—¿Qué dice la tuya? —pregunta Charlie.
Casi lo he olvidado. Cogiendo el documento de apariencia legal, leo rápidamente: «Confidencialidad… Restricciones en su divulgación… No se limitarán a fórmulas, dibujos, diseños…»—Tal vez no haya asistido nunca a la facultad de derecho, pero después de haber estado cuatro años tratando con gente rica y paranoica,' reconozco un ADN cuando lo veo.
—¿Un qué? —pregunta Charlie.
—Un AND, un acuerdo de no divulgación. Es un documento que se firma durante los acuerdos de negocios para garantizar que ambas partes mantendrán la boca cerrada. Es la forma que tienes de impedir la divulgación de una idea nueva.
—¿Y en este caso…?
Levanto el documento y señalo la firma que hay al pie del mismo. Es un garabato extraño realizado con tinta negra. Pero el nombre es inconfundible. Martin Duckworth.
—No lo entiendo —dice Gillian—. ¿Crees que papá inventó algo?
—Bueno, no hay duda de que inventó algo —le respondo y mi voz ya ha comenzado a descender velozmente por la ladera de la montaña—. Y por lo que parece, tu padre estaba tras algo realmente importante.
—¿De qué estás hablando? —pregunta Charlie.
Vuelvo a agitar en el aire el papel arrugado.
—Lee la otra firma que figura al pie del contrato.
Charlie me coge la muñeca para mantener la mano firme. «Acordado y firmado. Brandt T. Katkin, Experto en Estrategia Jefe, Five Points Capital.»
—¿Quién es Brandt Katkin? —pregunta Charlie.
—Olvídate de Katkin, estoy hablando de Five Points Capital. Con un nombre así y una carta como ésta, te apuesto mi ropa interior a que se trata de un CR.
—¿CR? —pregunta Gillian.
—Capital de riesgo —le explico—. Ellos prestan dinero a una nueva compañía… mantienen a los empresarios en movimiento invirtiendo pasta en sus ideas. En cualquier caso, cuando una empresa de capital de riesgo firma un acuerdo de no divulgación de hechos —y podéis estar seguros que éste es uno de esos acuerdos— estamos hablando de un montón de dinero.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque es así como funciona el negocio; estas empresas de CR ven cientos de nuevas ideas cada día: un tío inventa el Chisme A; otro tío inventa el Chisme B. Los dos inventores del chisme quieren conseguir acuerdos de no divulgación de hechos antes de aparecer en el escenario y levantarse las faldas. Pero las firmas de CR, bueno, esos tíos odian los acuerdos de no divulgación de hechos. Ellos quieren ver todas las faldas sobre las que puedan poner sus ojos. Y lo que es aún más importante en estos casos, si un CR firma un AND queda expuesto a responsabilidades legales y jurídicas. El año pasado, cuando nuestro banco llevó a un cliente a Deardorff Capital en Nueva York, uno de los socios dijo que la única forma de que ellos firmasen un acuerdo de esas características sería si el mismísimo Bill Gates entrase en la sala y dijera, «tengo una gran idea, firmen este acuerdo y les hablaré de ella».
—De modo que el hecho de que Duckworth consiguiera que esos tíos firmasen el acuerdo…
—… significa que tuvo una idea del tamaño de Bill Gates —aseguro. Me vuelvo hacia Gillian—. ¿Tienes alguna pista acerca de qué estaba haciendo tu padre? —le pregunto.
—No, yo… no sabía que estuviese construyendo nada. Todos sus inventos anteriores eran pequeños, como ese aparato de ocho pistas.
—Tenía que ser algo relacionado con ordenadores —añade Charlie.
—¿De verdad? ¿Eso crees? —pregunta Gillian con evidente sarcasmo.
—No. Es sólo una suposición —contesta Charlie con la misma ironía.
—Vosotros dos… ya está bien —les advierto—. Gillian, ¿estás segura de que no se te ocurre nada relacionado con esto? ¿Cualquier cosa que tu padre pudiera estar tratando de vender?
