Los millonarios (32 page)

Read Los millonarios Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: Los millonarios
4.32Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Vamos, Charlie, salgamos de aquí…

—Sí… no… tienes toda la razón —dice—. Sólo estamos confiándole nuestras vidas. ¿Por qué querríamos saber nada acerca de la suya?

Intento cogerle del brazo pero, como siempre, es más rápido que yo.

—Hablo en serio, Charlie.

—Yo también —dice él, apartándose de mí. Avanza hacia el centro de la habitación y revisa el suelo, la cama y el resto del mobiliario, buscando alguna pista. De pronto, se detiene, confuso.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Dímelo tú. ¿Dónde está la vida de Gillian?

—¿De qué estás hablando?

—Su vida, Ollie —ropa, fotos, libros, revistas—, cualquier cosa. Echa un vistazo. Aparte de las flores y esa pintura en el suelo, no hay nada más.

—Tal vez le gusta tener las cosas ordenadas.

—Tal vez —dice—. O tal vez ella…

En ese momento se oye el ruido de una puerta al cerrarse. Me vuelvo y compruebo que procede del pasillo. Inmóviles, ambos sabemos cuándo hemos abusado de su hospitalidad. Echo un vistazo al reloj despertador que hay en la mesilla de noche para comprobar la hora y levanto rápidamente la cabeza. No es un reloj despertador. Es un viejo…

—¡Es una grabadora de ocho pistas! —exclama Charlie excitado. Pero cuando se inclina para mirar mejor a través de la oscuridad, advierte que la abertura que habitualmente aloja las ocho pistas parece más grande de lo normal. El plástico plateado de los bordes está descascarado. Como si alguien hubiese tratado de abrirla o agrandarla. Charlie, invadido por la curiosidad, se acerca al aparato y se pone en cuclillas delante de él.

—Hijo de puta —murmura.

—¿Y ahora qué pasa?

Me acerco y trato de ver algo a través de la penumbra que nos rodea. Charlie señala las ocho pistas.

—No entiendo —le digo.

—No las ocho pistas, Ollie. Aquí… —Vuelve a señalar. Pero lo que está señalando no es la grabadora. Es la mesilla de noche—. Comprueba el polvo —dice.

Inclino la cabeza y veo la gruesa capa de polvo que cubre la superficie de la mesilla de noche.

—Es tan perfecto que no te das cuenta —dice Charlie—. Como si nadie hubiese colocado nada encima, o nadie la hubiese tocado desde hace meses, aunque está junto a su cama.

Se vuelve y me mira fijamente.

—¿Qué?

—Dímelo tú, Ollie. ¿Cómo es posible que ella no…?

—¿Qué es esto, la búsqueda de las bragas? —pregunta una voz femenina a nuestras espaldas.

Charlie se vuelve para mirar a Gillian.

Ella enciende las luces, obligándonos a entrecerrar los ojos para adaptarnos a la súbita claridad.

—¿Qué hacen en mi habitación?

40

—¿Ah, es su habitación? —pregunta Charlie—. Nosotros sólo estábamos… admirando esta imponente grabadora de ocho pistas.

Señala con el pulgar por encima del hombro, pero ella no se molesta en mirar. Sus ojos oscuros se clavan en él y no le sueltan. Está parada junto a la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. No la culpo. No deberíamos haber estado registrando sus cosas.

—Escuche, realmente lo siento —digo—. Le prometo que no hemos tocado nada. —Clavando ahora la mirada en mí, me somete exactamente a la misma prueba. Pero a diferencia de Charlie, yo no miento, balbuceo o condesciendo. Le digo toda la verdad y espero que sea suficiente—. Yo… yo sólo quería saber algo más acerca de usted —añado.

«Perfecto», Charlie sonríe.

Él piensa que estoy actuando pero, en muchos sentidos, es la cosa más honesta que he dicho en todo el día. Con todo el mundo tras nosotros, Gillian es la única persona que nos ha ofrecido su ayuda. Mientras me mira de arriba abajo, sus brazos siguen cruzados sobre su pecho. El espíritu libre ha desaparecido. Y entonces… de pronto… aparece nuevamente.

