Levantó la tapa del ordenador portátil que tenía sobre el regazo y abrió las fotografías de las oficinas que había descargado de su cámara digital. Las oficinas de Oliver, Charlie, Shep, Lapidus, Quincy y Mary. Seis en total, más las áreas comunes. Estudió las habitaciones una a una, examinando todos los detalles. La reproducción barata de una lámpara de banquero sobre el escritorio de Oliver… el póster de la Rana Kermit en el cubículo que ocupaba Charlie… las fotografías en la pared de Shep… incluso la ausencia de objetos personales en el escritorio de Lapidus.
—Parece que tenías razón —la voz de Noreen interrumpió a través del auricular—. Han llamado a mamá.
—Sí… supongo.
Noreen conocía perfectamente ese tono en su jefa.
—¿Qué ocurre?
—Nada —dijo Joey mientras pasaba las fotografías que tenía en el ordenador—. Es sólo que… si Gallo y DeSanctis están llevando este asunto como una verdadera caza del hombre, ¿por qué son las dos únicas personas que se encargan de la vigilancia?
—¿Qué quieres decir?
—Es una cuestión de protocolo, Noreen. El FBI puede meter la pata, pero cuando se trata de vigilancia, el servicio secreto es el mejor. Cuando vigilan una casa, envían a cuatro personas como mínimo. ¿Por qué, de pronto, sólo hay dos tíos sentados en un coche?
—¿Quién sabe? Tal vez están escasos de personal… o se han extralimitado en el presupuesto… tal vez el resto llegue mañana…
—O tal vez no quieren que haya nadie más —dijo Joey.
—Venga, ya, ¿realmente lo crees?
Joey dejó de pensar. Podía oír a Gallo y DeSanctis discutiendo a través del receptor.
—Cuando mataron a Shep, perdieron a un ex agente —señaló Noreen—. Diez pavos a que ésa es la razón de que lo consideren una cuestión personal.
—Espero que tengas razón —dijo Joey, apagando el receptor—. Pero si yo fuese Charlie y Oliver, estaría rezando para que fuésemos nosotros quienes les encontrásemos primero.
Acostado sobre el estómago y ocultándome del sol de la mañana, abrazo la almohada como si fuese mi mejor amiga y me niego a abrir los ojos. El cubrecama es tan confortable como un saco de picaportes, pero no tan malo como el camión de la basura de la calle, que rasca mis tímpanos como si fuese vidrio molido.
—¡Limpio! —grita uno de los basureros mientras el camión se agita calle arriba.
Me doy vuelta en la cama. Tengo el brazo izquierdo completamente dormido. Y mientras parpadeo ante la luz del día… por una décima de segundo… no tengo ni idea de dónde estoy. Es entonces cuando abro los ojos.
Alfombra vulgar color marrón claro. Olor a insecticida rancio. Suelo de vinilo en la inmunda pequeña cocina. Mierda. La sola visión del lugar revive toda la historia. Shep… el dinero… Duckworth. Esperaba que todo hubiese sido una pesadilla. No lo es. Es nuestra vida.
Junto a mí, Charlie sigue durmiendo, acurrucado junto a su almohada y feliz en su charco de babas. Le subo la manta andrajosa hasta la barbilla, me levanto y voy a la ducha.
Diez minutos después es el turno de Charlie.
—¡Charlie! ¡Arriba! —grito desde el baño.
No hay respuesta.
—¡Vamos, Charlie! ¡Levántate!
Se encoge de hombros y finalmente se da la vuelta. Se frota los ojos y él tampoco recuerda dónde se encuentra. Luego echa un vistazo a su alrededor y comprende que ambos estamos en la misma pesadilla.
—Mierda —murmura.
—No hay agua caliente —le digo, secando mi pelo Johnny Cash con un puñado de toallas de papel.
—Me aseguraré de dejar una nota en el buzón de sugerencias del casero.
