—Mañana —dijo DeSanctis secamente—. Te digo que ella ha estado aquí. Y si deduce cómo pensamos…
—No seas imbécil. Sólo porque haya robado la basura de Oliver no significa que sepa lo que está pasando. —Las puertas del ascensor se abrieron y Gallo siguió el alfabeto hasta el apartamento 4D—. Además, en el gran esquema de las cosas, estamos a punto de conseguir algo mucho mejor que periódicos viejos y correspondencia inservible…
—¿De qué estás hablando?
Gallo llamó al timbre y no contestó.
—¿Quién es? —preguntó una suave voz femenina.
—Servicio secreto de Estados Unidos —dijo Gallo, levantando su placa para que pudiesen verla a través de la mirilla.
Hubo un momento de silencio… luego se oyó el ruido de cerraduras que se abrían. La puerta se abrió lentamente con un chirrido y apareció una mujer corpulenta que llevaba una chaqueta de lana amarilla. Se quitó dos alfileres de la boca y los clavó en un alfiletero que llevaba sujeto a la muñeca izquierda.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó Maggie Caruso.
—En realidad, señora Caruso, se trata de sus hijos…
Ella abrió la boca y sus hombros se hundieron.
—¿Qué ha pasado? ¿Se encuentran bien?
—Por supuesto que se encuentran bien —prometió Gallo, poniendo una mano sobre su hombro—. Es sólo que se han metido en un pequeño problema en el trabajo, y bueno… esperábamos que usted pudiese venir al centro y contestar algunas preguntas.
Maggie dudó instintivamente. En ese momento comenzó a sonar el teléfono én la cocina, pero no contestó.
—Le prometo que no se trata de nada grave, señora Caruso. Sólo pensamos que usted quizá pudiera ayudarnos a aclarar todo este asunto. Ya sabe… por los chicos.
—Por-por su-supuesto… —tartamudeó—. Iré a buscar el bolso.
Mientras observaba cómo se alejaba hacia el interior del apartamento, Gallo entró y cerró la puerta. Como siempre le habían enseñado, si quieres que las ratas salgan corriendo, tienes que empezar por meterte en su ratonera.
—¿Estás seguro? —pregunta Charlie.
—Es lo que pone aquí —digo. Vuelvo a comprobar la dirección y luego miro los números pegados al sucio cristal de la puerta: 405 Amsterdam. Apartamento 2B. Última dirección conocida de Duckworth.
—No. Imposible —insiste Charlie.
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Abre los ojos, Ollie. Este tío tenía trescientos millones de dólares en un banco privado. Esto debería ser un edificio de apartamentos de lujo en el Upper West Side con un portero que te mira por encima del hombro. ¿Y, en cambio, está viviendo en un patético apartamento de soltero encima de un restaurante indio de dudosa calidad y una lavandería china con máquinas automáticas? Olvida los trescientos millones… esto ni siquiera son trescientos mil.
—A veces las apariencias engañan —replico.
—Sí, ¿como cuando tres millones se convierten en trescientos?
Ignoro el comentario y señalo el botón del apartamento 2B, que no lleva ningún nombre.
—¿Llamo o no?
—Pues claro… ¿qué podemos perder?
No es una pregunta que en este momento pueda responder. El cielo gris comienza a oscurecerse. En un par de horas mamá comenzará a sentir pánico. A menos, naturalmente, que el Servicio ya se haya puesto en contacto con ella.
Pulso el timbre.
—¿Sí? —responde la voz de un hombre.
Charlie descubre una caja marrón vacía delante de la lavandería con máquinas automáticas.
—Tengo una entrega para el 2B —dice.
Durante unos segundos nadie contesta. Luego se oye un zumbido eléctrico y Charlie abre la puerta; la mantiene abierta mientras yo recojo la caja marrón. Duckworth, allá vamos.
Mientras subimos la escalera, débilmente iluminada, notamos un intenso olor a curry indio y blanqueador de lavadoras que lo impregna todo. La pintura de las paredes está agrietada y cubierta de moho. Al viejo suelo de baldosas le faltan piezas en todas partes. Charlie me mira. Los clientes del banco no viven en sitios como éste. Espera que esa constatación haga que afloje el paso, pero no hace más que acelerarlo.
—Allí es… —dice Charlie.
Me detengo ante la puerta del apartamento 2B y levanto la caja de cartón a la altura de la mirilla.
—Entrega —anuncio, golpeando la puerta.
Se oye el sonido de los pestillos y la puerta se abre de par en par. Estoy preparado para encontrarme a un hombre de unos cincuenta años al borde de las lágrimas, muriéndose por contarnos la verdadera historia. En cambio, lo que tenemos delante es a un chico que lleva una gorra de Syracuse perfectamente colocada con la visera hacia atrás y unos pantalones cortos de cross varias tallas más grandes.
—¿Tienes una entrega, tío? —pregunta con acento de chico blanco.
Miro a Charlie. Incluso en su época de rapero de Brooklyn, mi hermano no tenía la pinta de este crío.