—Es muy guay, ¿verdad? —pregunta, mientras sus hombros se relajan.

Le doy las gracias con una sonrisa. Receloso ante su súbita muestra de amabilidad, Charlie mira a su alrededor como si ella estuviese hablando con otra persona.

—La grabadora de ocho pistas —explica, acercándose a la mesilla de noche.

Empuja a mi hermano hacia un lado y se sienta en la cama junto a mí. Se inclina hacia atrás, luego hacia adelante, luego hacia atrás un poco más.

—Espera a ver lo que hizo mi padre —dice, tuteándome por primera vez—. Pulsa el botón de «Pausa».

Ha recuperado la sonrisa cantarina que tenía antes. Junto a ella, sin embargo, Charlie señala hacia abajo, donde los dedos desnudos de los pies de Gillian están apretados como puños contra la alfombra.

«¿Lo ves?» Charlie frunce el ceño con esa expresión de te-lo-había-dicho que habitualmente tiene reservada para Beth. Pero ambos sabemos que Gillian no es Beth.

Gillian enciende el aparato y se reclina sobre sus manos.

—Sólo pulsa el botón de «Pausa» —repite.

Siguiendo sus instrucciones, extiendo la mano y pulso el botón de «Pausa». El antiguo aparato se pone en funcionamiento con un zumbido mecánico. Es un sonido familiar… y cuando pulso el botón, una bandeja plástica de CD —completa con un brillante disco compacto— se desliza fuera de la abertura donde uno normalmente colocaría el estuche de ocho pistas.

—Es guay, ¿eh? —dice Gillian.

—¿De dónde dijiste que eras? —le pregunta Charlie.

—¿Perdona?

—¿De dónde eres? ¿Dónde te criaste?

—Aquí —contesta Gillian—. Cerca de Miami.

—Vaya, es muy extraño —dice Charlie—. Porque cuando hace un momento has dicho «muy guay», juraría que he notado un ligero acento de Nueva York.

Evidentemente divertida, Gillian sacude la cabeza, pero no aparta la mirada de mi hermano.

—No, sólo Florida —canturrea sin darle mayor importancia. Es la mejor manera de enfrentarse a Charlie… no enfrentándose a él en absoluto. Gillian se vuelve hacia mí y el aparato.

—Echa un vistazo al disco —me dice.

Me inclino y lo levanto con un dedo: Los discursos completos de Adlai E. Stevenson.

—¿Tu padre hizo esto?

—Es lo que te estoy diciendo, después de abandonar la Disney tenía mucho tiempo libre… solía…

—¿Y cuándo volviste a mudarte a esta casa? —la interrumpe Charlie.

—¿Cómo dices? —pregunta Gillian. Si está molesta, no lo demuestra.

—Tu padre murió hace seis meses, ¿cuándo te mudaste aquí?

Con una sonrisa traviesa, Gillian se levanta de la cama de un brinco y se dirige al pie del colchón.

«¿Lo ves?» Charlie me fulmina con la mirada. «Es el mismo truco que utilizo contigo.» Distancia para evitar la confrontación.

—No lo sé —comienza a decir Gillian—. Supongo que hace un mes aproximadamente… resulta difícil decirlo. Llevó un tiempo completar todo el papeleo… y luego trasladar mis cosas hasta aquí… —Se vuelve hacia la ventana, pero en ningún momento se muestra nerviosa. Agudizo el oído para captar algún dejo neoyorquino, pero lo único que oigo es su breve acento de Floooorida—. Aún no me resulta fácil dormir en su vieja cama, por eso casi todas las noches me acurruco en el sofá —añade, sin dejar de mirar a Charlie—. Por supuesto la hipoteca está pagada, de modo que no tengo motivos para quejarme.

—¿Qué me dices del trabajo? —pregunta Charlie—. ¿Sigues trabajando?

—¿Acaso parezco la beneficiaria de algún fondo? —bromea—. Jueves, viernes y sábado por la noche en el Waterbed.

—¿Waterbed?

