—¿Dónde está tu cama Calvin Klein? —pregunta Charlie.
—Mamá dijo que conserva mi vieja cama en el sótano. Estoy seguro de que todo saldrá bien.
—¿Bien? —Sacude la cabeza, incapaz de aceptarlo—. Ollie, todo esto es estúpido. No me importa lo buen actor que seas, puedo percibir el dolor en tu voz. Si quieres podemos empeñar alguno de mis altavoces. Eso al menos te dará al menos otro mes para…
—Estaremos bien —le interrumpo mientras levanto el otro talego—. Estoy seguro.
—Pero si no tienes trabajo…
—Confía en mí, hay un montón de buenas ideas ahí fuera. Sólo se necesita una.
—¿Qué, piensas volver a vender camisetas? No sacarás un céntimo haciendo eso.
Dejo caer nuevamente el talego, apoyo la mano en su hombro sano y le miro directamente a los ojos.
—Una sola idea buena, Charlie. Y yo la encontraré.
Charlie observa la forma en que estoy balanceándome sobre mis talones.
—Muy bien, de modo que ya hemos superado al Universitario Ollie, y al Banquero Ollie y al fácilmente olvidable Me muero por Impresionar Ollie con su Alma Móvil. ¿Quién es éste? ¿El Empresario Ollie? ¿El Tío con Iniciativa Ollie? ¿Trabajando en Foot Locker en un Mes Ollie?
—¿Qué me dices del verdadero Ollie? —pregunto.
Eso le gusta.
Cuando me dirijo al comedor ya puedo sentir la energía que retumba en mi estómago.
—Te digo una cosa, Charlie, ahora que tengo tiempo, no hay nada que…
Me interrumpo al ver el sobre abierto que hay en el borde de la mesa. El remitente dice Coney Island Hospital. Conozco el ciclo de las facturas.
—¿Ya nos han enviado otra factura? —pregunto.
—Más o menos —contesta Charlie, tratando de pasarlo por alto.
Eso es… algo ha ocurrido. Voy directamente a buscar el sobre. Cuando saco la factura, es todo lo mismo. El saldo total sigue siendo de ochenta y un mil dólares, los vencimientos a final de mes siguen siendo de cuatrocientos veinte dólares y el estado de los pagos sigue siendo «Puntual». Pero en la parte superior de la factura, en lugar de decir «Maggie», el nombre que consta encima de nuestra dirección ahora dice «Charles Caruso».
—¿Qué es lo que…? ¿Qué has hecho? —pregunto.
—No es de ella —dice Charlie—. No debería ser su responsabilidad.
De pie en el centro de la habitación, con las manos en los bolsillos de los tejanos, en su voz hay una calma que no había escuchado en años. Dicho eso, hablar de las facturas del hospital es fácilmente una de las cosas más irreflexivas, innecesarias e inoportunas que mi hermano ha hecho nunca. Es por eso que le digo la verdad.
—Bien por ti, Charlie.
—¿Bien por ti? ¿Eso es todo? No vas a someterme al tercer grado para que te dé todos los detalles: ¿Por qué hice el cambio? ¿Cómo acabará esto? ¿Cómo podré hacer frente a los pagos?
Sacudo la cabeza.
—Mamá ya me ha explicado lo del trabajo.
—¿Mamá te lo ha explicado? ¿Qué es lo que te ha dicho?
—¿Qué hay que decir? Es un trabajo de ilustración en la Editorial Behnke. Diez horas al día haciendo dibujos para una línea de manuales técnicos, tan aburrido como observar cómo se seca el betún de los zapatos, pero pagan dieciséis pavos la hora. Como te he dicho, bien por…
Antes de que pueda acabar la frase, la puerta del apartamento se cierra con un fuerte golpe a nuestras espaldas.
—¡Veo a unos chicos muy guapos! —dice mamá cuando ambos nos giramos. Lleva dos bolsas marrones con comestibles; las sostiene con una llave doble de lucha libre. Charlie corre a coger una bolsa y yo hago lo propio con la otra. En el instante en que queda libre del peso, su sonrisa se vuelve más amplia y sus gruesos brazos se cierran alrededor de nuestros cuellos.
—Mamá, cuidado con mis puntos… —dice Charlie.
Ella le suelta y le mira a los ojos.
—¿Dices que no a un abrazo de tu madre?
Sabiendo que es inútil discutir, Charlie deja que le bese en la mejilla.
—Charlie me ha dicho que detesta tus abrazos —digo—. Me ha dicho que espera que no vuelvas a darle un abrazo en toda su vida.
—No empieces… tú eres el siguiente —me advierte. Me besa y se quita no sin esfuerzo su pesado abrigo. Al ver las cajas y el talego en el suelo, no puede reprimirse—. Oh, mis chicos han vuelto a casa —exclama, siguiéndonos a la cocina.
Charlie comienza a ordenar los comestibles en los armarios. Yo me quedo con los ojos fijos en el bote de galletas de Charlie Brown. Ya me estoy mordiendo el interior del labio. Durante casi cinco años ha sido mi hábito más regular. Me muero por abrirlo. Pero, por una vez, no lo hago.