En Nueva York lo llaman estudio. Aquí es un apartamento de una habitación con una pequeña cocina. Para mí es una ratonera. Pero anoche, cuando buscábamos por todo el vecindario a las dos de la mañana, era exactamente lo que necesitábamos: situado en una calle lateral, un cartel de «Se alquila» en el frente y una luz encendida en el apartamento que decía «Encargado». En cualquier otra parte hubiesen sospechado de nosotros y llamado de inmediato a la policía. Pero en las afueras de la nada elegante South Beach de Miami, somos el negocio habitual. Entre los traficantes de droga y los inmigrantes ilegales, están acostumbrados a clientes que aparecen a las dos de la mañana.
—Vamos, hay que ponerse en marcha —digo, poniéndome unos calzoncillos limpios—. Quiero llegar temprano.
Charlie se sienta en la cama y pone los ojos en blanco.
—¿Alguna otra novedad?
Regreso a la habitación principal y acabo de vestirme. Fuera brilla el sol, pero apenas si podemos verlo a través de los papeles que cubren las ventanas. Anoche, en la oscuridad, Charlie pensó que eran persianas verticales rotas. Hoy vemos la cruda realidad. Páginas arrancadas de un calendario gratuito de Budweiser con chicas en bikini aseguradas con celo a cada una de las ventanas. Quienquiera que haya estado aquí antes que nosotros no quería ser visto. Nosotros tampoco. El calendario se queda donde está.
—Vamos, Charlie… ha llegado la hora —digo, al tiempo que regreso al baño. Abro la ducha. Eso es lo que mamá acostumbraba a hacer para ponernos en marcha.
—Esos trucos ya no funcionan —me advierte.
Diez minutos más tarde, él también se seca con las toallas de papel y se pone unos calzoncillos limpios.
—¿Todo listo? —pregunto.
—Casi… —Coge la bolsa de gimnasia y busca algo en su interior.
—¿Qué estás buscando? —pregunto, aunque conozco la respuesta. La caja metálica que guarda el arma de Gallo.
—Nada —dice Charlie, hundiendo aún más la mano en la bolsa. Incapaz de encontrarla, comienza a sacar la ropa de la bolsa. En pocos segundos, la bolsa queda vacía—. Ollie… la caja… no está aquí…
—Relájate —digo. Mira por encima del hombro y yo me levanto el borde de la camisa que llevo por fuera del pantalón. Tengo la pistola metida en la cintura del pantalón.
—¿Desde cuándo tú…?
—¿Podemos irnos ya? —le interrumpo.
Charlie levanta la cabeza ante mi tono de voz.
—Déjame adivinarlo —dice—. Hay un nuevo sheriff en la ciudad.
No me molesto en contestar. Me vuelvo y salgo de la habitación. Charlie me sigue a pocos pasos. Preparado o no, Duckworth… allá vamos.
—¿Qué haces? —pregunta Charlie, persiguiéndome cuando giro bruscamente a la derecha en la calle Seis y aprieto el paso. Justo delante de nosotros, turistas de vacaciones que se han levantado temprano y habitantes locales que llegan tarde al trabajo se cruzan en la avenida Washington. Aquí, en las calles laterales, estamos seguros. Media manzana más arriba quedaremos expuestos. Ni siquiera Charlie está dispuesto a correr ese riesgo, razón por la que me coge de la parte posterior de la camisa y me obliga a frenar—. ¿Estás mal de la cabeza? —pregunta—. ¿Pensé que iríamos a ver a Duckwor…?
—No lo digas —le interrumpo, estudiando la calle—. Confía en mí, esto es igualmente importante para nosotros.
Liberándome de su brazo me acerco hasta la esquina, donde hay una larga fila de máquinas expendedoras de periódicos.
Miami Herald, USA Today
… y el que yo estoy buscando, el
New York Times
. Introduzco cuatro monedas en la ranura, bajo la puerta y saco uno de los ejemplares de la mitad de la pila.