—¿Qué te hace pensar que lo estaba vendiendo?
—Uno no acude a una firma de CR a menos que necesite dinero. Tu padre consiguió convencerles para que invirtiesen en su invento o bien hizo la venta directamente.
—¿O sea que fue así como consiguió el dinero? —pregunta Charlie—. ¿Crees que la idea era tan buena como para que le pagasen toda esa pasta?
—Si le dieron tres millones de dólares —dice Gillian—, no hay duda de que debía de ser una idea excelente.
Charlie me mira. «Si le dieron trescientos millones de pavos era una idea de la hostia.»
—¿Qué hay de las fotografías? —pregunta de pronto Gillian.
Parece estar increíblemente excitada, pero tal como Charlie se encarga de señalar inmediatamente, sus pies desnudos son nuevamente dos puños aferrados a la alfombra. ¿Qué espera? Todos estamos ansiosos.
—¿O sea que no son parientes ni nada por el estilo? —le pregunta Charlie.
—No les había visto en mi vida.
—¿Amigos, tal vez? —pregunto.
—Apuesto a que uno de ellos es Brandt Katkin —dice Charlie, señalando con un movimiento de la barbilla el acuerdo de no revelación de hechos.
—Podría ser cualquiera —añado, incapaz de reducir la velocidad de mis palabras. Con el sabor de la esperanza en la lengua examino las cuatro instantáneas—. Yo apuesto a que estos tíos eran sus contactos en el CR.
—Tal vez fuesen simplemente personas con las que trabajaba —añade Charlie—. Tal vez eran tíos en los que confiaba.
—O tal vez fueron quienes le asesinaron —dice Gillian—. Todos ellos podrían ser miembros del servicio secreto.
Los tres nos quedamos en silencio. A estas alturas de los acontecimientos, cualquier cosa es posible.
—¿Qué hacemos ahora? —pregunta Gillian sin poder ocultar la ansiedad en su voz.
—Podríamos tratar de ponernos en contacto con este tío Brandt Katkin y hacerle algunas preguntas acerca de Five Points Capital —propone Charlie.
—¿A las dos de la madrugada? —pregunta Gillian.
—Cuanto más tarde, mejor —contesta Charlie, fulminándola con la mirada; se niega a ceder un solo centímetro—. Creo que deberíamos ir allí y entrar en la casa por una ventana. Cuando estábamos en el instituto, Joel Westman me enseñó a desconectar una alarma con uno de esos imanes que sirven para sujetar cosas en las puertas de las neveras. Podemos revisar los archivos en el mejor estilo Watergate.
—No, es una gran idea —aporto mi opinión—. Luego vosotros dos podéis bajarme sujeto con una cuerda desde el conducto del aire y yo trataré de impedir que una gota de sudor caiga sobre el ridículamente protegido suelo, al tiempo que me apodero de la lista de VIP.
Charlie entorna los ojos.
—¿Estás siendo sarcástico conmigo?
—No te distraigas —le digo—. ¿Por qué arriesgarse a entrar furtivamente por la parte de atrás cuando podemos entrar sin problemas por la puerta principal?
—¿Cómo dices?
—Se trata de trabajar con lo que tenemos —digo, señalando a Gillian—. Si ellos decidieron hacer esa inversión en el futuro de Duckworth, ¿no crees que querrán conocer a su pariente más próximo…?
—¿O sea que realmente quieres ir allí? —pregunta Charlie.
—Será lo primero que hagamos mañana por la mañana —digo, sintiendo aún el subidón de azúcar—. Tú, Gillian, yo… y todos nuestros nuevos amigos en Five Points.
—Esto no va a gustarte nada —advirtió DeSanctis cuando entró en el despacho de Gallo en la Oficina de Campo del servicio secreto. Eran casi las dos de la madrugada y los pasillos estaban desiertos y silenciosos, pero aun así DeSanctis cerró la puerta.
