Charlie me mira y estudia la expresión de Gillian.
—¿Está segura de eso? ¿Su padre nunca tuvo un apartamento en Manhattan?
—No que yo sepa —dice ella—. Solía viajar a Nueva York de tanto en tanto. Sé que estaba ahorrando dinero para viajar el último verano, pero, aparte de eso, mi padre vivió en Florida toda su vida.
«Toda su vida.» Las palabras rebotan como proyectiles dentro de mi cerebro. No tiene sentido. Durante todo este tiempo pensamos que estábamos buscando a un neoyorquino que había hecho dinero y se había trasladado a Florida. Y ahora descubrimos que era un tío de Florida que apenas si podía permitirse los escasos viajes que había realizado a Nueva York. Marty Duckworth, ¿en qué diablos estabas metido?
—Por favor, ¿alguien puede decirme qué pasa? —pregunta Gillian mientras sus ojos se mueven nerviosamente entre nosotros.
Le hago una seña a Charlie; él asiente. Es hora de darle otra pieza del rompecabezas. A Charlie le lleva diez minutos explicarle todo lo que sabemos del destartalado apartamento de su padre en Nueva York.
—No lo entiendo —dice ella, volviendo a sentarse sobre las manos—. ¿Tiene un apartamento en Nueva York?
—En realidad, si tuviese que adivinarlo, yo apostaría que era alquilado —le aclaro.
—¿Cuánto tiempo ha dicho que estuvo fuera el último verano? —pregunta Charlie.
—No lo sé —farfulla Gillian—. Dos semanas y media… quizá tres. Yo nunca prestaba demasiada… apenas nos veíamos cuando estaba aquí… —Su voz se desvanece y es como si hubiese recibido una cuchillada en el estómago. Su piel clara se vuelve blanco albino—. ¿Cuánto dijo que había en esa cuenta que encontraron? —pregunta.
—Gillian, no tiene por qué implicarse en…
—¡Sólo dígame cuánto había!
Charlie respira profundamente.
—Tres millones de dólares.
Su boca casi golpea el suelo.
—¿Qué? ¿En la cuenta de mi padre? Imposible. ¿Cómo podría…? —Se interrumpe bruscamente y los dientes de la rueda comienzan a girar velozmente… moviéndose entre todas las posibilidades. Todo el tiempo, aunque ha sido Charlie quien le ha dado la noticia, mantiene sus ojos fijos en mí—. Cree que por eso le mataron, ¿verdad? —pregunta finalmente—. Por algo que sucedió con ese dinero…
—Eso es precisamente lo que estamos tratando de averiguar —le explico, esperando que su cerebro siga en movimiento.
—¿Conocía su padre a alguien en el servicio secreto? —pregunta Charlie.
—No lo sé —contesta Gillian, abrumada aún por las últimas noticias—. No estábamos muy unidos, pero… pero aun así yo creía que le conocía mejor que eso.
—¿Conserva algunas de sus cosas en la casa? —pregunta Charlie.
—Sí… algunas.
—¿Y las ha revisado alguna vez?
—Sólo un poco —dice ella y su voz comienza a elevarse lentamente—. ¿Pero el Servicio no habría…?
—Tal vez se les pasó algo por alto —le dice Charlie—. Tal vez hay alguna cosa que no vieron.
—¿Por qué no echamos un vistazo juntos? —propongo. Es la oferta perfecta.
«Perfecto», Charlie sonríe.
No hago caso del cumplido; me siento culpable. Independientemente de cuánto pueda ayudarnos, sigue siendo la casa de su padre muerto. Lo he visto antes en su mirada. El dolor no la abandona.
Con un asentimiento dubitativo de Gillian, Charlie se levanta de su silla y yo le sigo a la puerta. Detrás de nosotros, Gillian sigue en la encimera de la cocina.
—¿Se encuentra bien? —pregunto.
