Al comprobar la expresión de miedo en el rostro de Charlie, Gallo me rodea con un poderoso abrazo de oso, ciñéndome deliberadamente para que pueda sentir la presión de su arma contra mi pecho.
—Que te jodan, Oliver —susurra en mi oído.
—Supongo que has encontrado lo que necesitabas —añade DeSanctis, con el mismo acento jovial.
—Por supuesto que lo ha encontrado —dice Gallo al descubrir la cinta del miércoles que llevo en la mano—. Por eso es el mejor empleado de Disney. ¿No es verdad… Steven? —Pronuncia el nombre con su sonrisa de roedor y luego extiende la mano abierta entre ambos—. Ahora veamos lo que tienes ahí, compañero…
Me vuelvo hacia Charlie pensando en el arma que llevo en la parte posterior de los pantalones. Directamente detrás de Gillian y él, DeSanctis se acerca aún más a ellos. No puedo verle las manos. El estómago de Charlie se encoge hacia adelante, como si alguien estuviese apoyando algo en su espalda.
—No quisiera interrumpir —dice la recepcionista, evidentemente desconcertada—, ¿pero a qué departamento han dicho que pertenecían?
—No se preocupe, aquí todos somos amigos —bromea Gallo, sin apartar sus ojos de mí—. Ahora echemos un vistazo a esa cinta.
Pero yo no se la doy. Gallo me la arranca de las manos. No me resisto demasiado… no con un arma clavada en la espalda de Charlie.
—¿Hombre, por qué has cogido sólo la del miércoles? —pregunta Gallo, leyendo el día en el lomo—. Pensé que habías dicho que también necesitábamos las cintas de toda la semana… —Señalando hacia la recepcionista, añade—. ¿Puede ayudarnos a encontrar las que faltan?
La Sirenita, con los nervios a flor de piel, comienza a sentir pánico.
—Lo siento, señor, pero no puedo hacer nada hasta que no vea su identificación.
—Es que me la he dejado en la otra chaqueta —dice Gallo—. Pero puede utilizar la de nuestro amigo Steven.
—En realidad, no puedo hacerlo —contesta la mujer.
—Por supuesto que puede. Ya le ha permitido que cogiera la cinta que…
—No puedo hacerlo, señor. Y puesto que ésta es un área de acceso restringido, si no tiene su identificación, tendré que pedirles que se marchen.
—Solamente estamos buscando el resto de las cintas —dice Gallo, tratando de mantener la situación en un tono amable.
—¿Ha oído lo que acabo de decir, señor? Me gustaría que se marchara.
Gallo tensa la mandíbula. Su voz es puro papel de lija.
—Y a mí me gustaría que se comportase como una buena empleada y nos consiguiera lo que hemos venido a buscar.
—Muy bien, se acabó —dice la recepcionista mientras levanta el auricular del teléfono—. Pueden continuar esta discusión con Seguridad. Estoy segura de que a ellos les encantará…
Gallo saca violentamente su credencial del servicio secreto y la sostiene delante de las narices de la mujer.
—Aquí tiene mi identificación. Ahora, por favor, cuelgue el teléfono y consíganos esas cintas.
Los ojos de la mujer van de la credencial a Gallo, y luego a la credencial.
—Lo siento, pero tendrán que hablar con un supervisor…
—Me parece que no lo entiende —dice Gallo. Saca el arma de su chaqueta y apunta directamente entre los ojos de la recepcionista—. Cuelgue ese jodido teléfono y busque las cintas.
La recepcionista deja el auricular y las lágrimas le bañan el rostro.
—Tengo un niño de cuatro años…
—¡Las cintas! —grita Gallo.
Las manos de la mujer tiemblan visiblemente cuando las alza a la altura de la cabeza.
—Están en la otra habitación —balbucea.
—Muéstrenos dónde —le exige Gallo. Hace una seña a DeSanctis y añade—. Ve con ella.