—Sólo cuéntame lo que dice —exigió Gallo.
—Su nombre es Saundra Finkelstein, cincuenta y siete años… —comenzó DeSanctis, leyendo de la primera hoja del montón que llevaba en las manos—. Su declaración de la renta dice que lleva casi veinticuatro años alquilando ese apartamento… un montón de tiempo para llegar a ser íntimas amigas.
—¿Y el registro de las llamadas telefónicas?
—Hemos investigado las llamadas hechas y recibidas en los últimos seis meses. Esa mujer dedica una media de quince minutos diarios a hablar con nuestra Maggie. Desde anoche, sin embargo, no ha habido ninguna llamada.
—¿Qué hay de las conferencias?
—Verás, ahí es donde las cosas empiezan a ponerse feas. Anoche, a la una de la mañana, ella aceptó por primera vez en su vida una conferencia a cobro revertido de un número que identificamos como (¿estás preparado para esto?) perteneciente a un teléfono público en el Aeropuerto Internacional de Miami.
—¿Qué? —exclamó Gallo, mordiéndose el nudillo del pulgar.
—No me mires a mí…
—¿Y a quién coño se supone que debo mirar? —preguntó Gallo, aporreando el escritorio con el puño—. Si están en la casa de Duckworth…
—Créeme, soy perfectamente consciente de las consecuencias.
—¿Has averiguado qué vuelos hay a Miami?
—Dos billetes. Están haciendo las reservas mientras hablamos.
Lanzando el sillón hacia atrás mientras se levantaba, Gallo dejó que chocara violentamente contra la estantería. El impacto sacudió la media docena de placas del servicio secreto y fotografías que decoraban la pared.
—Allí no hay nada que encontrar —insistió.
—Nadie ha dicho que lo hubiera.
—Aun así deberíamos llamar…
—Ya lo he hecho —dijo DeSanctis.
Asintiendo para sí, Gallo salió disparado hacia la puerta.
—¿A qué hora has dicho que salimos?
—El próximo vuelo a Miami es a las seis de la mañana —añadió DeSanctis, saliendo tras él—. A la hora del desayuno estaremos echándoles el aliento en la nuca.
—¡Fudge, sé que estás ahí! —gritó Joey al contestador automático—. No actúes como si estuvieses durmiendo, ¡sé que puedes oírme! Cógelo, cógelo, cógelo… —Esperó pero no hubo ninguna respuesta—. ¿Estás ahí? Dios, soy yo, Joey. —Nada—. De acuerdo, ahora puedes cantar conmigo la canción del alfabeto de mi sobrina: A de Acróbata, B de Burbujas, C de Calambre, D de…
—D de Difunto, querida —contestó Fudge con la voz ronca y pastosa por el sueño—. Y también de Destrucción, Descuartizamiento, Destripamiento…
—¿Conoces la canción? —preguntó Joey, haciendo un gran esfuerzo para no perder la paciencia.
—Querida mamá, son las dos y cuarto de la jodida madrugada. Eres realmente el mismísimo demonio.
—Escucha, ya te lo explicaré mañana, hablo en serio, pero necesito que aceleres ese rastreo de llamadas de Margaret Caruso.
—¡Son las dos y cuarto de la jodida mañana!
—¡Esto es importante, Fudge! ¡Estoy en medio de una crisis!
—¿Y qué quieres que haga?
—¿No puedes ponerte en contacto con tu gente en la compañía telefónica?
—¿Ahora? —preguntó Fudge, aún medio dormido—. Mi gente no trabaja a estas horas… estas horas son para pervertidos, estrellas de rock y… y pervertidos.
—Por favor, Fudge…
—Llámame mañana, cariño. Después de las nueve ya me habré puesto mi colonia para niños.
Desapareció de la línea con un click.
