Los millonarios (21 page)

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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

BOOK: Los millonarios
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—Y una mierda —murmuró Joey. «Si este chico ni siquiera pide que le traigan una pizza a casa, mucho menos va a instalar una alarma.»—¿Qué estás haciendo? —preguntó Noreen.

—Nada —dijo Joey mientras apretaba la nariz entre los barrotes que protegían la ventana. Mirando a uno y otro lado, recorrió con la vista el pequeño apartamento. Entonces los vio en el suelo en un rincón de la cocina—: el recipiente de plástico de reciclado azul lleno de latas… y el recipiente verde brillante lleno de papeles.

—Por favor, dime que no estás forzando la puerta —dijo Noreen, ya presa del pánico.

—No estoy forzando la puerta —contestó Joey secamente. Metió la mano en el bolso y sacó un estuche negro con cremallera. Lo abrió, extrajo un instrumento muy fino con un alambre en el extremo y lo introdujo en la cerradura superior de la puerta de Oliver.

—¡Sabes lo que dijo el señor Sheafe acerca de eso! ¡Si vuelven a cogerte…!

Con un rápido movimiento de la muñeca, la cerradura cedió y la puerta se abrió suavemente. Sacó la última bolsa de basura vacía del bolsillo, examinó rápidamente el diminuto apartamento y sonrió.

—Ven con mamá…

—¿Por qué te preocupas tanto? —preguntó Joey, mientras se arrodillaba delante del archivador de dos cajones que hacía las veces de mesilla de noche de Oliver y revisaba su contenido. Para mantenerlo fuera de la vista y mantener sus papeles en lugar seguro, Oliver había cubierto el mueble con un trozo de tela color vino. Joey fue directamente a por él.

—No me preocupo —contestó Noreen—. Sólo creo que es extraño. Quiero decir, se supone que Oliver es el cerebro que hay detrás de un golpe de trescientos millones de dólares, pero según lo que tú acabas de leerme, rellena cheques todos los meses para pagar las facturas del hospital de su madre y casi la mitad de su hipoteca.

—Noreen, sólo porque alguien te sonría no significa que no te clavará un cuchillo en la espalda. Lo he visto cincuenta veces… tenía un móvil. Nuestro chico Oliver se pasa cuatro años en el banco creyendo que llegará a ser un pez gordo, entonces un día se despierta y comprende que lo único que tiene para exhibir es una pila de facturas y un bronceado de rayos UVA. Y, para empeorar aún más las cosas, llega su hermano y descubre que está metido en la misma trampa. Los dos tienen un día especialmente malo… se presenta una oportunidad… y
voilà
… la ocasión hace al ladrón.

—Sí… no… supongo —dijo Noreen, ansiosa por acabar con aquello cuanto antes—. ¿Qué me dices de la novia? ¿Ves alguna cosa que lleve un número de teléfono?

—Olvídate de los números, ¿estás preparada para la dirección completa? —Joey revolvió el recipiente de reciclado y sacó rápidamente todas las revistas.
Business Week… Forbes… Smart Money…
—. Allá vamos —dijo, cogiendo un ejemplar de
People
y buscando la etiqueta de suscripción—. Beth Manning. 201 calle 87 Este, apartamento 23H. Cuando las novias vienen de visita siempre se traen material de lectura.

—Eso es fantástico… eres un genio —dijo Noreen con un punto de sarcasmo—. ¿Ahora puedes hacerme el favor de largarte de allí antes de que lleguen los tíos del Servicio y te zurren el culo?

—De hecho, ahora que lo dices… —Lanzó la revista nuevamente dentro del recipiente, entró en el cuarto de baño y abrió el botiquín. Pasta de dientes… cuchilla de afeitar… espuma de afeitar… desodorante… nada especial. En la basura había una bolsa de plástico arrugada con las palabras «Farmacia Barney» en letras negras—. Noreen, el lugar se llama Farmacia Barney; queremos una lista de recetas importantes a nombre de Oliver y su novia.