Apartando a Charlie y Gillian, DeSanctis pasa entre ellos empuñando su pistola. Cuando la recepcionista ve el arma, las lágrimas fluyen más rápido.
—Una sonrisa de Mickey Mouse, quiero una bonita sonrisa de Mickey Mouse —le advierte DeSanctis, obligándola a dominarse mientras la empuja hacia las puertas cristaleras en la parte posterior de la habitación.
—Ven aquí… —dice Gallo, cogiéndome de la pechera de la camisa y empujándome hacia Charlie y Gillian. Tropiezo con mi hermano. Nuestras miradas se cruzan.
«Las cintas no están allí, ¿verdad?», pregunta Charlie con una mirada.
Paso la mano por el bolsillo trasero del pantalón. Gillian advierte el movimiento y sonríe.
—Quietos —insiste Gallo cuando recupero el equilibrio y me coloco junto a Charlie. Gallo me apunta con su arma, luego a Charlie, pero en ningún momento a Gillian, quien tiene la vista fija en el suelo.
—¿Estás bien? —susurro.
—¿Qué has dicho? —pregunta Gallo.
—Le he preguntado si estaba bien —digo.
Gallo se echa a reír.
—¿Qué?
Pero Gallo no puede parar de reír. La boca se le abre de oreja a oreja.
—Aún no lo sabes, ¿verdad?
—¿De qué está hablando?
—Lo dices en serio, ¿verdad? Realmente no…
—… lo que nos conduce finalmente a la Central DACS, el cerebro de todo el cuerpo —anuncia una voz joven y animada al tiempo que la puerta del DACS se abre de par en par. Detrás de nosotros, un tío rubio y con una camisa floreada guía a un grupo de veinte turistas hacia el interior de la ya atestada área de recepción.
Gallo esconde el arma detrás de la espalda. El grupo avanza, girando las cabezas para echar un vistazo al interior. A medida que van entrando, una mujer gruesa con pantalones cortos rosa y una gorra con visera haciendo juego pasa por delante de mí, Gillian y Charlie —sin siquiera darse cuenta— y conduce a todo el grupo directamente entre Gallo y nosotros.
—Lo siento, ¿estamos interrumpiendo? —pregunta el tío rubio en un perfecto tono de guía de excursiones.
—Sí. Están interrumpiendo —contesta Gallo con un gruñido. Nos mira fijamente a través de la multitud. Está preparado para sacar su arma, pero debe saber lo que ocurrirá si lo hace.
—Bien —bromea el guía mientras nosotros empezamos a retroceder—. Los invitados pasen por…
—Apártate de mi jodido camino —dice Gallo, empujándole con violencia. Trata de correr hacia nosotros, pero el grupo es demasiado compacto.
Charlie mira hacia la puerta. En cualquier momento DeSanctis descubrirá que en esas cajas no hay nada…
«Adelante», le señalo con un gesto a Charlie. Sale disparado hacia la puerta.
—¡No se muevan! —grita Gallo, levantando el arma.
Eso es todo lo que se necesita.
—¡Una arma! —grita una mujer. La multitud se rompe, todo el mundo corre y grita. La estampida ha comenzado. Los tres volamos hacia la puerta seguidos de la muchedumbre enloquecida.
Cuando llegamos a la entrada se oye un disparo. El cristal de la puerta estalla en mil pedazos que se esparcen por el suelo enmoquetado. Charlie avanza a toda velocidad tratando de abrirse paso a través del caos de turistas que chillan como condenados. Detrás de mí, Gillian corre agachada y aferrada a mi camisa. Nadie ha resultado herido. La habitación se vacía en el pasillo y los gritos reverberan a lo largo del túnel de cemento.
—¡No te detengas! —grito, empujando a Charlie. Salimos despedidos de la masa de turistas y corremos hacia el cuello del túnel. Mis pies golpean con fuerza contra la superficie de cemento. Charlie mira hacia atrás para asegurarse de que estoy bien. Es entonces cuando ve a Gillian, que sigue aferrada a mi camisa.