—Sólo quiero saber una cosa —dice—. ¿Creen realmente que ellos mataron a mi padre?
—Sinceramente, no sé qué pensar —digo—. Pero hace apenas veinticuatro horas vi cómo uno de esos tíos asesinaba a uno de nuestros amigos. Vi cómo apretaba el gatillo y vi cómo volvían sus armas hacia nosotros… todo porque encontramos una cuenta con el nombre de su padre en ella.
—Eso no significa…
—Tiene razón, eso no significa que le hayan asesinado —conviene Charlie—. Pero si no lo hicieron, ¿por qué no están aquí, tratando de dar con él?
A veces olvido cuán agresivamente agudo es Charlie. Gillian no tiene respuesta a eso.
Ella echa un último vistazo al apartamento y estudia cada detalle. La ausencia de muebles, las ventanas cubiertas con papel, incluso el machete oxidado. Si nosotros fuésemos los malos, ella ya estaría muerta.
Gillian baja lentamente de la encimera, se apoya en el suelo de linóleo con los pies descalzos y hace una breve pausa como si estuviese a punto de decir alguna cosa. Está tratando de no parecer angustiada, pero cuando su mano aferra el pomo de la puerta, ella aún necesita digerir todo lo que está pasando. Sin volverse, pronuncia nueve palabras.
—Será mejor que no se trate de una jugarreta.
Charlie y yo salimos del apartamento. Ella nos sigue. Aún no brilla el sol, pero pronto lo hará.
—Gillian, no se arrepentirá de esto —dice Charlie.
Gallo sujetó con fuerza los bordes de la pantalla del ordenador con sus manos callosas y miró el portátil que balanceaba entre su barriga y el volante. Durante dos horas había estado observando a Maggie Caruso prepararse el almuerzo, lavar los platos, arreglar los bajos de dos pares de pantalones y colgar tres blusas de seda en la cuerda que había fuera de la ventana. En ese tiempo, recibió dos llamadas: una de una de sus clientas, y la otra un número equivocado. «¿Podrá tenerla lista para el jueves?» y «Lo siento, aquí no vive nadie con ese nombre». Eso era todo. Nada más.
Gallo subió el volumen y abrió la alimentación de las cuatro cámaras digitales. Gracias a su último interrogatorio, y al reciente contacto de Maggie con sus hijos, pudieron ampliar la autorización e instalar una cámara en su dormitorio, otra en la habitación de Charlie y una tercera en la cocina. A través de la pantalla, Gallo disponía de vistas de cada habitación principal del apartamento de los Caruso. Pero la única persona que había allí era Maggie, inclinada sobre la máquina de coser en la mesa del comedor. En un rincón, un viejo aparato de televisión emitía un programa de entrevistas del mediodía. En un plano más cercano, la máquina de coser golpeaba la tela como si fuese un martillo neumático. Durante dos horas. Eso era todo.
—¿Preparado para tomarte un descanso? —preguntó DeSanctis al tiempo que se abría la puerta del acompañante.
—¿Qué coño te ha llevado tanto tiempo? —preguntó secamente Gallo, sin apartar los ojos de la pantalla.
—Paciencia… ¿Has oído hablar alguna vez de la paciencia?
—Sólo dime qué has averiguado. ¿Algo que pueda servirnos?
—Por supuesto que puede servirnos… —Aún fuera del coche, DeSanctis colocó dos maletines de aluminio sobre el asiento delantero, uno encima del otro. Se deslizó junto a ellos e instaló el que estaba arriba sobre su regazo.
—¿Te lo han hecho pasar mal? —preguntó Gallo.
DeSanctis contestó con una sonrisa sarcástica y la apertura de las cerraduras del maletín.
—Ya sabes cómo se las gastan los de Delta Dash: diles qué necesitas, diles que se trata de una emergencia y bing-bang-bing, todos los artilugios de James Bond están en el siguiente envío. Todo lo que tienes que hacer es recogerlos en el depósito de equipajes.
