—Por eso te dejan conservar el pelo teñido —le interrumpe la chica.
Imperturbable, Charlie se echa a reír.
—¿Por aquí no te dejan llevar el pelo teñido? —pregunta, pasándose la mano por los mechones rubios. Trata de parecer relajado, pero desde donde me encuentro con Gillian puedo ver el brillo del sudor en su nuca.
—¿Estás de guasa? —pregunta ella—. Es una mala imagen.
—Sí, bueno, hay mucho que decir acerca de la mala imagen —bromea Charlie nerviosamente—. En cualquier caso, me han enviado aquí abajo para recoger algo de un lugar llamado DACS…
—¿DACS?
—Creo que es una especie de sala de ordenadores.
—Lo siento, nunca he oído hablar de ese lugar —dice ella mientras yo me muerdo el interior del labio—. Pero si quieres puedes buscarlo en el plano.
«¿Plano?»
La chica señala por encima de su hombro. A la vuelta del pasillo desde «Personal».
—Eso sería genial —dice Charlie, dirigiéndose hacia allí—. Y si algún día te acercas por EPCOT…
«¡No bromees con ella!»
—… yo me encargo de la visita de la pelota de golf gigante.
—De acuerdo —dice ella con una amplia sonrisa Disney.
Charlie se despide agitando la mano; la señorita Barnard regresa al laberinto. Cuando se ha marchado, los tres giramos en la esquina del pasillo. Ahí está el plano mural. «Plano del Reino Mágico.» Estudio la disposición del parque y busco el signo de «Usted se encuentra aquí». Los túneles parten desde el Castillo de la Cenicienta como los rayos de una rueda y van por debajo de prácticamente todas las atracciones principales. Finalmente, el trazado recuerda la esfera de un reloj. La Frontera está a las nueve. La Tierra de la Aventura se encuentra a las siete. Para facilitar aún más las cosas, cada zona lleva un código de color. La Tierra del Mañana es azul, la Tierra de la Fantasía es morada. Nos encontramos en Main Street —violeta oscuro— que se corresponde con la tira del mismo color que recorre la pared. Posición seis en punto. Los Tesoros de Tinker Bell están a las doce. Hemos recorrido medio reloj.
Ya te he dicho que estábamos caminando en círculos —dice Gillian.
—Y mira lo que tenemos en el extremo del pasillo… —añade Charlie. Señala con el dedo hacia la parte superior del plano. Las letras saltan prácticamente de la pared y me muerden la garganta. DACS.
Justo delante de nosotros.
Nos abrimos paso entre dos princesas, Cruella De Vil, un ingeniero de ferrocarriles, y Piglet; voy delante de Charlie, pero siguiendo los pasos de Gillian, quien no parece tener ningún problema para pasar entre las docenas de los miembros del reparto de personajes que salen del área señalada como «Zoo de Personajes». A nuestra derecha, ella comienza a ascender por una breve rampa enmoquetada que conduce a una puerta cristalera. En grandes letras negras dice «Central DACS».
—¿Estás seguro de que quieres ir solo? —me pregunta Charlie, ralentizando el paso deliberadamente. No hay ninguna duda de quién de los dos es más veloz. Sólo trata de mantenerse a mi lado.
—Estaré bien —insisto.
Charlie, sorprendido por mi tono, me estudia cuidadosamente.
—Ahora eres tú el que se está poniendo arrogante.
—No soy arrogante. Es sólo que… sé lo que estoy haciendo.
Charlie sacude la cabeza. No le gusta estar del otro lado.
—Sólo ten cuidado, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. Tendré cuidado.
Cuando alcanzamos la rampa, Gillian está estudiando con mucho cuidado el escáner de huellas dactilares que se encuentra junto al intercomunicador fuera del DACS. Charlie se pone tenso. De todas las puertas que hemos atravesado hasta ahora, ésta es la única provista de algún tipo de sistema de seguridad.
—¿Acaso hay alguien que ya no tenga uno de estos chismes? —pregunta ella, apretando algunos de los botones del escáner.
—No lo toques —le advierte Charlie.
—No me digas lo que debo hacer —añade ella.
Charlie sabe cómo hacer las cosas para no meterse en una pelea.
—Sólo debes llamar al timbre —dice.
Gillian le atraviesa con una mirada que a Charlie le seguirá doliendo mañana por la mañana. Estoy a punto de intervenir, pero ya no estoy seguro de lo que debo decir. Cuanto más cerca nos encontramos de esas copias de seguridad, más próximos a explotar están Charlie y Gillian.
—Vuelve a pulsar el timbre —le ordena Charlie.
—Ya lo he hecho —responde ella secamente.
—¿De verdad? ¿Entonces cómo es que nadie responde?
Ella pone los ojos en blanco y vuelve a pulsar el botón.
—¿En qué puedo ayudarle? —se oye la voz estridente de una mujer a través del intercomunicador.
—Hola, soy Steven Balizer… de la oficina de Arthur Stoughton —digo, recurriendo una vez más al nombre de los peces gordos.