—¿Por qué nunca coges el que está arriba? —pregunta Charlie.
Ignoro la pregunta del hermano pequeño, cojo mi periódico de en medio.
—No, tienes toda la razón —continúa—. El primero tiene piojos.
Cuando la puerta de la máquina vuelve a cerrarse, Charlie sacude la cabeza.
—Vamos —digo y echo a andar rápidamente por la calle Seis en dirección contraria. Mientras caminamos, abro el periódico y examino la sección principal.
—¿Salimos nosotros? —pregunta Charlie.
Continúo leyendo, buscando cualquier referencia a los sucesos del día anterior. Ni dinero, ni malversación, ni asesinato. Para ser sincero, no me sorprende. Lapidus mantiene la situación controlada para que no haya filtraciones a la prensa. No obstante, algunas cosas suceden todos los días. Hago un alto en la calle lateral y busco otra sección del periódico: Necrológicas.
—Déjame echar un vistazo —dice Charlie, colocándose a mi lado.
Instalados debajo de una palmera seca, sostengo la mitad izquierda del periódico, Charlie sostiene la mitad derecha. Los dos buscamos por orden alfabético. La mayoría de las veces, yo leo y él hojea. Hoy es a la inversa.
—Graves, Shepard… 37… de Brooklyn… Vicepresidente de Seguridad… Greene & Greene… esposa, Sherry… madre, Bonnie… hermana, Claire… el oficio fúnebre será anunciado…
—No sabía que estuviese casado —dice Charlie, ya perdido en la vida de Shep. Pero cuando sigue leyendo…—. Esos cabrones revisionistas —exclama—. Ni siquiera dicen que estuvo en el Servicio.
—Charlie…
—¡Nada de Charlie! ¡Tú no le conocías, Ollie… ésa era su vida!
—No estoy diciendo que no lo fuese, ¡sólo te pido que por una vez en tu vida prestes atención! No se trata del resumen que han hecho de su vida… sino de lo que falta en ese retrato. —Me contengo y bajo la voz hasta convertirla casi en un susurro—. ¿Desaparecen trescientos millones de dólares y ni siquiera hay una mención en las columnas de cotilleos? ¿Un agente del servicio secreto de Estados Unidos muere acribillado a balazos y nadie informa de ese hecho? ¿No te das cuenta de lo que están haciendo? Para estos tíos, una necrológica falsa es la parte fácil del asunto. Cualquier cosa que digan, la gente lo creerá. Y lo que realmente sucedió… está borrado. Y eso es lo que harán con nosotros, Charlie. Agitan la pantalla mágica y todo el dibujo desaparece. Luego escriben lo que quieren. «Sospechosos encontrados con millones… la investigación apunta hacia el asesinato.» Esa es la nueva realidad, Charlie. Y para cuando hayan acabado de garabatear la noticia, no habrá forma alguna de que podamos cambiarla.
Miro a Charlie y espero a que mis palabras penetren en su cerebro. Exactamente en el mismo momento, ambos echamos a andar hacia la calle Diez. La casa de Duckworth se encuentra a pocas manzanas.
Con trescientos millones de dólares en su cuenta y el retiro cerca, Marty Duckworth podría haber elegido cualquier cosa. Yo imaginaba una casa estilo
art decó
. Charlie se inclinaba por un bungalow mediterráneo. Si hubiese sido un concurso, ninguno podría haber estado más equivocado.
—No lo puedo creer —dice Charlie, contemplando desde el otro lado de la calle la deteriorada construcción de los años sesenta de una sola planta. Golpeada por el clima y cubierta con una pintura rosa claro descascarada en muchos sitios, la casa conoció tiempos mucho mejores.
—Es la dirección correcta —confirmo, mientras lo compruebo por tercera o cuarta vez.
Charlie asiente, pero no dice nada. Después de todo lo que hemos pasado para llegar hasta aquí… ésta es la casa.