En el interior del maletín plateado, encajada en un molde de gomaespuma negra, DeSanctis encontró lo que parecía una cámara redonda con una lente enorme. Una pegatina en la parte inferior decía «Propiedad de la DEA». Típico, asintió DeSanctis. Cuando se trataba de vigilancia de alta tecnología, la DEA y la Patrulla de Fronteras siempre tenían los juguetes más avanzados.
—¿Qué es eso? —preguntó Gallo.
—Lentes de germanio… detector de antimónido indio…
—¡En cristiano!
—Videocámara de infrarrojos con una imagen térmica completa —explicó DeSanctis mientras miraba a través del visor.
—Si quiere escabullirse por la noche, la cámara captará el calor que desprende su cuerpo y podrá localizarla en el callejón más oscuro.
Gallo alzó la vista hacia el brillante cielo invernal.
—¿Qué más has conseguido?
—No me mires de ese modo —le advirtió DeSanctis. Dejando la cámara de infrarrojos sobre el regazo, dejó el primer maletín en el asiento trasero y abrió el segundo. En su interior había una pistola radar de alta tecnología con un largo cañón que parecía una linterna policial—. Sólo es un prototipo —explicó DeSanctis—. Mide el movimiento, desde el agua corriente hasta la sangre que corre por tus venas.
—¿Y significa?
—Y significa que te permite ver a través de objetos inmóviles. Como las paredes.
Gallo cruzó los brazos con una expresión escéptica dibujada en el rostro.
—No jodas…
—Funciona. Yo lo he visto —insistió DeSanctis—. El ordenador que lleva incorporado te permite saber si se trata de un ventilador cenital o de un crío que da vueltas en círculos en el terrado. De modo que si ella se encuentra con alguien en el pasillo, o si se sale del campo visual de la cámara…
—La cogeremos —dijo Gallo, cogiendo la pistola radar y apuntando con ella hacia el apartamento de Maggie Caruso—. Todo lo que tenemos que hacer es esperar.
—¿Por dónde quieren empezar? —pregunta Gillian cuando entramos en la casa rosa desteñido de su padre.
—Por donde usted quiera —dice Charlie mientras yo avanzo a través de la atestada sala de estar. Preparada como si se tratase de un mercadillo, la habitación está llena de… bueno… un poco de todo. Estanterías colmadas de libros de ingeniería y ciencia ficción cubren dos de las cuatro paredes estucadas de blanco, pilas de papeles sepultan un viejo sillón de mimbre, y al menos siete cojines diferentes, incluido uno con forma de flamenco y otro con forma de ordenador portátil— están colocados de cualquier manera sobre el sofá de cuero manchado.
En el centro de la habitación, una mesa baja modelo Woodstock está oculta debajo de mandos a distancia; fotografías desteñidas; un destornillador eléctrico; un puñado de billetes y monedas; figuras de plástico de Happy y Bashful de
Blancanieves y los 7 enanitos
; una pila de portavasos de Sun Microsystems y al menos dos docenas de patas de conejo pintadas de colores imposiblemente brillantes.
—Estoy impresionado —dice Charlie—. Esta habitación es un desastre incluso mayor que la mía.
—Espere a ver el resto —dice Gillian—. Mi padre era puramente función sobre forma.
—¿O sea que todo este material era de él?
—La mayor parte —contesta Gillian—. He intentado examinarlo para decidir qué hacer con él… pero no resulta tan sencillo deshacerse de la vida de alguien.
Ese comentario golpea justo en la cabeza. A mi madre le llevó casi un año deshacerse del cepillo de dientes de mi padre. Y eso que le odiaba.