—De acuerdo. ¿Podemos irnos ya?

Al regresar a la habitación principal, Joey vio una fotografía con un marco negro laminado sobre la mesa de la cocina. En la foto, dos niños pequeños —vestidos exactamente igual con ceñidos suéters rojos de cuello vuelto— estaban sentados en un gran sofá con los pies colgando sobre los cojines. Oliver parecía tener unos seis años; Charlie, dos. Ambos leían libros… pero cuando Joey se acercó para mirar la fotografía más atentamente se dio cuenta de que el libro de Charlie estaba al revés.

—Joey, esto ya no es nada divertido —vociferó Noreen a través del audífono—. Si te cogen en un allanamiento…

Joey no pudo evitar asentir ante el desafío. Se dirigió directamente al televisor, se colocó detrás del aparato y siguió el cable hasta el enchufe en la pared. Si la casa era tan antigua como ella pensaba…

—¿Qué estás haciendo? —imploró Noreen.

—Sólo un pequeño trabajo de electricista —bromeó Joey.

Al final del cable vio el pequeño adaptador anaranjado que, una vez unido a la toma triple del televisor, quedaba conectado al enchufe de la pared. «Adoro las casas antiguas», pensó mientras se agachaba junto a la toma del enchufe. Acercó el bolso y volvió a sacar el pequeño estuche negro. En su interior había un adaptador anaranjado prácticamente idéntico.

A diferencia del transmisor a pilas que había dejado en el despacho de Lapidus, éste estaba diseñado especialmente para un uso prolongado. Parece un enchufe y funciona como un enchufe, pero es capaz de transmitir a una distancia de casi siete kilómetros en los barrios residenciales. Nadie se fija en él, nadie hace preguntas y, lo mejor de todo, mientras permanece enchufado dispone de una inagotable fuente de energía.

—¿Has terminado ya? —rogó Noreen.

—¿Terminado? —preguntó Joey, arrancando el enchufe de la pared—. Acabo de empezar.

—¿Puedes hacerlo o no? —preguntó Gallo, de pie junto al escritorio de Andrew Nguyen.

—Tranquilo —respondió Nguyen. Andrew Nguyen, un asiático delgado pero musculoso, prematuramente encanecido en las sienes, cumplía su quinto año en la Oficina del Fiscal General. En ese tiempo había aprendido que, si bien era importante mostrarse duro con los criminales, en ocasiones resultaba igualmente vital mostrarse duro con los defensores de la ley—. ¿Quieres perder otro en una apel…?

—Ahórrame la Constitución. Esos dos tíos son peligrosos.

—Sí —dijo Nguyen con una sonrisa—. Ya he oído que os tuvieron a ti y a DeSanctis persiguiendo autobuses toda la tarde…

Gallo ignoró la broma.

—¿Nos ayudas o no?

Nguyen sacudió la cabeza.

—No me vengas con toda esa mierda, Gallo. Lo que me pides no es moco de pavo.

—Tampoco lo es robar trescientos millones de dólares y matar a un ex agente —replicó Gallo.

—Sí… lamento lo ocurrido —dijo Nguyen; no tenía ganas de seguir discutiendo. Apartó su bloc de notas, consciente de que no era prudente apuntar nada de lo que hablasen. Lo último que necesitaba era un juez que le obligase a entregar las notas al abogado de la parte contraria—. Volviendo a tu solicitud —añadió—, ¿ya has agotado todas las otras posibilidades?

—Venga, Nguyen…

—Sabes que debo preguntarlo, Jimmy. Cuando se trata de pinchar teléfonos y filmar sospechosos, no puedo sacar la artillería hasta que me asegures que has agotado todos los demás métodos de investigación, incluidos todos los datos telefónicos y de tarjetas de crédito que te conseguí esta mañana.

Gallo hizo un esfuerzo para mostrar su mejor sonrisa.

