—¿Qué estás haciendo? —preguntó Noreen ansiosamente—. ¿Dónde estás ahora?
Joey no contestó. Metió en los bolsillos todo lo que necesitaba y cruzó la calle.
—¿No pensarás volver al apartamento, verdad?
—No —dijo Joey, apretando el paso.
—He escuchado que revolvías la caja con el equipo, dime qué estás haciendo.
Joey se detuvo delante del coche de Gallo y DeSanctis.
—Han quitado todo mi equipo, Noreen, y tú sabes lo que significa volver mientras ellos están escuchando…
—Espera un momento… no estarás… —El ruido de la puerta de un coche al cerrarse cortó momentáneamente la comunicación—. Joey, por favor, dime que no estás en el coche del servicio secreto.
—De acuerdo, no estoy en su coche.
Joey miró su reloj. No disponía de mucho tiempo. Podía parecer que estaban ayudando a Maggie a subir las escaleras, pero probablemente era sólo la manera que tenía Gallo de echar otro vistazo al apartamento. Joey miró el edificio por encima del hombro. Dos minutos como máximo.
Joey extendió la mano hacia la luz cenital que iluminaba el interior del coche, le quitó la cubierta de plástico y los dos anillos que sujetaban la diminuta bombilla.
—Ellos empezaron, Noreen.
—¿Ellos empezaron? ¡Estás instalando micrófonos al servicio secreto de Estados Unidos! ¡Ese coche es propiedad federal!
—También es el único lugar donde a esos cabrones no se les ocurrirá mirar —señaló Joey—. Joder, están tan seguros de sí mismos, incluso han dejado las puertas abiertas.
Conectó el diminuto micrófono al cable rojo que estaba unido a la bombilla. Era un truco que había aprendido hacía años. La luz cenital de un vehículo era uno de los pocos lugares que siempre tenía fluido eléctrico, incluso cuando el coche no estaba en marcha. Con el micro colocado allí, podías espiar a alguien durante meses. Sólo se requería un pequeño riesgo.
—Joey, por favor, volverán en cualquier momento…
—Ya casi he terminado… —Colocó la cubierta de plástico nuevamente en su sitio, se trasladó a la parte trasera y se agachó debajo del asiento del conductor. Ese era otro de los lugares fáciles de alcanzar que siempre tenía fluido eléctrico. Y gracias a una mejora en los vehículos de las fuerzas de la ley, el coche de Gallo estaba provisto de asientos con transmisión eléctrica.
Buscó con los dedos el cableado que salía del suelo, sujetó con una grapa un cable rojo y conectó el otro extremo a una caja negra que parecía un móvil anticuado, pero sin teclado.
—Joey, no dudarán en meterte en la cárcel…
Alzó la cabeza para echar un vistazo hacia la calle por la ventanilla lateral y vio una luz brillante. En el interior del edificio. Las puertas del ascensor se abrieron. Ahí vienen. Menos de treinta segundos. Haciendo un esfuerzo para evitar que le temblasen las manos, sacó un último artilugio del bolsillo. Era un puntero extensible con un pequeño gancho en un extremo. Extendiéndolo en sus sesenta centímetros, lo unió a la antena de alambre que salía de la caja negra y lo encajó debajo de la base del asiento.
—Joey, vete de ahí…
Con un tirón brusco ensartó el puntero —y la antena— en la parte posterior del asiento. Estaba completamente fuera de la vista, pero aun así en un ángulo perfecto para enviar una señal a través del techo. Un GPS casero en funcionamiento.
—Llámalo —susurró.
—¿Qué? —preguntó Noreen.
—¡Llámalo!
Joey metió a toda prisa la caja negra debajo del asiento, y la aseguró en su sitio con una plancha magnética. Ya estaba. Era hora de largarse de allí.
A través de la ventanilla trasera pudo ver a Gallo y DeSanctis que se acercaban por la acera. Estaban a menos de veinte metros. Era demasiado tarde. Un sonido agudo rasgó la noche y Gallo se detuvo. DeSanctis también.
—Aquí Gallo —dijo, contestando al móvil. Los dos agentes se volvieron hacia el edificio. Eso era todo lo que Joey necesitaba. Con un movimiento felino salió del coche por la puerta trasera y se escabulló hacia la otra acera.
—Lo siento, número equivocado —dijo Noreen en la oreja de Joey.
Gallo cerró su teléfono y se dirigió hacia el coche. Al abrir la puerta miró calle arriba. Joey estaba sentada en el capó de su coche.
—¿Han tenido suerte allí arriba? —gritó.
Gallo decidió ignorarla, ocupó el asiento del conductor y cerró la puerta con violencia. La luz cenital se apagó. Joey sonrió.
Después de bajar del avión en el Aeropuerto Internacional de Miami, me pego a la multitud y me confundo con la masa de pasajeros recién llegados que son asfixiados por sus seres queridos. No resulta difícil establecer la diferencia entre los nativos y los visitantes: nosotros llevamos mangas largas y chaquetas; ellos llevan pantalones cortos y bañadores. Cuando el grupo se disgrega en dirección a las cintas transportadoras de equipaje, examino la terminal buscando a Charlie. No le veo por ninguna parte.