—Por qué no empezamos por allí —propone, conduciéndonos hacia la habitación que su padre utilizaba como oficina. En su interior encontramos una encimera de formica negra en forma de L que se proyecta desde la pared posterior y cubre la parte derecha de la habitación. La mitad está cubierta con papeles y documentos; la otra mitad con herramientas y piezas electrónicas: cables; transistores; un soldador en miniatura; un juego de alicates; un juego de destornilladores de joyería; e incluso algunas herramientas dentales para trabajar con pequeñas conexiones eléctricas. Encima del escritorio hay una fotografía enmarcada de Gepetto, de la película
Pinocho
, de Disney.
—¿Qué hay de ese fetiche de Disney? —pregunta Charlie.
—Era donde trabajaba… quince años como ingeniero en Orlando.
—¿De verdad? ¿Alguna vez diseñó alguna atracción que valiera la pena?
—Sinceramente, no lo sé; apenas le veía cuando era pequeña. El solía enviar una muñeca Minnie de peluche para mi cumpleaños, pero eso era todo. Esa fue la razón de que mi madre le abandonara, nosotras éramos su segundo trabajo.
—¿Cuándo regresó a Miami?
—Creo que hace cinco años, se despidió de la Disney y encontró trabajo en una compañía local dedicada a los juegos de ordenador. El sueldo era la mitad, pero afortunadamente tenía un buen puñado de acciones preferentes de la Disney. Así fue como pudo comprarse esta casa.
—¿No era un pez gordo en la Disney, verdad? —pregunto.
—¿Papá? —pregunta con esa sonrisa absolutamente cautivadora—. No, a pesar de su licenciatura en ingeniería, no era más que una abeja obrera. Lo más cerca que estuvo de la acción fue cuando unió los sistemas informáticos de modo que, cuando la estación meteorológica central de la Disney ve que amenaza lluvia, todas las tiendas de regalos del parque reciben inmediatamente la orden de sacar paraguas y ponchos de Mickey. Las estanterías se llenan de ellos antes de que caiga la primera gota.
—Eso está muy bien.
—Bueno, sí… tal vez… aunque conociendo a mi padre, su papel podría haber sido un tanto… sobrevalorado.
—Bienvenida al club —digo, asintiendo—. Nuestro padre era un…
—¿Nuestro padre? —exclama—. ¿Ustedes son hermanos?
Charlie me golpea con la mirada y yo me muerdo la lengua.
—¿Qué? —pregunta Gillian—. ¿Cuál es el problema?
—Nada —le digo—. Es sólo que… después de lo que sucedió ayer… estamos intentando pasar desapercibidos. —Mientras pronuncio estas palabras, advierto que ella sopesa cada una de ellas. Pero, al igual que Charlie en sus mejores días, Gillian lo deja correr—. Está bien —dice—. Jamás diré una sola palabra.
—Sabía que no lo haría —le digo con una sonrisa.
—¿Podemos continuar con lo que estábamos haciendo? —interrumpe Charlie—. Aún nos queda toda una casa por revisar.
Veinte minutos más tarde, estamos perdidos entre papeles. Charlie examina las pilas que hay sobre el escritorio, yo me encargo de los cajones y Gillian está trabajando en el archivador que hay en una rincón de la habitación. Hasta donde sabemos, la mayor parte de todo ese material es inservible.
—Escucha esto —me dice Charlie, revolviendo una pila de boletines científicos—.
The Institute of Electrical and Electronics Engineers Lasers and Electro-Optics Society Journal
.
—¿Preparado para sentir vergüenza? —le pregunto—. «Querido Martin, si Abby viviese al otro lado del mar, qué gran nadador serías. Feliz Día de San Valentín. Tu amiga Stacey B.»
—¿Crees que esa tarjeta supera a la Sociedad de Láser y Electro-Óptica?
—¡Es una tarjeta de San Valentín de la década de los cincuenta! —exclamo, agitando la mohosa tarjeta en el aire. Delante de mí, en el último cajón del escritorio hay miles de tarjetas—. Guardaba cada postal, nota de agradecimiento y tarjeta de cumpleaños que le enviaban. ¡Desde que nació!