Joey se quitó el pequeño auricular de la oreja y examinó el plano digital de su GPS. Hacía apenas quince minutos, un titilante triángulo azul se había desplazado hacia el centro de la ciudad. Fuera lo que fuese que Gallo y DeSanctis hubieran visto, regresaban al cuartel general. Sin embargo, cuando entraron en el garaje del edificio donde tenía sus oficinas el servicio secreto, el triángulo azul desapareció de la pantalla y un agudo pitido resonó en el coche de Joey. En la pantalla apareció la advertencia «Error en el sistema. Transmisión interrumpida». Joey permaneció indiferente. Cuando se trataba de anular transmisores externos, nadie podía hacerle sombra al servicio secreto.
Cuando Charlie estaba en el instituto le encantaba caminar por las calles desiertas a las dos de la madrugada. El vacío del silencio. La resaca de la oscuridad a la vuelta de cada esquina. El noble poder de ser el último hombre en pie. Solía disfrutar intensamente de aquellos momentos. Ahora lo odia.
Cuando regresamos velozmente a nuestro apartamento, no baja de las aceras, se pierde debajo de las filas de palmeras y, cada pocos pasos, mira ansiosamente por encima del hombro.
—¿A quién buscas? —le pregunto.
—¿Qué tal si bajas un poco la voz? —dice en un susurro apenas audible—. No pretendo ofenderte, pero quiero ver si ella nos sigue.
—¿Quién, Gillian? Ella ya sabe dónde nos alojamos.
—Muy bien, entonces supongo que no hay nada por lo que debamos preocuparnos…
—Te estás comportando como un paranoico.
—Escucha, Ollie, sólo porque hayas encontrado un nuevo motivo para estar contento no significa que puedas desconectar tu cerebro.
—¿Es eso lo que estoy haciendo? ¿Desconectar mi cerebro?
Cruzo la calle, harto de esas discusiones. Y de los celos.
—Vuelve aquí, Ollie —me reprende, haciendo señas hacia la acera.
—¿Quién te ha nombrado mamá? —pregunto. Hace una mueca; me encanta fastidiarle. En el cielo la luna está casi llena, pero Charlie no se molesta en alzar la vista—. ¿Por qué te comportas de ese modo con Gillian?
—¿Por qué crees tú que lo hago? —pregunta Charlie, volviendo a mirar por encima del hombro—. ¿Acaso no viste esa capa de polvo en su dormitorio?
—¿Y eso es lo que ha hecho que tengas avispas en el culo? ¿Que Gillian no toque su mesilla de noche?
—No se trata solamente de la mesilla de noche, es el cuarto de baño y los armarios y los cajones y todo lo demás que revisamos… Si te mudaras a la casa de tu padre muerto, ¿conservarías sus cosas por todas partes?
—¿Acaso no oíste lo que dijo Gillian sobre dormir en el sofá? Además, a mamá le llevó un año…
—No me hables de mamá. Gillian lleva viviendo en esa casa más de un mes y parece que se hubiese mudado la semana pasada.
—Ah, ¿de modo que ahora ella está actuando contra nosotros? —pregunto.
—Lo único que te digo es que Gillian sólo tiene un poco de ropa y una docena de obras de arte moderno, pinturas de neoplástico desgarrado. ¿Dónde diablos está el resto de su vida? Sus muebles, su colección de discos; después de todo este tiempo, ¿me estás diciendo que no tiene su propio televisor?
—No estoy diciendo que ella no tenga sus peculiaridades, pero eso es lo que ocurre cuando tratas con un artista…
En ese momento, Charlie está a punto de explotar.
—Hazme un favor, no la llames artista. Colocar papel de calco sobre una vieja pintura de Mondrian no convierte en artista a nadie. Además, ¿has mirado sus uñas? Esa chica no ha pintado en toda su vida.
—¿Ahora resulta que eres una autoridad en todo lo que al arte se refiere? Eso se llama lavarse las manos, Charlie… es un concepto asombroso. Y tú estás furioso simplemente porque ella te está derrotando en tu propio juego.