La sola visión de mi hermano derrumbado hace que vuelva la sensación de vómito a mi garganta.
—Charlie, si quieres que hablemos de ello…
—Lo sé —me interrumpe con voz temblorosa. Está haciendo un gran esfuerzo para no desmoronarse, pero algunas cosas son demasiado fuertes. Esto no es solamente por Shep. A la izquierda, las velas arden y nuestras sombras titilan contra la pared de piedra—. Nos matarán, Ollie, como mataron a Shep.
Me acerco, le doy una palmada en la nuca y me siento junto a él en el banco. Charlie no es un llorón. Cuando se rompió la clavícula tratando de bajar la escalera con su bicicleta no derramó una sola lágrima. O cuando tuvimos que decirle adiós a la tía Maddie en el hospital. Pero hoy, sin embargo, cuando abro los brazos, cae en ellos.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta con voz apenas audible.
—Tengo algunas ideas —le digo. Es una promesa vacía, pero Charlie no se molesta en discutir. Mantiene la cabeza apoyada en mi hombro buscando apoyo. En la pared somos una enorme sombra única. Entonces suena mi móvil.
El sonido resuena a través de la habitación. Doy un respingo; Charlie no se mueve. Meto la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y apago el móvil. Cuando no obtiene respuesta, la persona vuelve a llamar. Quienquiera que sea, no se da por vencido. El teléfono vibra contra mi pecho. Lo desconecto.
—¿Estás seguro de que no deberíamos responder? —pregunta Charlie, observando mi expresión.
—Creo que sí —contesto rápidamente.
Asiente como si eso nos mantuviese a salvo. Ambos sabemos que es mentira. A lo largo de la pared de piedra, las diminutas llamas de las velas siguen bailando. Y no importa que queramos cerrar los ojos, a partir de ahora las cosas sólo empeorarán.
—¿Y bien? —preguntó Gallo.
—Nadie contesta —dijo Lapidus mientras colgaba el auricular—. No me sorprende, Oliver es demasiado inteligente para responder a la llamada. —Volviéndose hacia la carta fotocopiada que Gallo dejó sobre su escritorio, Lapidus bajó la vista y la leyó superficialmente—. ¿De modo que es así como lo hicieron? —preguntó—. ¿Una carta falsa firmada por Duckworth?
—Según los técnicos, es el último documento que Oliver tecleó en su ordenador —explicó Gallo mientras paseaba sobre la lujosa alfombra. Después de lo que había sucedido con Joey, no estaba de humor para volver a sentarse—. Y por la copia de seguridad que encontramos escondida en el fondo de uno de los cajones de Shep, parece que les estaba ayudando.
—¿O sea que los tres se reunieron esta mañana y cuando las cosas se pusieron feas, Oliver y Charlie mataron a Shep? —especuló Quincy desde su lugar habitual junto a la puerta.
—Ésa es la única explicación que tiene sentido —dijo DeSanctis, mirando a Gallo con arrogancia.
—¿Y qué hay de la investigación? —preguntó Lapidus—. Como sabe, tenemos un número de clientes muy importantes que confían en nuestra promesa de privacidad y discreción. ¿Hay alguna posibilidad de mantener este asunto… cómo le diría… fuera de los titulares?
Eso era exactamente lo que Gallo estaba esperando.
—Estoy completamente de acuerdo con usted —contestó, aprovechando la oportunidad—. Si esta historia llega a la prensa, se encargarán de transmitir todos nuestros movimientos a Oliver y Charlie. Cuando las cosas adquieren tal importancia, es mejor mantenerse en la sombra.
—Exacto… ésa es exactamente nuestra posición —dijo Lapidus, asintiendo vigorosamente hacia Quincy—. ¿No lo crees así?
Quincy permaneció inmóvil. Su cuota de lameculos estaba cubierta por ese día.
—¿De modo que cree que será capaz de dar con ellos? —preguntó Lapidus mientras Gallo descolgaba el teléfono que había en una esquina del escritorio.
Gallo miró a Quincy, luego nuevamente a Lapidus.
—¿Por qué no dejan eso en nuestras manos? —Gallo marcó rápidamente un número y se llevó el auricular a la oreja—. Hola, soy yo —dijo a la persona en el otro extremo de la línea—. Tengo un móvil perdido en la ciudad, ¿estás preparado para localizarlo?
No vuelvo a conectar el teléfono hasta que nos hallamos a diez manzanas de distancia. Y aunque la luz parpadea, me lleva otra manzana y media reunir el valor necesario para marcar el número. Para darme fuerzas pienso en Charlie. Mientras espero a que alguien responda intento mantener el equilibrio en la parte trasera del autobús que avanza hacia el centro; parece como si cogiera todos los baches de la ciudad. De acuerdo, el metro es más discreto, pero la última vez que lo comprobé, el móvil no tenía cobertura bajo tierra. Y en este momento necesito seguir en movimiento, cualquier cosa con tal de poner distancia entre la iglesia y yo.