—Tal vez deberíamos volver más tarde —sugiere.
—¿Volver más tarde? Charlie, éste es el tío que tiene todas las respuestas. Vamos, todo lo que tenemos que hacer es llamar al timbre… —Me alejo del bordillo y cruzo la calle. Al ver que Charlie no me sigue, me detengo a medio camino y miro por encima del hombro—. ¿Estás bien?
—Por supuesto —dice. Pero no cruza la calle.
—¿Seguro?
Esta vez tarda un poco más en responder. A Charlie no le gusta que yo tenga miedo… y detesta tenerlo.
—Estoy bien —insiste—. Llama al timbre.
Paso junto a los arbustos crecidos en exceso y a un Volkswagen azul clásico que está aparcado en el frente de la casa, recorro el camino particular, abro la puerta mosquitera oxidada por la humedad y pulso el timbre con un dedo tembloroso.
No hay respuesta.
Vuelvo a llamar; me apoyo en la puerta y trato de parecer relajado.
Tampoco hay respuesta.
Me pongo de puntillas, estiro el cuello, haciendo un esfuerzo por echar un vistazo a través del cristal en forma de diamante que hay en la parte superior de la puerta.
—¿Qué hay dentro? —pregunta Charlie.
Aprieto la nariz contra el polen que cubre el cristal, tratando de mejorar mi visión del interior de la casa… y entonces desde dentro… los cerrojos se abren. El pomo de la puerta gira. Doy un brinco hacia atrás. Ya es demasiado tarde.
—¿Puedo ayudarle? —me pregunta una mujer joven, abriendo la puerta. Tiene el pelo negro y rizado, labios finos y una nariz pequeña y respingona. Mis ojos se desvían inmediatamente hacia los vaqueros desteñidos y la parte superior de un bikini blanco.
—Lo siento —comienzo a decir—. No intentaba… sólo estamos buscando a un amigo.
—Estamos tratando de encontrar a Marty Duckworth —añade Charlie.
Le agradezco en silencio su ayuda mientras el lenguaje corporal de la mujer cambia perceptiblemente. El ceño se suaviza y sus hombros se relajan.
—¿Son amigos suyos?
—Sí —contesto con cautela—. ¿Por qué?
Ella se queda un momento en silencio, eligiendo cuidadosamente las palabras.
—Marty Duckworth murió hace seis meses.
La afirmación queda suspendida en el aire y yo la miro, hipnotizado. Es casi como si esperase que el propio Duckworth apareciera de pronto y exclamase: «¡Es una broma… estoy aquí!» No es necesario decir que eso jamás ocurrió. Miro a mi alrededor, pero lo veo todo borroso. No puede ser. No después de todo este…
—¿De modo que ha muerto realmente? —pregunta Charlie, mostrando los primeros síntomas de pánico.
—Lo siento —dice la mujer, captando su expresión—. No era mi intención…
—Está bien —dice Charlie—. Usted no podía…
—¿Le conocía? —pregunto.
—¿Perdón?
—A Duckworth, ¿le conocía?
—No —tartamudea—. Pero…
—¿Cómo sabe entonces que está muerto?
—Es que… recuerdo su nombre de la escritura de propiedad —añade—. Fue una venta testamentaria.
—¿Tiene alguna dirección? ¿Podemos ponernos en contacto con él en alguna parte?
La mujer sacude la cabeza sin saber qué decir, evidentemente abrumada por la situación. No me importa, no hemos viajado hasta aquí para no obtener respuestas.
—Lo siento —repite—. No hay ninguna dirección… está muerto.
Sus palabras no tienen sentido.
—Es imposible —le digo, y mi voz tiembla—. ¿Qué me dice de…
—Está muy afectado —dice Charlie. Se inclina y me pellizca la espalda—. Deberíamos irnos —añade con los dientes apretados. Con una sonrisa falsa dirigida a la mujer, la saluda con la mano—. Gracias otra vez por su ayuda…