—Por cierto —añade Lapidus—, ¿tuviste una conversación agradable con Kenny?
—Ah, sí —digo mientras me alejo—. Fue muy bien.
Mientras lucho contra el vértigo que me machaca la cabeza recorro el pasillo casi corriendo. La mirada al frente. Mantener el rumbo. Para cuando llego a La Jaula tengo todo el cuerpo entumecido. Manos, pies, pecho… no siento nada. De hecho, cuando me dispongo a abrir la puerta, tengo las manos tan sudadas, y el tirador está tan frío, que creo que me quedaré soldado a él. Mi estómago me implora que me detenga, pero es demasiado tarde, la puerta se está abriendo.
—Ya era hora —dice Mary cuando entro en La Jaula—. Me tenías preocupada, Oliver.
—¿Bromeas? —pregunto; sonrío enviando ansiosos saludos a los otros cuatro compañeros de oficina que alzan la vista cuando atravieso la alfombra—. Aún dispongo de tres… —La puerta se cierra a mis espaldas y el ruido me sobresalta. Casi lo había olvidado… en La Jaula la puerta se cierra automáticamente.
—¿Estás bien? —pregunta Mary, cambiando inmediatamente a gallina clueca.
—Sí… por supuesto —digo, luchando por guardar la compostura—. Estaba diciendo… que aún nos quedan al menos tres minutos…
—Y en el peor de los casos, siempre puedes hacerlo tú solo, ¿verdad?
Mientras hace la pregunta quita una pequeña mancha del cristal de la fotografía de su hijo mayor. La que oculta la contraseña…
—Escucha, con respecto a Tanner Drew… —imploro—. No debí… lo siento…
—Estoy segura de que lo sientes. —Baja la cabeza, negándose a mirarme. No hay duda, está a punto de estallar. Pero, de repente, su risa aguda atraviesa la habitación. Luego Polly, que se sienta junto a Mary, se une a ella. Luego lo hace Francine. Todos ellos ríen—. Venga, Oliver, sólo estamos bromeando —añade finalmente Mary con una enorme sonrisa en los labios.
—¿No estás furiosa conmigo?
—Cariño, hiciste lo mejor que podías con lo que tenías… pero si alguna vez te encuentro utilizando mi contraseña otra vez…
Me encojo ligeramente, esperando el resto de la amenaza.
Mary vuelve a sonreír.
—Es una broma, Oliver… una sonrisa no te matará. —Me quita de las manos la pila de cuentas abandonadas y me golpea el pecho con ellas—. Te tomas las cosas demasiado en serio, ¿lo sabías?
Trato de responder, pero no sale ningún sonido. Sólo veo los formularios mientras se agitan en el aire.
Mary se vuelve hacia su ordenador y coloca el montón de documentos en el sujetapapeles unido a su monitor. Ella sabe cuál es el plazo límite. No hay tiempo que perder. Afortunadamente, las transferencias ya están introducidas, sólo tiene que incluir el destino de cada una de ellas.
—No entiendo por qué se queda el estado con este dinero —añade cuando abre el archivo correspondiente a «Cuentas abandonadas»—. Personalmente preferiría que fuesen a obras de caridad…
Dice algo más, pero queda ahogado por la sangre que corre por mis oídos. En la pantalla, una cuenta de veinte mil dólares queda atrapada en la División de Fondos No Reclamados de Nueva York. Luego una de trescientos un dólares. Luego una de doce mil dólares. Una tras otra, Mary se abre paso a través de la pila de cuentas destinadas al estado. Una tras otra, pulsa el botón «Enviar».
—De modo que creo que podrás robarlo —dice Mary finalmente.
Siento una punzada caliente en las piernas, como si alguien me estuviese clavando un cuchillo en el muslo. Apenas puedo manienorme en pie.
—¿Cómo dices?