—¿Extensión? —pregunta la mujer.
—2538 —contesto, rogando recordar correctamente el número directo de Balizer.
Miro a través del cristal translúcido con los ojos entrecerrados y alcanzo a ver a la mujer que me mira desde su escritorio. Gracias al cristal ahumado, sin embargo, sólo soy para ella un bulto amorfo con el pelo negro. Sonrío y le obsequio con mi mejor saludo de mosquetero.
Se produce una breve pausa, seguida del zumbido de un timbre eléctrico.
Detrás de mí, Gillian está a punto de abrir la puerta, pero interrumpe el gesto un instante después. No es ella quien entrará en ese lugar.
Yo avanzo y Charlie y Gillian retroceden.
—¿Estás preparado? —pregunta ella.
—Eso creo.
—¿Y sabes dónde debes reunirte con nosotros? —pregunta Charlie, caminando de espaldas por la rampa.
Asiento y me dirijo resueltamente hacia la puerta. Cuanto más tiempo permanezca aquí fuera, más sospechosa será mi actitud.
—A por ellos, hermano —musita Charlie mientras hago girar el pomo. Justo cuando estoy a punto de entrar, echo una última mirada por encima del hombro. Charlie y Gillian ya han desaparecido, perdidos entre la multitud de capitanes fluviales y hadas madrinas.
—¿Cómo se encuentra hoy? —me dice una dulce voz maternal desde el interior de la habitación.
Siguiendo el sonido hasta el escritorio de recepción, veo a una mujer menuda que lleva gafas con montura de plástico y una blusa de la Sirenita recamada. Pero cuando me aproximo al escritorio, miro a mi izquierda y descubro los servidores informáticos y las pantallas de vídeo que cubren las otras tres paredes. En el centro de la habitación, los servidores forman pasillos como en las bibliotecas y cubren la mayor parte del suelo a cuadros marrón y blanco. Sólo por el tamaño —cada servidor me llega casi a la cabeza— me recuerdan a un viejo sistema estereofónico, o a una de esos enormes superordenadores que se veían en las viejas películas de la NASA.
Por supuesto, mis ojos se dirigen directamente a la fila de equipamiento más antiguo. En la parte frontal de cada pequeña vitrina hay una etiqueta inconfundible: «Es un mundo muy pequeño… Carrusel de progreso… Piratas del Caribe… Peter Pan…» Cada atracción en su propio ordenador antiguo. Irreal.
Disponen de un sistema informático que percibe las nubes de tormenta de modo que saben cuándo deben sacar los paraguas y las sombrillas, pero cuando se trata de sus atracciones más famosas, en Disney siguen conduciendo un viejo Studebaker.
—Asombroso, ¿verdad? —pregunta la Sirenita—. Pero si no está…
Asiento y me vuelvo hacia su escritorio.
—¿Qué puedo hacer por usted? —añade.
—Llamé hace aproximadamente una hora; he venido a buscar esas copias de seguridad para Arthur Stoughton.
La mujer busca en una pila de papeles que tiene encima del escritorio.
—¿Y recuerda con quién habló sobre ese asunto en particular?
Echo otro rápido vistazo alrededor de la habitación. A mi derecha hay una puerta cerrada. La placa dice Ari Daniels. Por debajo de la puerta no se ve ninguna luz.
—Era con A. Andre… Ari…
—Típico de Ari —se queja la recepcionista—. Ya se ha marchado.
—¿Entonces cómo podría…?
—Le enseñaré cómo debe hacer para buscar un documento. Sólo necesito su identificación.
Me palpo el pecho, luego el bolsillo de la camisa, luego los bolsillos traseros de mis pantalones.
—Vaya, no me digas que… —Saco la billetera y finjo una búsqueda frenética—. Tengo la tarjeta en mi mesa… se lo juro… puede llamarles ahora mismo. Extensión 2538. Es sólo que… cuando Stoughton pierde los nervios… usted no puede entenderlo… si no conseguimos volver a cargar esta información, él…
—Relájate, cariño, yo tampoco quiero sufrir una jaqueca.
La mujer aparta la silla del escritorio, pasa por delante de la mesa y se dirige hacia las puertas cristaleras dobles en la esquina derecha de la habitación. Incluso en Disney World todo el mundo teme al jefe.
A través del cristal se puede ver el sueño húmedo de un chiflado de los ordenadores. Armarios color beige llenos de ordenadores y servidores de última generación cubren las paredes. Bobinas de cables rojos y azules sin cortar serpentean en el suelo. Y, en el centro de la habitación, en un banco de trabajo estilo laboratorio hay seis ordenadores, dos ordenadores portátiles, una docena de teclados, suministros eléctricos para copias de seguridad, y un montón de chips de memoria dispersos. Olvídate de los antiguos equipos que hay en la entrada, es aquí donde la Disney se gasta la pasta. Cuando entramos en la habitación, dos técnicos —uno grueso, el otro delgado, ambos asombrosamente bien parecidos— están inclinados sobre un monitor de pantalla extra plana. La recepcionista les saluda con la mano. Ninguno levanta la vista.
