—¿Qué coño era eso? —preguntó Gallo.
—¿A qué te refieres?
—¡En la sábana! ¡Rebobina la cinta!
—Espera un segundo…
—¡Ahora! —rugió Gallo.
Apretando frenéticamente los botones de la sofisticada cámara, DeSanctis congeló la imagen y pulsó «Rewind». En la pantalla, la película pasó velozmente en sentido inverso y la sábana de Maggie regresó a su ventana.
—¡Justo allí! —gritó Gallo—. ¡Pulsa «Play»!
La cinta recuperó la velocidad normal. Con la cámara en el tablero de instrumentos, Gallo y DeSanctis se inclinaron hacia la pequeña pantalla. Por segunda vez, contemplaron cómo Maggie volvía a colgar la sábana. Su mano izquierda colocaba la pinza de la ropa. La derecha estaba debajo de la sábana, sosteniéndola en su sitio. Con un rápido movimiento, Maggie tiró de la cuerda y envió la sábana a través del callejón. Entonces, igual que había sucedido unos segundos antes, apareció un punto blanco justo debajo de la pinza que sujetaba la sábana.
—¡Allí! —dijo Gallo, congelando la imagen. Señaló el punto blanco—. ¿Qué demonios es eso?
—No tengo la menor idea —dijo DeSanctis—. Tal vez su brazo tocó la sábana…
—¡Por supuesto que su brazo tocó la sábana —lo mantuvo debajo de la tela durante un minuto, imbécil—, pero ese punto es la única cosa que sigue brillando!
DeSanctis se acercó aún más a la pantalla.
—¿Crees que tenía alguna cosa debajo de la sábana?
—Dímelo tú, eres el experto en estos chismes, ¿qué podría conservar el calor durante tanto tiempo?
Con los ojos fijos en la pantalla, DeSanctis sacudió la cabeza.
—Si lo tenía escondido en la mano… si tenía las palmas sudadas… podría tratarse de cualquier cosa, plástico, un trozo de tela… incluso un pequeño papel doblado podría…
DeSanctis se interrumpió.
Gallo miró al cielo. Cuatro pisos más arriba, la sábana blanca de Maggie Caruso se agitaba en el aire de la noche. Al otro lado del callejón, la ventana que enfrentaba a la de Maggie estaba a oscuras. Sin decir nada, DeSanctis detuvo la cinta y levantó el detector térmico. Y cuando el cuadro verde oscuro quedó bien enfocado, había algo nuevo en el interior de la ventana, la figura de un color blanco lechoso de una mujer mayor que miraba la cuerda de la ropa. Vigilando. Y esperando pacientemente.
—¡Hija de puta! —gritó Gallo, golpeando con ambos puños el techo del coche. La luz cenital parpadeó por el impacto—. ¿Cómo coño se nos ha pasado eso?
—¿Debería…?
—¡Encuentra a esa vecina! —continuó gritando—. ¡Quiero saber quién es, cuánto tiempo hace que se conocen, y lo que es más importante, quiero una lista de todas las llamadas que han entrado y salido de ese edificio en las últimas cuarenta y ocho horas!
«Si lo tenía escondido en la mano… si tenía las palmas sudadas… podría tratarse de cualquier cosa, plástico, un trozo de tela… incluso un pequeño papel doblado podría…» Hubo una larga pausa mientras la voz de DeSanctis se desvanecía. Joey miró calle arriba, donde ambos agentes estaban mirando hacia…
«¡Hija de puta!», gritó Gallo al tiempo que un chirrido agudo llegaba a oídos de Joey a través del receptor. Encogiéndose ante el estridente sonido, Joey bajó el volumen. Cuando volvió a aumentarlo sólo quedaba una intermitente descarga eléctrica.