Charlie me observa atentamente. «Está bien», me dice con la mirada.
«Todos necesitamos un día libre. Incluido tú.»
—¿Y adivinad para quién tengo un regalo? —pregunta mamá, captando mi atención. De una de las bolsas de la compra saca una bolsa de plástico azul—. Lo he visto en la tienda de hilos y no he podido resistirme…
—Mamá, te dije que no me compraras nada —me quejo.
Pero a ella no le importa; está demasiado excitada. Mete la mano dentro de la bolsa y saca un lienzo bordado con punto de aguja y lo sostiene en el aire. En letras rojas y estarcidas puede leerse: «Florece donde te han plantado.»
—¿Qué te parece? —pregunta mamá—. Es sólo un pequeño regalo de bienvenida. Puedo ponerlo en un marco o en un cojín, lo que tú quieras.
Como la mayoría de los bordados de mamá, el eslogan es exageradamente sentimental.
—Me encanta —digo.
—A mí también —coincide Charlie. Saca su cuaderno de notas y escribe a toda velocidad. «Florece donde te han plantado.» Mientras reproduce las palabras, tiene buen aspecto con un bolígrafo en las manos.
—Por cierto, he visto a la madre de Randy Boxer en la tienda de hilos —añade mi madre, volviéndose hacia Charlie—. Estaba tan feliz de que la hubieses llamado… le has alegrado el día.
—¿La madre de Randy Baxter? —pregunto—. ¿Para qué la has llamado?
—En realidad estaba tratando de conseguir el número de teléfono de Randy —me explica Charlie, como si fuese algo que sucede todos los días.
—¿De verdad? —pregunto, notando la rapidez de su respuesta. Pero no engaña a nadie. Hace al menos cuatro años que no ha visto a Randy—. ¿A qué se debe esta repentina reunión de instituto?
Vuelve a ordenar los comestibles sin contestar a mi pregunta.
—Todavía no —explica sin mirarme—. No hasta que todo esté en su lugar.
—Charlie…
Vuelve a pensarlo. Sea lo que sea, le pone nervioso. Pero después de toda una vida diciéndome que me coma los amargones, él sabe que ha llegado el momento de que él dé el primer mordisco.
—Estábamos… estábamos pensando que quizá podríamos formar una pequeña banda…
Apenas si puedo contenerme.
—Una banda, ¿eh? —pregunto con una sonrisa de oreja a oreja.
—Nada importante, ya sabes, sólo algo estridente pero de buen gusto. Pensamos que podemos reunirnos después del trabajo… comenzar en el club de Richie Rubin en New Brunswick… luego, tal vez, abrirnos camino en la ciudad.
—No, eso suena genial —digo, tratando de mantener el tono informal de la conversación—. Por supuesto, tendréis que buscar un nombre.
—Por favor… ¿cómo crees acaso que pasamos nuestras tres primeras horas de ensayo?
—¿O sea que ya tenéis un nombre para la banda?
—Venga, tío, ¿parecemos acaso unos novatos? Actuando en el Shea Stadium a comienzos del próximo verano, damas y caballeros… por favor, quiero que den una calurosa bienvenida a…
¡Los millonarios!
Me echo a reír. Mamá también.
—¿Realmente pensáis usar ese nombre? —pregunto.
—Eh, si voy a tener que estar luchando para salvar edificios altos de un solo salto, también puedo llevar una capa guapa. Empieza bajo, apunta alto.
—Eso es rnuy Poder de Pensamiento Positivo de ti.
—Bueno, es que soy un tío muy Poder de Pensamiento Positivo. Pregúntaselo a cualquiera. Además, ¿quién quiere ver a una banda llamada
La cabeza cortada de Pluto
? Si lo hacemos, perdemos todo el mercado infantil.
Mamá está en el fregadero. Abre los grifos y se lava las manos. Lleva tiritas en cuatro de sus dedos. Detrás de ella, veo que Charlie mira fijamente el bote de Charlie Brown. La pintura de la nariz se ha descascarado. Extiende la mano y acaricia las orejas redondas de cerámica.
—Ahora ya no parece tan grande como antes —susurra Charlie en mi dirección—. No importa cuántos dibujos tenga que hacer, este mamón estará vacío dentro de un año.
—¿O sea que estás listo? —interrumpe mamá, mirando a Charlie.
—¿Perdón? —pregunta él. Al principio, lo toma como una más de las preguntas típicas de mamá. Pero cuando se fija en la expresión de su rostro, ambos comprendemos que no se trata de una pregunta. «O sea que estás listo.» Es una afirmación.
—Sí —dice Charlie—. Creo que sí.
—¿Puedo ir a ver el ensayo? —añade mamá.
—Olvídate de mirar, necesitamos el poder de una estrella como tú en el escenario. ¿Qué me dices, mamá, estás preparada para tocar una pandereta? Haremos las primeras pruebas de aptitud mañana por la noche.
—Oh, mañana por la noche no puedo —dice ella—. Tengo una cita.
—¿Una cita? ¿Con quién?
—¿Con quién crees tú, tío?
Me adelanto, colocándome entre ambos, y deslizo el abrazo alrededor de la cintura de mamá.
