimiento, Gallo se rascó la nuca y abrió su chaqueta. Maggie pudo ver el arma de Gallo en su funda de cuero. Gallo la miraba fijamente, no tenía necesidad de añadir nada más.
Le temblaba la barbilla. Intentó levantarse pero las piernas no le respondieron.
—Se acabó, Maggie… sólo tiene que decirnos dónde están.
Ella se volvió y apretó los labios. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
—Es la única manera que tiene de ayudarles —insistió Gallo—. De otro modo, tendrá las manos manchadas con su sangre.
Enjugándose los ojos con la palma de la mano, Maggie buscó desesperadamente algo, cualquier cosa, donde enfocar la vista. Pero la absoluta blancura de las paredes la seguía llevando hacia Gallo.
—Está bien —añadió él, inclinándose hacia Maggie—. Sólo pronuncie las palabras y nos aseguraremos de que no les pase nada. —Apoyó una mano sobre su hombro y le levantó lentamente la barbilla—. Sea una buena madre, Maggie. Es la única manera de ayudarles. ¿Dónde están Charlie y Oliver?
Maggie levantó la vista y sintió que el mundo se fundía ante sus ojos. Sus hijos eran lo único que le quedaba. Eran todo lo que tenía. Y lo único que siempre había necesitado. Irguiéndose en la silla, se sacudió del hombro la mano de Gallo y finalmente abrió la boca.
—No sé de qué está hablando —dijo con voz controlada y suave—. No he tenido ninguna noticia de ellos.
—No seas tan buen niño —regañó Joey a través del teléfono. Se apoyó en el asiento del coche y miró a través de la calle hacia el edificio de Maggie Caruso—. Sólo dime qué hay en los archivos.
—Sabes muy bien que no puedo hacerlo —dijo Randall Adenauer con su inconfundible acento de Virginia—. Sin embargo, puedes volver a preguntar.
—Venga —gimió Joey, poniendo los ojos en blanco. Pero si quería saber los antecedentes de Charlie y Oliver según la ley, sólo había una forma de jugar a ese juego—. ¿Es la clase de gente que podría contratar? —preguntó Joey.
Hubo una pausa en el otro extremo de la línea. Como agente especial encargado de la Unidad de Crímenes Violentos, Adenauer tenía acceso a los mejores archivos y bases de datos con los que contaba el FBI. Como viejo amigo del padre de Joey, también tenía algunas cuentas pendientes que debía haber pagado hacía tiempo.