—Venga, vamos —se lamentó, golpeando el lateral del receptor. Pero las descargas continuaban. Pulsó el botón de «Encendido» para reiniciar el sistema. Sólo descargas eléctricas—. No, no, no… —imploró, haciendo girar frenéticamente los mandos para volver a sintonizar la frecuencia—. Por favor… ahora no… —Al llegar al extremo del dial, alzó la vista hacia el coche de los agentes. Gallo golpeaba el volante con el puño mientras le gritaba algo a DeSanctis. De pronto, las luces rojas de los frenos se encendieron y Gallo puso el coche en marcha.
—Debéis de estar de broma —musitó Joey.
Los neumáticos chirriaron al deslizarse brevemente sobre un trozo de nieve sucia. Una vez encontrada la tracción, el coche efectuó unos bruscos virajes en la calle desierta y estuvo a punto de chocar contra un Plymouth marrón aparcado a mitad de la manzana. Joey observó las luces rojas que giraban en la esquina y desaparecían. Entonces supo que sólo era el comienzo de una noche aún más larga.
—Bienvenidos a Suckville. Población: Dos habitantes —dijo Charlie con escaso humor, hundido hasta las rodillas en un mar de cajas de cartón.
—¿Puedes hacer el favor de dejar de quejarte y comprobar esa caja de allí?
—Ya la he comprobado.
—¿Estás seg…?
—Sí, Oliver, estoy seguro —dice, pronunciando cuidadosamente cada sílaba—. Por nonagésima quinta vez, estoy seguro.
Han pasado tres horas desde que Charlie se reunió conmigo en el Almacén de los Objetos Inservibles reconvertido en el garaje de Duckworth. Durante la primera hora, estábamos esperanzados. La segunda hora comenzamos a impacientarnos. Ahora estamos simplemente hartos.
—¿Qué me dices de aquéllas?
Charlie echa un vistazo a una pila de cajas marrones amontonadas entre unas cuantas sillas de jardín oxidadas y una barbacoa rota.
—Yo. Comprobar. Ellas —dice.
—¿Y qué había en su interior? —lanzo el desafío.
Sus orejas se ponen completamente rojas.
—Déjame pensar… Ah, sí, ahora lo recuerdo; era otra caja llena de novelas de ciencia ficción muy hojeadas y textos de informática tan anticuados como los dinosaurios… —Arrancando la tapa de la caja que está encima de las demás, saca dos libros: un ejemplar de bolsillo de
Fahrenheit 451
deteriorado por la humedad y un manual desteñido titulado
El Commodore 64: Bienvenido al futuro
.
Le miro fijamente y señalo las otras cajas que hay en la pila.
—¿Y qué me dices de las que hay debajo?
—Ya está bien… me largo —anuncia Charlie, volando hacia la puerta. Tropieza y se tambalea sobre uno de los grandes lienzos de Gillian, pero por una vez no vuelve a aterrizar sobre sus pies. Choca contra dos pilas separadas de cajas y recupera el equilibrio, pero sólo después de haber derribado toda la pila. Docenas de libros se esparcen por el suelo.
—¡Charlie, espera! —Le persigo hacia la sala de estar y encuentro a Gillian, que está encorvada sobre el brazo del sillón de mimbre de su padre. Tiene la cabeza gacha y los codos descansan sobre las rodillas. Cuando alza la vista compruebo que tiene los ojos enrojecidos, como si hubiese estado llorando.
—¿Qué ocurre? —pregunto—. ¿Estás bien?
Ella asiente en silencio, pero eso es todo lo que parece estar dispuesta a decir. En las manos sostiene un marco de madera azul con un diminuto Mickey Mouse pintado en la esquina inferior derecha. La fotografía es vieja y muestra a un hombre grueso de pie junto a una piscina… y muestra con orgullo a su pequeña hija de un año. Tiene una sonrisa torcida pero radiante; lleva un sombrero de playa flexible y un bañador rosa brillante. Incluso el Hombre-topo tuvo su día bajo el sol. En la imagen, la pequeña está dando palmas mientras él la sostiene junto a su pecho, con los brazos apretados alrededor de su cuerpo. Como si no tuviese intención de soltarla jamás.