—He dicho que podremos hacer ese viaje para esquiar —dice Mary—. La rodilla de Justin no está tan mal como pensábamos. —Se gira y me sorprende enjugándome el sudor de la frente—. ¿Seguro que te encuentras bien, Oliver?
—Sí, seguro —contesto—. Es sólo uno de esos días.
—Parece más uno de esos años por la forma en que corres de un lado para otro todo el día. Te lo advierto, Oliver, si no comienzas a tomarte las cosas con calma la gente de aquí acabará contigo.
No se pueden discutir los hechos.
Mary va pasando las hojas; finalmente llega a la transferencia de cuatrocientos mil dólares a alguien llamado Alexander Reed. Espero que haga algún comentario por la cifra pero, a estas alturas, ya está acostumbrada. Lo ve cada día.
Y yo también. Cheques por valor de cientos de miles de dólares… encontrar decoradores para sus villas en la Toscana… el
chef
de postres de L'Aubergine que conoce exactamente la consistencia quebradiza que les gusta en el soufflé de chocolate. Es una vida agradable. Pero no es la mía.
A Mary le lleva un total de diez segundos teclear el número de la cuenta y pulsar «Enviar». Diez segundos. Diez segundos para cambiar mi vida. Es lo que mi padre siempre buscó, pero jamás pudo encontrar. Finalmente… una salida.
Mary se humedece con la lengua las puntas de los dedos, pasa a la segunda página de la pila y luego baja los dedos al teclado. Aquí está: Duckworth y Sunshine Distributors.
—¿Qué harás este fin de semana? —pregunto con voz acelerada.
—Pues, lo mismo que cada fin de semana del mes pasado; tratar de superar a todos mis parientes comprándoles mejores regalos de los que ellos me compraron a mí.
En la pantalla aparece el nombre de nuestro banco en Londres. C.M.W. Walsh Bank.
—Eso suena genial —digo vagamente.
Dígito tras dígito, sigue el número de la cuenta.
—¿Eso suena genial? —Mary se echa a reír—. Oliver, realmente tienes que salir más.
El cursor se mueve hacia el botón de «Enviar» y comienzo a despedirme. Aún podría impedirlo, pero…
El icono de «Enviar» parpadea, se pone en negativo y luego vuelve a aparecer. Las palabras son muy pequeñas, pero las conozco como la gran E en la tabla de los oculistas:
«Status: Pendiente.»
«Status: Aprobado.»
«Status: Pagado.»
—Escucha, debo regresar a mi despacho…
—No te preocupes —dice Mary sin siquiera volverse—. Puedo terminarlo desde aquí.
Mientras contemplaba la pantalla de su ordenador y se pasaba la lengua por una llaga que tenía en el interior del labio inferior, no tuvo más remedio que reconocerlo, nunca pensó que Oliver fuese capaz de hacerlo. Charlie, quizá. Pero no Oliver. Es cierto que, en algunas ocasiones mostraba momentos de grandeza… el incidente de Tanner Drew había sido el más reciente… pero en el fondo, Oliver Caruso seguía tan asustado como el día en que comenzó a trabajar en Greene & Greene.
No obstante, la prueba estaba ahí, y en este momento todo parecía indicar que el pastel estaba a punto de ser enviado a Londres, Inglaterra. Empleando la misma técnica que sabía que Shep usaba, buscó la cuenta de Martin Duckworth y examinó la columna marcada «Actividad actual». La última entrada «Saldo de la cuenta al C.M.W. Walsh Bank», seguía señalada como «Pendiente». Ya no tardaría mucho.
Sacó una pluma del bolsillo de la chaqueta y apuntó el nombre del banco, seguido del número de la cuenta. Seguro que podía llamar al banco de Londres… tratar de apoderarse del dinero… pero para cuando hubiese terminado la operación, el dinero ya habría desaparecido. Además, ¿por qué interferir ahora?
El teléfono comenzó a sonar y descolgó el auricular inmediatamente.