—Yo no te mentiría, socio, mantendremos este caso de forma estrictamente legal.

Nguyen asintió. Era todo lo que necesitaba.

—¿Realmente vas a por esos dos, verdad?

—Ni te lo imaginas —dijo Gallo—. Ni te lo imaginas.

—Omnibank, Departamento de Fraudes, soy Elena Ratner. ¿En qué puedo ayudarle?

—Hola, señorita Ratner —dijo Gallo desde su móvil mientras su Ford azul marino se colocaba en el carril derecho del puente de Brooklyn—. Soy el agente Gallo del servicio secreto de Estados Un…

—Por supuesto, agente Gallo, lamento haberle hecho esperar tanto tiempo. Acabamos de recibir su documentación…

—¿O sea que está todo bajo control? —la interrumpió.

—Completamente, señor. Hemos localizado y apuntado ambas cuentas: una tarjeta MasterCard de Omnibank para Oliver J. Caruso y una tarjeta Visa para Charles Caruso —dijo ella, leyendo los números de ambas cuentas—. ¿Está seguro de que no quiere que las cancelemos?

—Señorita Ratner —la sermoneó Gallo con los dientes apretados—, si se cancelan las tarjetas, ¿cómo se supone que averiguaré lo que compran y hacia dónde se dirigen?

En el otro extremo de la línea hubo una pausa. Esta era la razón por la que ella detestaba tener que tratar con los agentes de la ley.

—Lo siento, señor —respondió secamente—. A partir de ahora le notificaremos tan pronto como alguno de los dos titulares de las cuentas haga una compra.

—¿Y cuánto tiempo tardará esa notificación?

—Cuando las tarjetas reciban el código de aprobación, nuestro ordenador ya habrá marcado el número de su teléfono —añadió—. Es instantáneo.

—Hola, soy Fudge —respondió el contestador—. En este momento no estoy en casa, a menos naturalmente que usted sea un vendedor, en cuyo caso estoy aquí y le estoy investigando porque, sinceramente, su amistad me importa un pimiento. No tengo tiempo para los gorrones. Deje su mensaje cuando suene la señal.

—Fudge, sé que estás allí —gritó Joey al contestador automático—. ¡Cógelo, cógelo, cóge…!

—Vaya, lady Ginebra, tú sí que entonas la canción de la hechicera —canturreó Fudge, cuidando no pronunciar el nombre de Joey.

Joey puso los ojos en blanco, negándose a entrar en el juego. Cuando se trataba de estas cosas era mejor no implicarse. Y cuando se trataba de Fudge, bueno… su política siempre había sido no acercarse demasiado a los hombres que siguen haciéndose llamar por el nombre de su personaje favorito de Judy Blume.

—¿Y qué puedo hacer por ti esta noche? ¿Negocios o placer?

—¿Aún conoces a ese tío en el Omnibank? —preguntó Joey.

Fudge esperó un momento antes de contestar.

—Tal vez.

Joey asintió ante su respuesta en clave. Eso significaba que sí. Siempre era sí. De hecho, de eso iba el negocio: de conocer gente. Y no a cualquier clase de gente. Gente furiosa. Gente amargada. Gente a-la-que-le-han-negado-un-ascenso. En todas las oficinas siempre hay alguien que está amargado con su trabajo. Y ésas eran las personas ansiosas por vender lo que sabían. Y eran las personas a las que Fudge podía encontrar.

—¿Si pudiese ayudarte, qué estarías buscando? —preguntó Fudge—. ¿Datos de clientes?

—Sí… pero también necesito controles sobre dos cuentas.

—Oh, oh, aquí estamos hablando de un montón de pasta…

—Si no puedes con ello —advirtió Joey.