No conozco mucho a Gillian Duckworth, pero sé lo que significa perder a uno de tus padres.
Me arrodillo junto a ella y hago un esfuerzo por conseguir su atención.
—Lamento que estemos metiéndonos en la vida de tu padre de esta manera…
—No es culpa vuestra.
—De hecho, sí lo es. Si no te hubiésemos hecho enfadar, no estaríamos…
—Escucha, si no lo hubiese hecho ahora, lo habría hecho dentro de seis meses. Además —añade, mirando la fotografía—, nunca me prometieron nada. —Está a punto de decir algo más pero no lo hace. Simplemente mira la foto, sacudiendo levemente la cabeza—. Sé que suena patético, pero sólo hace que comprenda lo poco que le conocía. —Mantiene la cabeza gacha y su pelo negro rizado cae como una cascada a un costado del cuello.
—Gillian, si hace que te sientas mejor, tenemos exactamente la misma fotografía en nuestra casa… no he visto a mi padre en ocho años.
Ella alza la vista y nuestros ojos finalmente se encuentran. Se enjuga las lágrimas con el dorso de la mano. Hay un espacio diminuto entre sus labios. Extiendo la mano y le doy unas suaves palmadas en el hombro, pero se ha dado la vuelta. Hunde la cara entre las manos y, cuando las lágrimas comienzan a aflorar, llora para sí misma. Aunque estoy arrodillado junto a ella, Gillian hace todo lo posible para que ese momento sea privado. Pero finalmente… como estoy aprendiendo últimamente… todos necesitamos abrirnos. Reclinándose hacia un costado, Gillian apoya la cabeza en mi hombro, me rodea el cuello con los brazos y deja salir el resto. Con cada sollozo sofocado, apenas si hace ruido, pero siento cómo sus lágrimas humedecen mi camisa.
—Está bien —le digo cuando su respiración se calma—. Está bien echarle de menos.
Por encima de su hombro descubro que Charlie nos observa desde la cocina. Está buscando el brillo en sus ojos… el temblor en su voz… cualquier cosa que sirva para demostrar que Gillian está actuando. Pero eso nunca sucede. Y mientras contempla cómo Gillian se derrumba, ni siquiera él puede apartar la vista.
Al advertir que le estoy mirando, mi hermano da media vuelta y finge revisar nuevamente los armarios de la cocina. Cuando los sollozos de Gillian remiten, se acerca a nosotros.
—¿Quién quiere mirar la tele? —interrumpe Charlie—. Podemos… —Se interrumpe y actúa como si estuviese sorprendido—. Lo siento, no quería…
—No, está bien —dice Gillian, irguiéndose en el sillón de mimbre y recuperando la compostura.
«¿Qué estás haciendo?», le pregunto con la mirada. No estoy seguro de si está celoso o si sólo intenta calmarla, pero hasta yo debo reconocerlo, ella sabe utilizar ese momento de distracción.
—Venga —añade Charlie, poniendo voz de chico agradable y haciendo señas en dirección al televisor—. No más penas… es hora de relajarse con algún entretenimiento intrascendente.
Gillian me mira para comprobar mi reacción.
—En realidad, creo que no es mala idea —convengo—. Sólo para limpiar el paladar mental…
—¡Así se habla! —dice Charlie pasando junto a nosotros. Saltando desde la alfombra, aterriza limpiamente sobre el sofá con las piernas cruzadas sobre la mesilla baja. Gillian me sigue a la sala de estar, sus dedos cogidos en mi mano.
—Eso es… hay lugar para todos… una gran familia feliz —bromea Charlie mientras agarra el mando a distancia. Apunta al televisor y pulsa el botón pero no sucede nada. Vuelve a apretar el botón. Nada.
—¿Has pulsado «Encendido»? —pregunto.
—No, he pulsado «Sin sonido»… lo triste es que sigo oyendo tu voz.
Charlie hace girar el pequeño artilugio y abre el compartimiento de las pilas.