—¿Crees que eres el único que sabe bailar el cha-cha-cha? Las lecciones de baile no esperan a ningún hombre. Venga, mamá: y uno, y dos, ahora el pie derecho primero…
Hago girar a mi madre y su voluminoso cuerpo golpea la cocina de metal. Lanzo una carcajada y me balanceo siguiendo mi ritmo imaginario.
—¿Quién te ha enseñado a moverte de un modo tan patéticamente torpe? —bromea Charlie—. Bailas como un tío cincuentón en una cola de conga de una boda de barrio.
Tiene razón. Pero no me importa.
Después de años de haberme roto el culo en el banco privado más prestigioso del país, yo —en este momento— no tengo trabajo, no tengo ingresos, no tengo ahorros, no tengo novia, no tengo un futuro visible y ninguna red de seguridad que pueda salvarme si me caigo del trapecio. Pero mientras giro con mi madre por la cocina de nuestro apartamento y veo su pelo gris que se agita en el aire, finalmente sé adónde voy y quién quiero ser. Y cuando mi hermano toma posición para el siguiente baile, él también lo hace.
—Y uno, y dos… ahora el pie derecho primero…
Con un leve giro del pomo oval Victoriano de bronce, Henry Lapidus entró rápidamente en su despacho, cerró la puerta tras él y se dirigió a su escritorio. Levantó el auricular del teléfono y echó un vistazo a la Hoja Roja que tenía sobre el escritorio, pero no se molestó en abrirla. Era una lección que había aprendido hacía muchos años; como un mago que protege sus trucos, no deben ponerse todos los números en la hoja, especialmente aquellos que sabes de memoria.
Mientras marcaba el número y esperaba a que alguien contestara la llamada, miró la carta de recomendación que había escrito para Oliver y que aún llevaba en la mano izquierda.
—Hola, me gustaría hablar con el señor Ryan Isaac, por favor. Soy uno de los clientes del grupo privado —explicó.
Lapidus no podía evitar que la situación le resultara divertida. Sí, su prioridad había sido siempre recuperar el dinero. De hecho, él había sido quien llamó personalmente al banco en Antigua para asegurarse de que devolviesen hasta el último céntimo. Sin duda había sido lo correcto.
Pero eso no significaba que tuviese la obligación de hablarles del robo al banco de Antigua, o del gusano de Duckworth, o del hecho de que ese dinero no era real.
—Señor Isaac, soy yo —dijo Lapidus en el instante en que Isaac se puso al teléfono—. Sólo quería asegurarme de que todo ha llegado allí sin problemas.
—Así es —contestó Isaac—. Ha llegado esta mañana.
Hacía tres semanas, el banco de Antigua se sorprendió el recibir un depósito de trescientos trece millones de dólares. Durante cuatro días, ese dinero permaneció ingresado en una de las cuentas individuales más grandes del mundo. Durante cuatro días tuvo más dinero en metálico del que jamás había visto. Y durante cuatro días, en opinión de Lapidus, Oliver había hecho al menos una cosa bien. Era una de las primeras lecciones que Lapidus le había enseñado: «Nunca abras una cuenta a menos que obtengas intereses.» Lapidus asintió para sí, disfrutando intensamente del momento.
Cuatro días de intereses. De trescientos trece millones de dólares.
—Ciento treinta y siete mil dólares —le aclaró Isaac desde el otro extremo de la línea—. ¿Quiere que ingrese el dinero en su cuenta habitual?
—Eso sería perfecto —contestó Lapidus mientras giraba en su sillón y contemplaba la línea del cielo de Nueva York a través del amplio ventanal del despacho.
Colgó el auricular y supo que una vez que el capital había sido devuelto, el gobierno estaría demasiado ocupado rastreando el gusano y tratando de dilucidar cómo había funcionado. Y ahora que estaban metidos hasta las cejas en ello, bueno… gracias a un oportuno pago al director del banco en Antigua, todos los registros de los intereses habían desaparecido hacía mucho tiempo. Como si jamás hubiesen existido.
Con la mirada aún en la línea de los rascacielos de la ciudad, Lapidus hizo una bola con la carta de recomendación de Oliver y la lanzó dentro del jarrón de porcelana china del siglo XVIII que utilizaba a modo de cubo para la basura. «Ciento treinta y siete mil dólares», pensó para sí mientras volvía a reclinarse en su confortable sillón de cuero. No estaba nada mal para un día de trabajo.
Mientras contemplaba las primeras sombras de la tarde, un rayo de sol se reflejó en el casco de samurai Kamakura que colgaba en la pared que había a sus espaldas. Lapidus no lo vio. Si lo hubiese advertido, habría visto el parpadeo de luz justo debajo de la frente del casco, donde un objeto plateado atisbaba el despacho. Para el ojo no entrenado era simplemente un clavo que mantenía la máscara en su sitio… o la punta de una pluma plateada muy fina. Pero nada más.
Excepto por el reflejo ocasional de la luz del crepúsculo, la diminuta videocámara estaba perfectamente oculta. Y, dondequiera que Joey estuviese en ese momento, seguro que sonreía.