—¿Hola? —contestó él con su seguridad habitual.
—¿Y bien…? —preguntó una voz ronca y desagradable.
—¿Y bien qué?
—No bromees conmigo —le advirtió el hombre—. ¿Lo han cogido?
—En cualquier momento… —dijo sin apartar los ojos de la pantalla. En el extremo inferior de la cuenta se produjo un rápido parpadeo y «Pendiente» se convirtió en «Pagado».
—Ahí va —añadió con una amplia sonrisa. Shep… Charlie… Oliver… si supiesen lo que se avecinaba.
—¿O sea que ya está? —preguntó el hombre.
—Ya está —contestó—. La bola de nieve ha comenzado a rodar oficialmente.
Alguien me vigila. No advertí su presencia cuando me despedí de Lapidus y salí del banco; eran más de las seis y el cielo de diciembre ya estaba oscuro. Tampoco le vi cuando me seguía por las sucias escaleras que llevaban a la estación del metro o a través del torniquete; a esa hora hay demasiada gente cambiando de trenes en los hormigueros urbanos como para advertir la presencia de nadie. Pero cuando llego al andén del metro juro que oigo que alguien susurra mi nombre.
Me giro para comprobarlo pero lo único que veo es la típica multitud que ha salido de sus trabajos en Park Avenue: hombres; mujeres; altos; bajos; jóvenes; viejos; unos pocos negros; la mayoría blancos. Todos ellos con abrigos o gruesas chaquetas. La mayoría con los ojos fijos en algún libro o periódico —unos cuantos parecen abstraídos en la música que sale de sus auriculares— y uno, justo cuando me giro, levanta rápidamente su ejemplar del
Wall Street Journal
para cubrirse la cara.
Estiro el cuello todo lo que puedo para echarle un vistazo a los zapatos o a los pantalones —cualquier cosa que pueda darme una pista— pero a la hora punta la densidad de la muchedumbre es demasiado compacta. No tengo ganas de correr riesgos, de modo que avanzo hacia un extremo del andén para alejarme del hombre del
Journal
. En el último segundo, me giro rápidamente y miro por encima del hombro. Unas cuantas personas más se unen a la compacta masa pero, en general, nadie se mueve. Nadie salvo el hombre, quien, como el malo de una pésima película sobre la guerra fría, levanta nuevamente el periódico para cubrirse la cara.
No pierdas los nervios, me digo, pero antes de que mi cerebro responda a esa orden, un ruido sordo llena el aire. Ahí llega el tren, que entra en la estación a toda velocidad y agita mi pelo. Me paso los dedos por la cabeza para volver a ponerlo en su sitio y echo un último vistazo al andén. Cada diez metros hay una pequeña multitud que empuja hacia una puerta abierta. Ignoro si ha subido a alguno de los vagones o ha abandonado la persecución, pero el hombre del
Journal
ha desaparecido.
Me abro paso hacia el vagón atestado ya de gente, donde quedo aplastado entre una mujer hispana que lleva un abultado anorak y un tío calvo con un abrigo de llamativos colores. A medida que el tren avanza hacia el centro, la multitud comienza a diluirse y algunos asientos quedan vacíos. De hecho, cuando hago el transbordo en Bleecker y cojo el tren de la línea D en la parada de Broadway-Lafayette, toda la gente del centro vestida a la moda con zapatos negros, tejanos negros y chaquetas de cuero negro sale del metro. No es la última parada antes de llegar a Brooklyn, pero es la última parada
guay
.
Aprovecho el espacio libre del vagón y me apoyo en una barra de metal próxima. Es la primera vez desde que salí de mi despacho que puedo recuperar el aliento. Es decir, hasta que veo quién me está esperando en el extremo del vagón: el hombre oculto detrás del
Wall Street Journal
.