—Bienvenido al Banco Privado Greene & Greene. ¿En qué puedo ayudarle? —pregunta una voz femenina a través del móvil. No estoy seguro de a quién pertenece la voz, pero no es ninguna de las telefonistas que conozco. Bien. Eso significa que ella tampoco me conoce a mí.
—Hola, soy Marty Duckworth —digo—. Tenía una duda y esperaba que usted pudiese ayudarme a resolverla.
Mientras ella comprueba mi cuenta y mi número de la Seguridad Social, no puedo evitar preguntarme si el sistema del banco sigue funcionando. Si el servicio secreto fuese inteligente, ya lo habría cer…
—Tengo su cuenta delante de mí. ¿En qué puedo ayudarle, señor Duckworth?
Pronuncia las palabras tan deprisa… con tanta ansiedad… que no puedo sino olerme una trampa. Pero necesito el queso.
—Verá, sólo quería comprobar las últimas operaciones de esa cuenta —le digo—. Se realizó un ingreso muy importante y necesito saber qué día se hizo efectivo.
Se trata, desde luego, de una pregunta absurda, pero si queremos saber lo que está ocurriendo, necesitamos saber cómo se convirtieron los tres millones de Duckworth en trescientos trece millones de dólares.
—Lo siento, señor, pero en la última semana… no consta ningún depósito.
—¿Perdón?
—Lo estoy mirando en este momento. Según nuestros datos, su saldo actual es cero, y la única actividad registrada es una retirada de fondos por valor de trescientos trece millones de dólares ayer por la tarde. Aparte de eso, no hubo depósitos en…
—¿Y qué me dice del día anterior? —pregunto, observando al resto de los pasajeros del autobús. Nadie se vuelve—. ¿Cuál era el saldo de mi cuenta el día anterior?
Hay una breve pausa.
—Sin incluir los intereses, es la misma cantidad, señor, trescientos trece millones. Y es la misma cifra que consta el día anterior. No tengo registrado ningún depósito reciente.
El autobús se detiene y mantengo el equilibrio cogiéndome a unas de las barras metálicas.
—¿Está segura de que el saldo no era de tres millones de dólares?
—Lo siento, señor, sólo le digo lo que aparece en la pantalla.
Ella habla y mi mano se desliza por la barra metálica. No puede ser. No es posible. ¿Cómo hemos podido…?
—¿Señor Duckworth…? —interrumpe la mujer en la otra línea—. ¿Puede esperar un segundo, por favor? Enseguida estaré con usted.
—Por supuesto —digo.
La línea queda en silencio y durante treinta segundos no pienso demasiado en ello. Pero un minuto más tarde no puedo evitar preguntarme adonde habrá ido esa mujer; es la primera regla que te enseñan, cuando estás tratando con gente rica se supone que nunca debes ponerle en esp… espera. Siento un nudo en la garganta. Ésta sigue siendo una línea de la compañía. Y cuando más tiempo me mantenga en espera, más fácil les resultará a los tíos del servicio secreto rast…
Corto la comunicación; espero haber sido lo suficientemente rápido. No hay manera de que puedan hacerlo a esa velocidad. No cuando es…
El teléfono vibra en mi mano, enviando un escalofrío a través de mi nuca. Compruebo el número en la pantalla, pero no lo reconozco. La última vez ignoré la llamada. Esta vez… si están rastreándola… necesito saberlo.
—¿Hola? —contesto con voz segura.
—¿Dónde coño estás? —pregunta Charlie.
En la capilla no hay teléfono. Si se ha arriesgado a llamar desde la calle, tenemos problemas.
—¿Qué sucede? ¿Estás…?
—Es mejor que vuelvas aquí —dice.
—Dime qué ha pasado.
—Oliver, vuelve aquí. ¡Ahora!
Pulso el botón de parada con la base del puño. Adiós, fuego… Hola, brasas.
—¿Le hemos cogido? —preguntó Lapidus, inclinándose sobre el hombro de DeSanctis.
—Espere… —dijo DeSanctis, mirando su ordenador portátil. En la pantalla, cortesía de la Oficina de Conexión de la compañía de telefonía móvil, estaba el registro de llamadas realizadas desde el móvil de Oliver Caruso.
—¿Por qué tarda tanto? —preguntó Gallo.
—Espera…
—Ya has dicho…
La pantalla titiló y una cuadrícula de información se desplegó súbitamente. Gallo, DeSanctis y Lapidus se acercaron, examinando cada entrada: «Hora, Fecha, Duración, Llamada actual en curso…»
—¡Somos nosotros! —exclamó Lapidus al reconocer de inmediato el número de la línea del servicio de atención al cliente—. ¡Está hablando por teléfono con alguien del banco!
—¿En este edificio? —preguntó Gallo.
—Sí… en el primer pi…
—Se está moviendo —interrumpió DeSanctis. En la pantalla aparecieron los sitios móviles que llevaban la llamada:
Sitio Móvil Inicial: 303C
Último Sitio Móvil: 304A
—¿Cómo puede…?