Mira a Gillian alzando una ceja. La fiesta ha terminado.
—Está vacío.
—Ah sí, es verdad —dice ella—. Pensaba poner unas pilas nuevas.
—No te preocupes —digo—. Charlie, ¿no dijiste que había algunas en el armario?
—Sí —dice fríamente, sin apartar la vista de Gillian—. Hay una caja llena. De todos los tamaños imaginables.
Voy rápidamente hasta el armario y regreso con un puñado de pilas nuevas doble-A. Gillian ya ha encendido manualmente el televisor, pero Charlie está concentrado en el mando a distancia. Coloca las pilas y vuelve a intentarlo. No sucede nada.
—Tal vez está roto.
—¿En esta casa? —pregunta Gillian—. Papá lo arreglaba todo.
—Venga, pásame ese chisme —le digo a Charlie, sentándome en el borde de la mesilla baja. Es hora de emplear el truco que acostumbraba a utilizar con mi viejo
walkman
. Extraigo nuevamente las pilas, me llevo el mando a los labios y soplo con fuerza en el interior del compartimiento. Ante mi sorpresa, oigo un sonido rápido, como un aleteo… como cuando soplas con fuerza una brizna de hierba o el borde de una hoja de papel.
Charlie inclina lentamente la cabeza. Sé lo que está pensando.
—Tal vez está roto después de todo —dice Gillian.
—Imposible —replica Charlie. Tiene los ojos muy abiertos y esa expresión hambrienta en el rostro. En cualquier otra casa, un mando a distancia roto es simplemente eso. Pero aquí… como Gillian ha dicho, Duckworth lo arreglaba todo—. Déjame intentarlo —dice Charlie.
Pero ya me he adelantado. Introduzco dos dedos en el compartimiento de las pilas y tanteo buscando el origen de ese sonido. Ahí no hay nada.
Charlie se ha levantado del sofá y permanece ansiosamente junto a mí.
—Rómpelo.
Gillian sacude la cabeza.
—Realmente crees que él…
—¡Rómpelo! —repite Charlie.
Con los dedos aún dentro del mando, tiro con fuerza de la parte posterior. Pero no cede. No hay suficiente palanca.
—Toma —dice Charlie, alcanzándome un lápiz. Lo introduzco en el compartimiento de las pilas y hago palanca con fuerza. Se oye un chasquido… el plástico se rompe… y toda la parte posterior del mando se parte, cayendo sobre el regazo de Gillian.
—Vaya, vaya, vaya —dice Charlie.
No estoy seguro de qué está hablando. Entonces bajo la vista. Dentro del mando a distancia, sujeta con dos gruesas grapas, hay una hoja de papel doblada tan pequeña y apretada que tiene la longitud y el ancho de un cigarrillo aplastado. Es posible que los tíos del servicio secreto hayan revisado todos los otros escondrijos, pero no hay duda de que a ninguno se le ocurrió mirar la tele.
Gillian abre la boca.
—¿Qué es? —pregunta Charlie.
Quito las grapas con la punta del lápiz.
Con un bostezo, el papel doblado se abre lentamente. La excitación es tan intensa que apenas si puedo…
—¡Ábrelo! —grita Charlie.
Lo abro rápidamente y del interior de la primera hoja de papel cae al suelo otra hoja más pequeña y satinada. Charlie se lanza a por ella.
Al principio, parece un punto de libro, pero en el rostro de Charlie hay una expresión de desconcierto.
—¿Qué dice? —pregunto.
—No tengo ni idea.
Charlie gira el punto de libro hacia un lado y aparecen cuatro fotos: retratos, todos en fila. Un hombre mayor de pelo entrecano; un tío pálido de unos cuarenta años con pinta de banquero; una mujer pecosa y pelirroja; un tío negro con expresión cansada y la barbilla hendida. Es como una de esas fotos de los fotomatones, pero como está dispuesta en horizontal, parece más una rueda de sospechosos.