A nuestro alrededor, las tiendas y los quioscos del aeropuerto están cerrados. Barras metálicas protegen los escaparates; las luces están apagadas. Es más de medianoche y todo el lugar no es más que una ciudad fantasma de viajeros. Veo el letrero de los lavabos de caballeros y, conociendo la diminuta vejiga de Charlie, giro a la derecha y me dirijo a los urinarios. Sólo hay un tío obeso con un suéter de Florida Marlins. Echo un vistazo a los reservados. Todos vacíos.
Regreso rápidamente a la terminal, paso junto al árbol de Navidad y la menorá en exhibición, acelero el paso y desciendo velozmente por las escaleras mecánicas. Charlie sabe que debía esperarme cuando bajásemos del avión. Si no lo ha hecho… me detengo bruscamente. No hay ninguna razón para pensar lo peor.
Me alejo de las escaleras mecánicas y me encuentro en la zona de las cintas de equipaje, comprobando todos los rincones. Paso junto a los mostradores de alquiler de coches… a las cintas transportadoras… Charlie no está. A mi derecha hay una fila de teléfonos, y junto a uno de ellos una mujer hispana ríe pegada al auricular. Más allá de los teléfonos hay un puesto de fax y correos electrónicos, donde un hombre con gafas de sol oscuras…
¿Gafas de sol oscuras?
Aflojo el paso, tentado de dar media vuelta y alejarme de allí. Si el tío es del servicio secreto, no pienso ofrecerme en bandeja de plata. Pero justo cuando estoy a punto de cambiar de dirección… justo cuando me acerco… se vuelve como si yo no estuviese allí. Paso junto a él. Ni siquiera levanta la vista. Y es entonces cuando lo comprendo, estamos en Miami, las gafas de sol forman parte del paisaje. Siempre que nadie sepa quiénes somos, no hay razón alguna para…
—Perdón… ¿señor? —pregunta una voz áspera. Siento una mano pesada en el hombro.
Me vuelvo y me encuentro a un hombre negro que lleva un uniforme de mozo de cuerda. Me mira directamente a los ojos y me entrega una hoja de papel doblada. Su voz es seca y fría.
—Esto es para usted… —dice.
Cojo el papel y lo abro rápidamente. Hay una sola palabra escrita con bolígrafo negro: «Espérame.» Sin firma.
La letra me recuerda a la de Charlie, pero es ligeramente diferente. Como si alguien estuviese tratando de imitarla.
Miro por encima del hombro. El tío de las gafas de sol se ha marchado.
—¿Quién le dio esto? —le pregunto al mozo de cuerda.
—No puedo decírselo —me dice—. Ellos dijeron que echaría a perder la sorpresa.
—¿Ellos? —pregunto ansiosamente—. ¿Quiénes son ellos?
El hombre da media vuelta y se aleja.
—Feliz Navidad…
Un timbre comienza a sonar en la enorme sala. Una alarma. Un segundo más tarde, la cinta transportadora comienza a zumbar. Nuestro equipaje finalmente está aquí.
Conteniendo el aliento, miro al mozo de cuerda que lleva su carrito hasta la cinta transportadora. A su alrededor se colocan los pasajeros que han llegado conmigo en el avión. Un universitario con una camiseta que lleva escrito «El capitalismo se tambalea». Un abogado con una mancha de tinta en el bolsillo superior del traje. Una mujer de expresión airada y un falso bronceado de Nueva York. Juro que todos alzan la vista y me estudian.
Miro la nota que me tiembla en las manos. ¿Qué coño está pasando? Teníamos un plan: entrar y salir juntos. No es posible que se haya marchado solo… no a menos que alguien le haya obligado a…
Siento un enorme vacío en el pecho. Corro hacia la puerta más próxima, pasando a través de la multitud, pero en el momento en que salgo me golpea una ola de calor de Florida que llega directamente a mis pulmones. Mientras un charco de sudor me empapa la espalda, caigo en la cuenta de que aún llevo puesto el abrigo. Echo los brazos hacia atrás y lucho como un poseso para quitármelo. Sólo quiero encontrar a Charlie.
Alguien me coge del hombro por detrás. Cierro el puño, dispuesto a girarme y golpear. Entonces oigo la voz.
—¿Estás bien, Ajab? —pregunta Charlie.
Me vuelvo para comprobarlo personalmente. Allí está él, hoyuelos en las mejillas y una sonrisa de cachorro juguetón. No sé si abrazarle o asesinarle, de modo que me limito a sacudirle por el hombro.
—¿Qué coño…? —Una mujer nos mira desde la parada de taxis y bajo la voz hasta convertirla en un susurro—. ¿Qué coño pasa contigo? ¿Dónde te habías metido?
—¿No recibiste mi nota? —susurra él a su vez.
—O sea que tú… —Le llevo hacia un lado, más allá de la cola de gente que espera un taxi para que nadie pueda oírnos—. ¿No recuerdas lo que nos dijo Oz? ¡No hablar con nadie! ¡Eso incluye a los mozos de cuerda! —siseo.