—En realidad es para Marty Duckworth —digo—. ¿Vive aquí?
—¿Quieres decir ese tío chiflado? ¿El que se parece al Hombre-topo? —se echa a reír.
Confundido, no contesto.
—El mismo —interviene Charlie para que el chico siga hablando—. ¿Tienes idea de adonde ha podido ir?
—A Florida, chico. Retiro en el océano.
«Retiro», asiento. Charlie tiene el mismo pensamiento. «Eso significa que tiene dinero. Lo único que no tiene sentido es este estercolero.»
—¿Tienes alguna dirección donde se le pueda localizar? —pregunta Charlie—. ¿Te ha dejado alguna para que tú…?
—¿En qué país crees que vives? —bromea el chico—. Todo el mundo tiene su correo electrónico… —Cruza el pequeño estudio y coge su agenda electrónica de encima del televisor—. La tengo en la «H» de Hombre-topo —canturrea, muy divertido.
Charlie asiente agradecido.
—Genial, tío.
Saco del bolsillo trasero la carta donde hemos apuntado la otra dirección de Duckworth.
—Allá vamos —anuncia el chico, leyendo la pantalla de la agenda—. 1004 calle Diez. Soleada Miami Beach. 33139.
Charlie lee por encima de mi hombro, comprobando si ambas direcciones coinciden.
—La misma Bati-hora. El mismo Bati-canal —me susurra al oído.
Nos despedimos del chico y abandonamos el apartamento. Ninguno de los dos abre la boca hasta que llegamos a la escalera.
—¿Qué piensas? —pregunto.
—¿Acerca del estado de salud de Duckworth? No tengo ni la menor idea, aunque el catálogo Abercrombie ambulante que dejamos en el segundo piso no actuaba como si estuviera muerto —dice Charlie.
—¿Es en ese muchacho en quien confías?
—Lo único que digo es que ya son dos las personas que confirman la dirección de Miami.
—Y no cualquier dirección… una dirección de jubilación.
Mientras seguimos respirando el curry con blanqueador, Charlie sabe perfectamente a qué me refiero. La gente no vive en apartamentos así porque estén ahorrando para cuando se retiren; viven aquí porque no tienen otra alternativa.
—O sea que si Duckworth se ha retirado a Florida…
—… es porque recibió de repente una buena cantidad de pasta —termina Charlie.
—El único problema es que, según los datos del banco, ya tenía un montón de pasta desde hacía años. ¿Por qué, entonces, el príncipe se viste como un mendigo?
Al llegar a la planta baja, Charlie abre la puerta de la calle.
—Tal vez está tratando de mantener su dinero oculto…
—O quizá otra persona está tratando de mantener su dinero oculto —señalo, hablando deprisa—. En cualquier caso, no es sólo esta escalera lo que comienza a apestar. —Salgo rápidamente a la calle, un hombre con una misión—. No lo sabremos con seguridad hasta que hayamos hablado con Duckworth.
Arrojo la caja de cartón a su lugar original y me dirijo directamente a la cabina que hay en la esquina, saco mi tarjeta telefónica y marco rápidamente el número de información de Florida.
—En Miami… estoy buscando a Marty o Martin Duckworth en el 1004 de la calle Diez —le digo a la voz informatizada que contesta la llamada.
Se produce una breve pausa; Charlie y yo esperamos en silencio. Son sólo las cinco de la tarde, pero el cielo está casi completamente oscuro y un frío viento nocturno sopla por Amsterdam Avenue. Cuando mis dientes comienzan a castañetear dejo un espacio en la cabina y acerco a Charlie hacia el teléfono para mantenerle en calor. Y oculto. Miro por encima del hombro para comprobar que estamos a salvo.
Charlie me lo agradece con una inclinación de cabeza y…
—¿Ha dicho Duckworth? —interrumpe una operadora en el otro extremo de la línea.
—Duckworth —repito—. Nombre de pila Marty o Martin. En la calle Diez.
La línea vuelve a quedar en silencio.
—Lo siento —dice finalmente la mujer—. Es un número que no está registrado.
—¿Está segura?
—M. Duckworth en la calle Diez. No está registrado. ¿Puedo ayudarle en alguna otra cosa?
—No… eso es todo —digo y mi voz pierde fuerza—. Gracias por su ayuda.
—¿Y bien? —pregunta Charlie cuando cuelgo.
—No está registrado.
—Pero tampoco desconectado —dice con tono desafiante mientras sale de la cabina—. Dondequiera que esté Duckworth, aún tienen un número en servicio.
Alzo la vista, dubitativo… y me doy cuenta en ese momento de que estamos en plena calle. Con un gesto de la barbilla señalo el hueco que protege la entrada del edificio del chico. Examinamos rápidamente la calle en ambas direcciones y regresamos al edificio. Una vez ahí, añado:
—Ya está bien de jugar a Sherlock Holmes, Charlie. Por lo que sabemos, la compañía telefónica no ha actualizado su base de datos desde la muerte de Duckworth.