—Puedo con ello perfectamente. Conozco a una secretaria en el Departamento de Fraudes que sigue resentida por un comentario ofensivo que escuchó durante una fiesta de la oficina con…

—¡Fudge! —le interrumpió Joey; no quería saber nada sobre la fuente. De acuerdo, rebajaba a la abogada que había en ella, pero no tenía otra alternativa. Otra persona hace el trabajo sucio; ella consigue el producto final. Siempre que ella ignore de dónde procede la información, puede eliminar cualquier responsabilidad. Por otra parte, aunque se trate de una trampa legal, a la CIA le ha dado resultado durante años.

—Cien por los datos. Uno de los grandes por los oídos —dijo Fudge—. ¿Alguna otra cosa?

—Compañía de teléfonos. Números que no figuran en el listín y tal vez pinchar algunas líneas.

—¿En qué estado?

Joey sacudió la cabeza.

—¿Dónde encuentras a esa gente?

—Cariño, entra en cualquier chat del mundo y teclea las palabras: «¿Quién odia su trabajo?» Cuando veas que te llega un correo electrónico con el remitente AT&T.com, ya sabes a quién debes escribirle —dijo Fudge—. Piensa en ello la próxima vez que te comportes como una imbécil con un mensajero.

—¿Qué es esto? —preguntó DeSanctis. Examinaba un documento de dos páginas inclinado sobre el capó de su Chevy.

—Es un sobre de correos —dijo Gallo, ahuecando las manos y soplando dentro de ellas para calentarlas—. Lo llevas a las estafetas y ellos…

—… cogerán la correspondencia de Oliver y Charlie y fotocopiarán las señas de todos los remitentes —le interrumpió DeSanctis—. Sé cómo funciona.

—Bien… entonces también sabrás a quién entregárselo en la estafeta. Cuando hayas terminado, busca la orden de registro para el apartamento de Oliver. Todavía tengo que hacer otra parada.

—¿Qué es esto? —preguntó la mujer hispana que llevaba el suéter azul oscuro de los empleados de correos.

—Es un regalo de agradecimiento —dijo Joey mientras extendía un billete de cien dólares.

La mujer, instalada entre dos tambaleantes estanterías metálicas llenas de pilas de cartas sujetas con gomas, se inclinó fuera de su cubículo provisional y examinó la amplia sala trasera. Como cualquier zona de distribución de la mayoría de las estafetas, era un hormiguero humano de actividad: en todas direcciones se dejaban caer bolsas con envíos postales que eran separados y clasificados. Convencida de que nadie estaba mirando, la mujer examinó el billete de cien dólares en la mano de Joey.

—¿Es policía?

—Detective privada —dijo Joey, aplicando la dosis justa de calma de abogada para que la mujer no se pusiera nerviosa. Odiaba tener que hacer estas cosas, pero como había dicho Fudge, cuando se trataba del correo, la escala era demasiado grande. Si querías dibujar un auténtico perfil, y necesitabas todos los remitentes, tenías que ir personalmente y encontrar al cartero local—. Privada y deseosa de pagar —le aclaró.

—Déjelo caer al suelo —dijo la mujer.

Joey dudó, miró a su alrededor buscando cámaras en los rincones de la sala.

—Sólo déjelo caer —repitió la mujer—. No le hará daño a nadie.

Joey bajó el brazo y dejó caer el billete, que aterrizó suavemente en el suelo. Entonces la mujer dio un paso adelante y lo cubrió con el pie.

—¿En qué puedo ayudarla?

Joey sacó una hoja de papel de su bolso.

—Sólo un pequeño trabajo de fotocopias de unos amigos de Brooklyn.

—¿Qué quieres decir con que se ha ido? —gruñó Gallo en su móvil mientras pulsaba el botón del cuarto piso en el ascensor. Se produjo una fuerte sacudida y el viejo ascensor se puso lentamente en movimiento.

—Ido… como en «ya no está aquí» —contestó DeSanctis—. Alguien ha estado revolviendo la basura y los contenedores de reciclado están en el bordillo, completamente limpios.

—Tal vez ya lo han recogido. ¿Qué día recogen el material para reciclar?

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