—Bueno, no te pongas así, pero se trataba de una emergencia.
—¿Qué clase de emergencia?
Alza la vista pero no contesta.
—¿Qué? —pregunto—. ¿Qué has hecho?
No hay respuesta.
—Joder, Charlie, no habrás…
—No quiero hablar de ello, Oliver.
—La has llamado, ¿verdad?
El tono de su voz es tan bajo que casi se desvanece.
—No debes preocuparte por eso, lo tengo todo controlado.
—¡Dijimos que no la llamaríamos! —insisto.
—Ella es nuestra madre, Ollie y, lo que es más importante, uno de nosotros aún vive con ella. Si no le daba noticias nuestras hubiese sufrido un infarto.
—De acuerdo, ¿y qué crees que le angustiará más, no saber nada de nosotros durante un par de noches o tener que organizar nuestros funerales después de que los tíos del servicio secreto nos cojan y nos entierren? Estarán controlando todas las llamadas.
—¿De verdad? No se me había ocurrido pensar en ello… a pesar de que es algo que se puede ver en todas las películas que se han hecho sobre fugitivos. —Dejando a un lado el sarcasmo, añade—. ¿Quieres hacer el favor de confiar en mí aunque sólo sea por una vez? Créeme, lo he hecho muy bien. Quienquiera que estuviese escuchando… no habrá oído ni una sola palabra.
—¿Cómo vamos? —preguntó Gallo.
—Sólo necesito un segundo —dijo DeSanctis desde el asiento del acompañante. En su regazo, sus dedos se movían sobre el teclado de lo que parecía un ordenador portátil estándar. Un examen más profundo, sin embargo, revelaba que las únicas teclas activas eran los números alineados en la parte superior del teclado, que DeSanctis utilizaba para ajustar el receptor que estaba perfectamente oculto en su interior. Era como sintonizar un aparato de radio: encuentre la frecuencia adecuada y escuchará su canción favorita. Buscando y pulsando a lo largo de la fila, tecleó los números que le habían dado los tíos de la División de Seguridad Técnica: 3.8 gigahertz… 4.3 gigahertz… Cuanto más cerca estuviesen de las frecuencias de microondas, más difícil les resultaría interceptarlas a los tíos de fuera. Añade un código a una señal de frecuencia alterna y les resultará prácticamente imposible. Con la señal moviéndose permanentemente a través del dial, ahora era una estación de radio fabricada para dos.
DeSanctis pulsó los dígitos finales. En la pantalla, una pequeña ventana cobró vida en la esquina inferior izquierda. A medida que aparecía progresivamente y los colores se volvían más nítidos, ambos tuvieron una perfecta imagen digital de Maggie Caruso inclinada sobre la mesa baja que había en el centro de la sala de estar, como si estuviese a punto de vomitar sobre ella. Sus puños crispados frotaban la superficie de madera. Las piernas cedieron y cayó de rodillas en el suelo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Gallo—. ¿Está enferma?
—Es sólo un momento… —DeSanctis marcó un número final y la voz de la señora Caruso resonó en los altavoces incorporados.
—… cias… gracias, Dios mío! —exclamó mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Agitó la cabeza y esbozó una dolorosa pero inconfundible sonrisa—. Cuida de ellos… por favor, cuida de ellos…
—¿Qué coño está pasando? —vociferó Gallo.
DeSanctis abrió la boca.
—¡La han llamado! —dijo Gallo—. ¡Esos cabrones acaban de llamarla!
Manipulando furiosamente el teclado, DeSanctis abrió otra ventana en el ordenador portátil. «Caruso, Margaret - Plataforma: telefonía.»
—¡Eso es imposible! —dijo DeSanctis, leyendo la pantalla— Lo tengo todo aquí, está en blanco, no ha llegado nada; no ha salido nada.
—¿Fax? ¿Correo electrónico?
—No para la costurera. Ni siquiera tiene ordenador.
—Tal vez los hermanos llamaron a la casa de uno de los vecinos.
DeSanctis señaló la imagen de vídeo que aparecía en la pantalla. En el fondo, detrás de la señora Caruso, se veía claramente la puerta del apartamento.
—Los técnicos estuvieron vigilando desde que llegamos aquí. Incluso teniendo en cuenta los dos minutos que llevó montar esto, hubiésemos visto a alguien entrando y saliendo…
—¿Entonces cómo coño consiguieron comunicarse con ella?
—No tengo ni idea… tal vez…
—¡No quiero ningún tal vez! ¡No es momento de adivinanzas! —gritó Gallo—. ¡Está claro que esa mujer tiene algo que le permite hablar con sus hijos; no me importa si un vecino está transmitiendo en código Morse a través del radiador, quiero saber qué es!
«¡Está claro que esa mujer tiene algo que le permite hablar con sus hijos; no me importa si un vecino está transmitiendo en código Morse a través del radiador, quiero saber qué es!» Mirando calle arriba hacia el coche de Gallo y DeSanctis, Joey se apoyó en el asiento y bajó el volumen de su receptor portátil. Aunque sólo fuera un único micrófono instalado en una luz cenital había hecho un excelente trabajo.