—Quizá —reconoce Charlie, colocándose al abrigo de la entrada—. Aunque también es posible que se haya escondido en Florida, y esté esperando que vayamos a hacerle una visita. —Antes de que pueda rebatir su argumento, señala con el dedo la hoja con la dirección de Duckworth que tengo en las manos—. Como tú mismo dijiste: hasta que no hayamos hablado con él, no estaremos seguros.
—No lo sé… ¿por qué no averiguamos primero si hay un certificado de defunción?
—Ollie, ayer el banco dijo que este tío sólo tenía tres millones de dólares. ¿Realmente sigues creyendo en las informaciones oficiales?
Me apoyo en la pared para sopesar la situación detenidamente.
—No tienes que analizarlo todo siempre, hermanito. Déjate guiar por tus instintos.
No es tan mala la idea. Incluso viniendo de Charlie.
—¿Realmente crees que deberíamos ir a Miami?
—Es difícil decirlo —contesta—. ¿Cuánto tiempo crees que podemos seguir escondidos en la iglesia?
Me quedo en silencio mientras observo a un grupo de personas que bajan del autobús en una parada cercana.
—Venga, Ollie, incluso los padres saben cuándo sus hijos tienen razón. A menos que seamos capaces de demostrar lo que sucedió en realidad, Gallo y DeSanctis son los dueños de la realidad. Y de nosotros. Nosotros robamos el dinero… nosotros matamos a Shep… y seremos nosotros los que pagaremos por ello.
Nuevamente mi respuesta es el silencio.
—¿Estás seguro de que no estamos cazando fantasmas? —pregunto por fin.
—¿Y qué hay de malo en ello?
—Charlie…
—De acuerdo, aunque fuese así, tiene que ser mejor que seguir escondidos aquí.
Asiento ante ese comentario. Cuando entré a trabajar en el banco, Lapidus me dijo que jamás debía discutir con los hechos. Sin decir nada más, me separo de la pared y me vuelvo hacia mi hermano pequeño.
—Sabes que estarán vigilando los aeropuertos…
—No empieces a comerte el coco —dice Charlie—. Ya he pensado en algo para solucionar ese detalle.
—¿Preparada para ir de dos en dos? —susurró Joey junto al cuello de su camisa mientras paseaba por Avenue U. Ahora, rodeada de un montón de gente que regresaba a casa después del trabajo, ya no necesitaba la correa roja para el perro invisible. Porque ahora era una más de la multitud.
—Nunca aprenderás, ¿verdad? —preguntó Noreen.
—No hasta que nos cojan —dijo Joey, dobló la esquina hacia Berdford Avenue y aceleró el paso—. Además, si te invitan a entrar no es allanamiento de morada. —Un poco más adelante se alzaba el edificio de seis pisos que Charlie y su madre llamaban hogar.
—¿Algún portero a la vista? —preguntó Noreen.
—No en este vecindario —contestó Joey.
Estaba buscando alguna excusa que fuese convincente. No le resultaría difícil. Siempre que la madre ignorase aún lo sucedido, cualquier vieja historia daría resultado. «Hola, soy una agente inmobiliaria… Hola, soy una amiga de Charlie del trabajo… Hola, estoy aquí para colarme en su apartamento y, con un poco de suerte, colocar uno de esos transmisores tan creativos en un enchufe.» Joey reía de su propia broma mientras continuaba examinando la calle. Dos críos patinaban en una de las aceras. Había un sedán azul marino aparcado en zona prohibida. Y en la entrada del edificio, un hombre de pecho amplio mantenía la puerta abierta para que saliera una mujer corpulenta. Joey reconoció a Gallo al instante.
—No puedo creerlo…
—¿Qué? —preguntó Noreen.
—Adivina quién está aquí —se quejó Joey, bajando la cabeza, pero sin darse la vuelta. Retrocedió lentamente hacia la tienda de libros de segunda mano que había en la esquina, se ocultó en el portal y asomó ligeramente la cabeza para no perder de vista a la pareja que salía del edificio.
—¿Quién es? —suplicó Noreen al otro lado de la línea—. ¿Qué está pasando?
Calle arriba, Gallo abrió la puerta del lado del acompañante y esperó a que la señora Caruso se sentara. Ella apretó el bolso contra su pecho, completamente conmocionada. Sin prestarle atención, Gallo cerró la puerta con fuerza en sus narices.
—Qué caballero —musitó Joey.
Pero cuando Gallo pasó por delante del coche para ocupar el asiento del conductor, miró calle arriba, como si estuviese buscando a alguien. Alguien que no estaba allí. Pero que lo estaría pronto…
—Mierda —añadió Joey, advirtiendo la expresión arrogante en el rostro del agente del servicio secreto.
—¿Puedes decirme por favor qué está pasando? —exigió Noreen.
Gallo puso en marcha el coche y se alejó velozmente hacia la esquina. Joey salió del portal de la tienda de libros de segunda mano y corrió hacia el viejo edificio.
—Tienen a todo un equipo de camino —alertó Joey a Noreen.