Sin las multitudes y la distancia, me resulta fácil echarle un rápido vistazo. Es todo lo que necesito. Me dirijo hacia él sin pensarlo dos veces. Levanta el periódico un poco más, pero es demasiado tarde. Se lo quito de un manotazo y descubro quién me ha estado siguiendo los pasos durante los últimos quince minutos.
—¿Qué diablos haces aquí, Charlie?
Mi hermano intenta una sonrisa traviesa, pero es inútil.
—¡Contéstame! —exijo.
Charlie levanta la vista, casi impresionado.
—Vaya… «Starsky y Hutch» al completo. ¿Y si hubiese sido un espía… o un tío con un garfio?
—Vi tus zapatos, estúpido. Ahora dime, ¿qué crees que estás haciendo?
Con un gesto de la barbilla, Charlie señala a los pasajeros del vagón que ahora nos están mirando. Antes de que pueda reaccionar, se escabulle y se dirige hacia el otro extremo, invitándome a que le siga. Mientras recorremos el vagón, unas cuantas personas alzan la vista, pero sólo durante un segundo. Típico de Nueva York.
—¿Ahora quieres decirme de qué va todo esto o simplemente debo añadirlo a tu siempre creciente lista de acciones estúpidas? —le digo mientras continuamos avanzando a través del vagón.
—¿Siempre creciente? —pregunta, avanzando entre los pasajeros—. No sé a qué te…
—Con Shep —le interrumpo; siento la vena que late en mi frente—. ¿Cómo pudiste darle el destino final de la transferencia?
Volviéndose hacia mí, pero sin aminorar el paso, Charlie agita una mano en el aire como si fuese una pregunta absurda.
—Venga, Oliver, ¿todavía estás molesto por eso?
—Maldita sea, Charlie, ya está bien de bromas —digo, alcanzándole—. ¿Acaso tienes idea de lo que has hecho? Quiero decir, ¿alguna vez, por casualidad, te detienes a pensar en las consecuencias de tus actos o simplemente saltas del precipicio, feliz de ser el tonto del pueblo?
En el extremo del vagón, se para en seco y se vuelve para mirarme fijamente.
—¿Te parezco un estúpido?
—Bueno, considerando lo que has…
—No le di nada a Shep —dice Charlie en voz baja—. No tiene idea de dónde está.
No digo nada mientras el tren entra en Grand Street, la última parada de metro en Manhattan. En el instante en que se abren las puertas, docenas de hombres y mujeres chinos encorvados llenan el vagón cargados con bolsas de plástico rosa que apestan a pescado fresco. A Chinatown a comprar comestibles, luego de regreso a Brooklyn en metro.
—¿De qué estás hablando? —pregunto.
—Cuando le mostré a Shep la Hoja Roja… señalé otro banco. Lo hice a propósito, Ollie. —Se acerca y añade—. Le di un lugar elegido al azar en Antigua donde no tenemos nada. Ni un centavo. Naturalmente, y ésta es realmente la mejor parte, estabas tan ocupado gritando que Shep se creyó hasta la última palabra. —Me lleva un minuto procesar la información—. No te comas el coco, Oliver. No dejaré que nadie se lleve nuestro dinero.
Con un fuerte tirón intenta abrir la puerta de servicio que comunica los dos vagones. Está cerrada con llave. Molesto, pasa junto a mí y echa a andar exactamente en la dirección por la que hemos venido. Antes de que pueda decir nada, el tren comienza a moverse… y mi hermano se pierde entre la multitud.
—¡Charlie! —grito, corriendo tras él—. ¡Eres un genio!
—Aún no comprendo cuándo lo planeaste —digo cuando caminamos por las destrozadas aceras de la Avenue en Sheepshead Bay, Brooklyn.
—No lo hice —admite Charlie—. Se me ocurrió mientras doblaba la Hoja Roja.
—¿Me tomas el pelo? —pregunto, echándome a reír—. Joder, tío… ¡nunca sabrá qué ha pasado!