—Muy agradables —musito.
—Es por eso que no permitimos que se acerquen a los invitados.
A medio camino de la pared de la derecha hay un armario con el rótulo «Suministros». Encima del pomo de la puerta cuento tres cerraduras. La última es un teclado con código secreto. Igual que La Jaula. Suministros, ¡la hostia!
—Aún no comprendo por qué no guardan estas cosas en el Área de Servicio Norte —se queja mientras saca un manojo de llaves e introduce el código secreto en el teclado de la cerradura de seguridad.
—La mayor parte se encuentra allí —digo, comprobando que los tíos del departamento técnico no están mirando—. Sólo que es más seguro guardar aquí el material diario.
Al girar el pomo, la puerta se abre de par en par. En el interior de la habitación hay dos estanterías metálicas con cientos de cintas grabadas. Cintas que queremos; cintas que conseguiremos. En total debe de haber unas cuatrocientas, todas colocadas de lado, de modo que sólo sobresalen los lomos de las cintas. Al principio parece que se trata de casetes pequeños y cuadrados, pero al acercarnos compruebo que son más bien como las cintas de audio digitales que Charlie solía traer a casa de sus viejas sesiones de grabación.
—¿Qué es exactamente lo que está buscando? —pregunta la recepcionista.
—El…
Intranet
—digo, tratando de no parecer excesivamente abrumado.
La mujer recorre con las yemas de los dedos las etiquetas impresas con láser que están sujetas con celo en los bordes de cada estantería. «Alien Encounter… Buzz Lightyear… Country Bear Jamboree…»
—Dis-web 1 —anuncia, señalando una colección compuesta por siete cintas. El lomo de cada caja está rotulado con un día diferente de la semana, de lunes a domingo.
—¿Qué día necesita?
Si tuviese la posibilidad de hacerlo, me las llevaría todas, pero por ahora me conformaré con una.
—Ayer —le digo—. Exactamente ayer.
La mujer saca la cinta marcada «Miércoles», comprueba que la cinta esté en el interior del estuche de plástico, luego descuelga una tablilla sujetapapeles que está unida con velero al lado de la estantería.
—Rellene esto —dice, entregándome la tablilla y la cinta—. Y no olvide incluir su extensión.
Mi mano envuelve la caja de plástico que protege la copia de seguridad y tengo que hacer un gran esfuerzo para mantener la calma. Hay muchas cosas que hacer antes de que…
En la habitación de enfrente se oye claramente un zumbido. Alguien llama al timbre.
Siento un dolor en la ingle. Empiezo a garabatear el papel tan rápido como puedo.
—Chicos, ¿alguno de vosotros puede encargarse de la puerta? —les dice la recepcionista a los dos técnicos.
Ninguno de los dos levanta la vista.
El timbre vuelve a sonar y mi guía pone los ojos en blanco con una expresión de fastidio.
—Perdóneme un momento —dice y se aleja hacia su escritorio.
Solo en el pequeño gabinete, asomo la cabeza y trato de oír quién ha llegado. No hay discusiones ni alboroto. Todo está en orden. Echo un vistazo por encima del hombro a las otras seis cintas. El resto de la prueba y la única manera de estar absolutamente a salvo.
Miro por última vez a los dos técnicos. No parece importarles nada que no sea su trabajo. Entonces me vuelvo hacia las cintas. Si quiero resolver este asunto, debo darme prisa.
Cojo de la estantería la cinta que dice «Martes», abro la caja, guardo la cinta en el bolsillo y vuelvo a dejar la caja vacía en el estante. Recorro toda la semana repitiendo la misma acción con el resto de las cintas hasta tener los bolsillos llenos. Cuando he terminado, cojo la cinta del Miércoles y…
—¿Steven…? —me llama la recepcionista desde la otra habitación.
—¡Ahora estoy con usted! —contesto, saliendo rápidamente de la pequeña habitación al oír mi nombre falso. Tratando de no parecer demasiado excitado, atravieso las puertas cristaleras y regreso tranquilamente a la recepción.
—Justo a tiempo —dice ella—. Tus amigos están aquí.
Giro en la esquina de la habitación y me detengo. Mis manos se convierten en dos puños.
—Sólo queríamos asegurarnos de que estabas bien —tartamudea Charlie.
—Sí —añade Gillian. Ambos están de pie junto al escritorio de la recepcionista, pero ninguno de los dos se mueve.
«¿Qué estáis haciendo aquí?», le pregunto a Charlie con la mirada.
Él sacude la cabeza, negándose a responder.
—De modo que parece que esta noche celebran una fiesta por todo lo alto —dice la recepcionista.
«¿Fiesta?»
Y es entonces cuando les veo. Aparecen de pronto detrás de Charlie y Gillian. Oh, Dios.
—¡Ése es nuestro muchacho! —exclama Gallo, avanzando con una amplia e inquietante sonrisa—. Empezábamos a estar preocupados por ti.