—Es un club en Washington Avenue. Cuerdas de terciopelo, tíos que buscan a supermodelos que nunca aparecerán… la triste historia de siempre.

—Déjame adivinar: eres camarera y llevas una camiseta negra muy ceñida.

—Charlie… —le increpo.

Ella se encoge de hombros sin darle mayor importancia.

—¿Realmente crees que soy de ese tipo? Soy gerente, guapo. —Gillian trata de mostrarse amable, pero Charlie no muerde el anzuelo—. Lo bueno es que me deja el día libre para pintar, que es la mejor forma de relajarse —añade.

¿Pintar? Examino el lienzo apoyado en la pared en un rincón de la habitación y busco la firma. G. D. Gillian Duckworth.

—De modo que esa pintura es tuya —digo—. Me preguntaba si…

—¿Tú has pintado eso? —pregunta Charlie sin ocultar su escepticismo.

—¿Por qué te sorprende? —pregunta Gillian.

—No está sorprendido —digo, tratando de que las cosas no empeoren—. Es sólo que no le gusta la competencia. —Señalando a Charlie, añado—. Adivina quién asistía a la escuela de Bellas Artes… y sigue siendo un aspirante a músico.

—¿De verdad? —exclama Gillian—. O sea que los dos somos artistas.

—Sí. Los dos somos artistas —dice Charlie aburrido. Un instante después estudia los dedos de Gillian; si tuviese que apostar diría que está tratando de comprobar si tiene restos de pintura debajo de las uñas—. ¿Alguna vez has vendido alguno de tus cuadros? —pregunta.

—Sólo a los amigos —dice ella suavemente—. Aunque estoy tratando de introducirme en alguna galería…

—¿Has vendido alguna vez una de tus canciones? —le pregunto a Charlie. No permitiré que siga por ese camino. Además, más allá de cualquier otra cosa que produzca la fértil imaginación de mi hermano, Gillian nos está permitiendo que revisemos toda la casa. Naturalmente, Charlie no puede dejar de mirar la capa de polvo que cubre la mesilla de noche.

—¿Acaso he dicho algo malo? —pregunta Gillian.

—No, has estado genial —dice Charlie y se dirige hacia la puerta.

—¿Adónde vas? —le pregunto.

—Vuelvo al trabajo —contesta—. Tengo que revisar un armario.

41

A medianoche, Maggie Caruso está sentada a la mesa del comedor con el periódico extendido delante de ella y una taza de té caliente a su lado. Durante quince minutos no toca ninguno de los dos. «Debes darle tiempo», se dice a sí misma mientras contempla el cuadro que ha pintado Charlie del puente de Brooklyn. «Es mejor esperar las dos horas.» Así es como tocaron las nueve y así es como lo hicieron las once. Ansiosa por levantarse, pero reacia a mostrar la expresión de su rostro, Maggie gira sutilmente la muñeca y comprueba cómo pasan los segundos en el reloj de plástico modelo Bruja Malvada de
El Mago de Oz
que Charlie le regaló para el Día de la Madre. Sólo se necesitaba un poco de paciencia.

—Odio cuando hace eso —dijo DeSanctis, mirando fijamente la pantalla débilmente iluminada—. Es lo mismo que anoche, se queda mirando el crucigrama pero nunca escribe una respuesta.

—No es el crucigrama —dijo Gallo—. Lo he visto antes, cuando la gente sabe que está en peligro, se quedan inmóviles. Tienen tanto miedo de hacer el movimiento equivocado que se paralizan completamente.

—Vete a la cama —le gritó DeSanctis a Maggie a través de la pantalla—. ¡Tómatelo con calma!

—Todos tenemos nuestros hábitos —dijo Gallo—. No hay duda de que éste es el suyo.

Cincuenta minutos más tarde, los ojos de Maggie continuaban saltando del reloj al periódico. Cualquier otra noche, sólo la espera la hubiese hecho dormir. Pero esa noche, sus pies golpeaban ligeramente el suelo para mantenerse despierta. «Dos minutos más», contó en silencio.