—Cada número es una torre diferente —explicó DeSanctis—. Cuando usted hace una llamada, su teléfono encuentra la torre de telefonía móvil más próxima con señal, pero en este caso su llamada se inició en un lugar y continúa en otro… —Junto a su ordenador, DeSanctis exploró el mapa de telefonía móvil extendido encima del escritorio—… 303C es la 79 con Madison; 304A es la 83 con Madison.
—¿Está subiendo por Madison Avenue?
DeSanctis volvió a examinar la pantalla.
—La llamada se hizo hace sólo dos minutos. Para llegar de la 79 a la 83… se mueve demasiado deprisa para ir andando.
—Tal vez haya cogido el metro —sugirió Lapidus.
—No es posible. El metro no tiene línea en la Avenida Madison —dijo Gallo—. Viaja sobre ruedas, en taxi o en autobús. —Mientras corría hacia la puerta, luchando con su cojera, Gallo se volvió hacia Lapidus—. Necesito que la persona que está en el servicio de atención al cliente mantenga la comunicación el mayor tiempo posible. Que le dé conversación… que le mantenga en espera… cualquier cosa que funcione.
—¿Quiere que yo…?
—Ni se le ocurra levantar el auricular, si él oye su voz le habremos perdido.
Aún está en la 304A —dijo DeSanctis, mientras metía un montón de cables de ordenador debajo del brazo. Con el portátil haciendo equilibrio en la palma de su mano como si fuese una pizza, corrió hacia la puerta y salió al pasillo—. Eso nos deja un radio de cuatro manzanas.
—¿Cree que puede…?
—Puede apostar por ello —dijo Gallo al tiempo que salía disparado hacia el ascensor privado—. Nunca nos verá llegar.
Cuando el autobús se detiene ante un edificio antiguo en la esquina de la 81, marco el número del cine Kings Plaza en Brooklyn y pulso «Enviar». Cuando la voz grabada contesta la llamada, cojo un diario que alguien ha dejado en el asiento junto al mío, envuelvo el móvil con él y deslizo el paquete debajo del asiento. Si están rastreando la llamada, esto nos hará ganar al menos una hora… y el infinito bucle del tiempo debería darles a ellos una señal en movimiento que les llevará de caza hasta Harlem.
Antes de que el resto de los pasajeros se percate de lo que está ocurriendo, el autobús se detiene en una parada, las puertas se abren y bajo rápidamente. Mi viaje ha terminado. Afortunadamente, los móviles abandonados viajan gratis.
Al cajero del Citibank le lleva diez minutos vaciar los tres mil cinco dólares que quedan en mi cuenta y es una de las pocas veces que me siento feliz de no poder satisfacer los mínimos exigidos por la banca privada. Con su acceso a Lapidus, el Servicio hubiese cerrado una cuenta en Greene en un momento.
Cuando regreso a la iglesia, mantengo la cabeza gacha y camino a paso rápido a través de la nave principal en dirección a la capilla privada. Delante de mí el brillo de las velas encendidas se filtra por debajo de la puerta. Cojo con fuerza el pomo de la puerta y vuelvo a mirar por encima del hombro para comprobar nuevamente que no hay peligro. Nadie me mira.
Abro la puerta, entro rápidamente en la pequeña habitación de piedra iluminada por las velas y busco a Charlie en las escasas filas de bancos. Está en la misma donde le dejé, en una esquina, aún encorvado. Pero ahora… lleva algo en las manos. Su cuaderno de notas. Está escribiendo otra vez… no, no sólo escribiendo. Garabateando. Furiosamente. El hombre al que no se puede parar.
Asiento en silencio. Charlie regresa finalmente.
—¿Cuál es la emergencia? —pregunto.
Es la única vez que interrumpe la escritura.
—No puedo encontrar a mamá.
Las palabras tienen el mismo efecto que un golpe en los ríñones. No me extraña que haya emergido de su silencio.
—¿De qué estás hablando?
—La llamé antes y…
—¡Te dije que no la llamaras!
—Escucha —implora Charlie—. La llamé desde una cabina que está a siete manzanas de aquí… no cogió el teléfono.
—¿Y?
—Es martes, Oliver. ¿Martes por la tarde y no está en casa?
Se queda en silencio y deja que las palabras hagan efecto. Como costurera, mamá pasa la mayor parte del tiempo en casa o en la tienda de tejidos, pero los martes y jueves están reservados para las pruebas. Fuera, la mesa de centro, dentro, las clientas. Y así todo el día.
—Tal vez estaba con una clienta en mitad de una prueba —aventuro.
—Tal vez sería mejor que fuésemos a comprobarlo —replica.
—Charlie, sabes muy bien que será el primer lugar adonde irán a buscarnos. Y si nos echan el guante allí, sólo conseguiremos que mamá corra peligro.
Sus ojos vuelven a posarse en el cuaderno de notas. Olviden lo que he dicho. A cualquiera se le puede parar.
—¿Estás bien? —pregunto.
Charlie asiente, lo que es una enorme mentira. Una vez que está excitado, es alérgico al silencio.
—No vuelvas a quedarte en silencio —le digo—. Mamá estará bien. Tan pronto como salgamos de aquí, pensaremos en alguna forma segura de ponernos en contacto con ella.