Su rostro lo dice todo.
«Piérdela.»
«¿Qué?»
«¡Piérdela!»
Gillian me suelta la camisa y sigue corriendo sola. Sin trastabillar… sin retrasarnos. Ella corre. Sus ojos azules claros buscan una salida. Tiene la boca abierta en una expresión de miedo. Charlie piensa que todo está claro. No lo está.
—Larguémonos de aquí —le digo.
Charlie aprieta las mandíbulas y acelera la carrera. Mientras avanzamos por el túnel, está sólo unos cuantos pasos por delante de mí. Él es más veloz que eso.
—¡Charlie, corre! —insisto.
—Quédate… conmigo —dice, cortando entre Pocahontas y un Drácula de la Mansión Encantada.
—¡Por la escalera! —grita Gillian cuando las puertas pasan como balas a ambos lados del túnel.
Pero Charlie sigue corriendo. No entiendo qué es lo que pretende hasta que el túnel comienza a describir una curva hacia la izquierda. Detrás de nosotros, los gritos de la multitud se van atenuando hasta casi desvanecerse en la distancia, reemplazados rápidamente por el eco de los pasos de quienquiera que nos esté persiguiendo. Me vuelvo para comprobar qué es lo que pasa, pero por culpa del arco del pasillo, no podemos ver a nuestros perseguidores. Lo que significa también que ellos no pueden vernos a nosotros.
—¡Ahora…! —dice Charlie, girando bruscamente a la derecha hacia un pequeño pasillo. Al llegar al final abre violentamente la puerta de metal y la mantiene abierta para nosotros. En el interior, una escalera pintada de amarillo apunta hacia arriba. Encabezo el ascenso, seguido de Gillian y con Charlie cerrando la marcha. Salvo los peldaños de dos en dos, describiendo una espiral hacia la cima. Gillian hace lo que puede, pero no es tan rápida.
—¡Muévete! —grita Charlie. Pasa junto a ella y continúa subiendo deprisa, colocándose entre Gillian y yo. Me toca el hombro y me insta a seguir.
—Voy tan deprisa como puedo —le digo.
Al llegar al rellano superior, ambos nos detenemos ante una puerta de metal cerrada. Nuestra respiración es agitada. La de Charlie más agitada que la mía. Han pasado casi tres días desde que tomó su medicación por última vez.
—¿Estás seguro de que te encuentras…?
—Estoy bien —insiste.
Pero cuando apoyo una mano en la barra de metal que abrirá la puerta de la escalera, Charlie pronuncia dos palabras que, desde que le conozco, jamás ha dicho.
—Ten cuidado.
Asiento y, con un ligero empujón, abro la puerta. Merced a todas las curvas del túnel no tenemos ni idea de dónde nos encontramos. Asomo la cabeza pero no alcanzo a ver prácticamente nada. La habitación está a oscuras, aunque parece estar vacía. Estamos en una habitación trasera… o quizá en un cuarto pequeño. Me deslizo en su interior y busco algunas referencias que puedan orientarme. Veo por encima del hombro que Charlie y Gillian cierran la puerta que da a la escalera y el resto de luz se desvanece. Al principio estoy completamente a ciegas, pero a medida que mis ojos se acostumbran a la oscuridad consigo divisar un destello de luz blanca justo delante de nosotros. Viene del otro lado… otra puerta.
Caminando como Frankenstein, con ambos brazos extendidos, palpo la pared y avanzo hacia la puerta. Hago girar el pomo y pasamos a la habitación contigua, que está igualmente oscura. Esta vez, sin embargo, hay alguien en…
¡BANG!
Suena un disparo y me agacho tan rápido como puedo. Detrás de mí un cuerpo golpea contra el suelo. Me vuelvo y extiendo la mano… pero no puedo encontrar a Charlie.