DeSanctis, molesto y terriblemente ansioso, encendió el detector térmico y apuntó hacia el edificio. A través del visor, el mundo tenía un color verde oscuro. Las farolas y las luces de las casas brillaban con un blanco intenso. Igual que el capó del coche de Joey, que ahora no podía pasar inadvertido a pesar de que estaba oculto en un callejón. Si ella quería disponer de calor para trabajar, el motor debía estar en marcha.

—Adivina quién continúa vigilándonos —dijo DeSanctis.

—No quiero oírlo —gruñó Gallo. Señalando la pantalla, añadió—: Mientras tanto, fíjate quién está dispuesta finalmente a meterse en la cama…

Luchando contra el agotamiento, Maggie se dirigió lentamente a la cocina y fingió que bebía una última taza de té. Pero cuando inclinó la cabeza hacia atrás, metió la mano en el bolsillo del delantal y buscó su última nota. Era hora de ponerse en movimiento. Con un giro de la muñeca, vació la taza de té en el fregadero. Pero en lugar de ir al dormitorio, se volvió hacia la ventana de la cocina.

—¿Qué está haciendo ahora? —preguntó Gallo.

—Lo mismo que ha estado haciendo todo el día, preocuparse por el secado de la ropa.

Inclinada sobre la cuerda de la ropa, Maggie tiró con ambas manos para enviar la última carga de la noche. A mitad de camino se detuvo para estirar los dedos, invadidos súbitamente por un dolor lacerante. No era la artritis, o las largas horas inclinada sobre la máquina de coser… Simplemente el estrés le estaba pasando factura.

—Está a punto de derrumbarse —dijo Gallo, estudiando la pequeña pantalla y leyendo el lenguaje corporal de MaggieCaruso desde detrás—. No podrá soportar otra noche como ésta.

—Compruébalo, puedes ver sus brazos —dijo DeSanctis con perversa satisfacción sin dejar de mirar a través del visor térmico. Abrió la pantalla LCD en un lado de la cámara para que Gallo pudiese echar un vistazo. No había duda, resaltando en el edificio teñido de verde se veían dos brazos blancos que brillaban como serpientes incandescentes en medio de la oscuridad.

—¿Qué es eso que se ve allí? —preguntó Gallo mientras señalaba unas manchas diminutas que se veían en la cuerda de la ropa.

—Son los residuos de su tacto —explicó DeSanctis—. La cuerda está tan fría que cada vez que la toca con los dedos, conserva el calor y nos da un resplandor térmico.

Gallo entrecerró los ojos mientras estudiaba detenidamente los puntos blancos en la brillante correa transportadora. A medida que se alejaban de Maggie, cada punto iba perdiendo brillo hasta desaparecer por completo.

Una a una, Maggie examinó cada pieza de ropa de la cuerda. Las secas, dentro; las húmedas se quedaban fuera. Para cuando hubo terminado, sólo permanecía extendida en la cuerda la gran sábana blanca húmeda. Sin levantar la cabeza, Maggie miró hacia la ventana oscura al otro lado del callejón. En las sombras, como antes, Saundra Finkelstein asintió levemente.

En la pantalla LCD, Gallo y DeSanctis observaron cómo Maggie quitaba las pinzas, cogía la sábana por el borde inferior y le daba la vuelta. Gracias a la baja temperatura de la tela húmeda, sus brazos brillaban débilmente debajo de la sábana. Fijando nuevamente las pinzas en su sitio, dio un tirón a la cuerda y la sábana se alejó hacia el edificio de al lado. Una vez más, la colección de diminutos puntos blancos de la cuerda se desvaneció en una mancha horizontal, pero esta vez, quedó algo más: justo debajo de la cuerda, donde la pinza sujetaba la sábana, un cometa blanco del tamaño de una pelota de golf atravesó velozmente el estrecho pasadizo entre ambos edificios. Y desapareció.

Other books

The Rock Season by R.L. Merrill
Mercy for the Damned by Lisa Olsen
Proof Positive (2006) by Margolin, Phillip - Jaffe 3
Trinidad by Leon Uris
Einstein's Dreams by Alan Lightman
ARC: The Buried Life by Carrie Patel
Last Man to Die by Michael Dobbs