—¡Venga, moveos! —gritó Joey mientras golpeaba con furia la bocina detrás del Lincoln Town Car azul con la matrícula personalizada «grndpa7». Atrapada en la enorme cola de coches y camionetas alquilados llenas de pasajeros que entraban lentamente en el aparcamiento de Walt Disney World, Joey estaba a punto de arrancar el volante del salpicadero—. ¡Sí, usted! ¡Pise el acelerador y lleve su bote sobre ruedas a Dopey 110! ¡Sólo tiene que seguir a los otros coches! ¡Dopey 110!
—¿Acaso no estás disfrutando de tu experiencia Disney? —preguntó Noreen en su oído.
—¡Por fin! —anunció Joey al llegar al primer lugar de la cola. Estaba a punto de acelerar, pero un empleado de Disney con un chaleco amarillo estaba bloqueando el camino y haciendo señas de que se desviase a la izquierda como si fuese el encargado de las señales de una pista de aterrizaje.
—Todos los vehículos hacia la izquierda, señora —gritó con la mayor amabilidad posible.
Joey frenó en seco, negándose a girar hacia ninguna parte.
—¡Necesito llegar a la puerta principal! —dijo.
—Todos los vehículos hacia la izquierda —repitió el empleado de amarillo.
Joey permaneció en su sitio.
—¿Acaso no ha oído lo que…?
Unos segundos más tarde, otros dos empleados se acercaron a su ventanilla.
—¿Señora, tiene algún problema?
—Necesito llegar a la puerta principal. ¡Ahora!
—Ya sabe que nuestros tranvías pasan cada pocos minutos y… —dijo el más bajo de los dos.
—Lo siento, señora —añadió el otro empleado—. Pero a menos que lleve una pegatina de persona discapacitada, tendrá que aparcar aquí como todo el mundo y…
Joey sacó la credencial de su padre y la plantó en las narices del empleado.
—¿Sabes lo que significa esto, Walt? ¡Significa que no voy a aparcar en Dopey 110!
Los dos empleados se apartaron sin decir nada y le hicieron señas al tío de amarillo para que la dejara pasar. Joey pisó el acelerador y se dirigió hacia las puertas principales del Reino Mágico.
—Al suelo —me insta Charlie, tirando de mi pierna.
Golpeo con violencia la moqueta y siento un dolor lacerante en la punta del mentón. En el extremo derecho se ve la silueta de nuestro agresor, de pie en una esquina, tratando de ver algo entre las sombras. Está agachado. Cargando su arma…
Pero no pienso darle otra oportunidad. Me levanto y me lanzo hacia la silueta que se recorta en la oscuridad. Se oye otro estallido. Pero no es un disparo… una explosión… una tras otra… como si se tratara de un castillo de fuegos artificiales. Antes incluso de que nuestro agresor se dé cuenta de que estoy allí, caigo sobre él y enlazo ambos brazos alrededor de su cintura. Es como placar a una aspiradora. Caemos al suelo con un sonido metálico.
La sala comienza a iluminarse lentamente y puedo ver a la persona que tengo inmovilizada sobre la moqueta. Es John F. Kennedy.
—En esta Sala de los Presidentes, nos reflejamos en un espejo de nosotros mismos —la voz grabada de Maya Angelón resuena en el otro lado del telón azul. A lo largo de la pared hay un robot de Andrew Jackson al que le falta una pierna, un cesto de mimbre lleno de corbatas y pajaritas y una cabeza de gomaespuma con una peluca velluda que lleva la inscripción «Bill Clinton». Son los bastidores, sólo son los bastidores.
—Damas y caballeros… ¡el presidente de Estados Unidos! —anuncia Maya Angelou. Suenan las trompetas, la multitud aplaude, y yo alzo la vista hacia el techo, donde unas roldanas automáticas levantan el telón. El telón de terciopelo azul que nos oculta aún está en su sitio.