Espero a que él también se eche a reír, pero eso no sucede. Sólo silencio.
—¿Qué? —pregunto—. ¿No puedo estar feliz porque el dinero está a salvo? Sólo me siento aliviado de que tú…
—Oliver, ¿has oído lo que dices? Te pasas todo el día lamentándote y diciendo que tenemos que tomarnos las cosas con calma, pero en el momento en que te digo que he engañado a Shep, comienzas a actuar como el tío que consiguió el último par de billetes para subir al Zeppelin.
Mientras avanzamos calle arriba observo los escaparates de las tiendas familiares que salpican el paisaje de la U Avenue: pizzerias, estancos, zapaterías de rebajas, una barbería en franco declive. Excepto la pizzeria, todos los locales están cerrados. Cuando éramos pequeños, eso significaba que los dueños apagaban las luces y cerraban las puertas con llave. Hoy significa bajar una persiana de acero reforzado que parece la puerta metálica de un garaje. No hay ninguna duda, la confianza ya no es lo que era.
—Venga, Charlie, sé que te encanta recoger a los cachorros perdidos, pero apenas conoces a ese tío…
—¡Eso no importa! —me interrumpe Charlie—. Pero le hemos engañado, le hemos clavado un cuchillo en la espalda! —Cuando estamos cerca de la esquina, extiende el brazo y deja que las puntas de los dedos se deslicen por la persiana metálica que protege la librería que vende libros de segunda mano—. ¡Maldita sea! —grita Charlie, golpeando el metal con todas sus fuerzas—. El nos confió el… —aprieta los dientes y se interrumpe—. Eso es exactamente lo que detesto del dinero…
Gira rápidamente en Bedford Avenue y las puertas de garaje dejan paso a un escasamente atractivo edificio de apartamentos de seis pisos construido en los años cincuenta.
—¡Estoy viendo a unos hombres muy guapos! —grita una mujer desde el cuarto piso. Ni siquiera tengo que alzar la vista para saber de quién se trata.
—Gracias, mamá —murmuro en voz baja. «La rutina de costumbre», me digo mientras acompaño a Charlie hacia el vestíbulo. La noche del lunes es la Noche Familiar. Incluso cuando no quieres que lo sea.
Cuando el ascensor llega al cuarto piso y nos dirigimos al apartamento de mamá, Charlie ya no me dirige la palabra. Así es como se pone siempre que está contrariado: cerrado y desconectado. La misma manera que tenía papá de resolver los problemas. Naturalmente, con cualquier otra persona podría leerlo en su cara, pero mamá…
—¿Quién quiere unos exquisitos macarrones al horno? —grita, abriendo la puerta antes incluso de que llamemos al timbre. Como siempre, una amplia sonrisa le ilumina el rostro y tiene los brazos extendidos buscando un abrazo.
—¿Macarrones? —canturrea Charlie mientras entra en el apartamento y la abraza—. ¿Estamos hablando de original o extra crujiente?
Aunque el chiste es muy malo, mamá ríe histéricamente… y abraza a Charlie con fuerza.
—¿Cuándo comemos? —pregunta Charlie, apartándola y quitándole de la mano la cuchara de madera cubierta de salsa.
—Charlie, no…
Demasiado tarde. Se lleva la cuchara a la boca para probar la salsa.
—¿Estás contento? —dice mamá, echándose a reír y volviéndose para mirarle—. Ahora has llenado la cuchara de gérmenes.
Charlie sostiene la cuchara como si fuese una piruleta y la pasa sobre su lengua que cuelga fuera de la boca.
—Aaaaaaaaa —gime con la lengua colgando—. ¡He cogido los gérmenes!
—Tú también tienes gérmenes —dice mamá sin dejar de reír y mirándole directamente a los ojos.
—Hola, mamá —digo, esperando aún en el umbral de la puerta.
Ella se vuelve rápidamente sin que la amplia sonrisa se borre de sus labios.
—Ahhhh, mi grandullón —dice, abrazándome—. Sabes que me encanta verte con traje. Tan profesional…
—¿Y qué hay de mi traje? —protesta Charlie, señalando su abrigo azul y los pantalones caqui arrugados.
—Los chicos guapos como tú no tienen necesidad de llevar trajes —dice con su mejor tono de Mary Poppins.
—¿Significa eso que yo no soy guapo? —pregunto.
—¿O significa que no tengo buen aspecto con traje? —añade Charlie.
Hasta mi madre sabe cuándo una broma ha ido demasiado lejos.
—Muy bien, Frick y Frack, todo el mundo dentro.
Seguimos a mi madre a través de la sala de estar y al pasar frente a la pintura enmarcada que Charlie hizo del puente de Brooklyn, respiro profundamente y me lleno de todo el olor de mi juventud. Gomas de borrar… lápices de colores… salsa de tomate casera. Charlie tiene el Play-Doh, yo tengo las cenas de los lunes. Es verdad, algunos detalles cambian, pero las cosas importantes —la vajilla de la abuela, la mesita del café con el cristal con el que me abrí la cabeza cuando tenía seis años—, las cosas importantes son siempre las mismas. Incluida mi madre.
Con un peso superior a los ochenta kilos, mi madre nunca ha sido una mujer pequeña… o insegura. Cuando su pelo se llenó de canas, no se lo tiñó; cuando empezó a caérsele, se lo cortó. Después de que mi padre se marchara de casa, las tonterías relacionadas con el aspecto físico ya no tuvieron importancia: sólo importábamos Charlie y yo. De modo que incluso con las facturas del hospital, las tarjetas de crédito, y la bancarrota en la que nos dejó mi padre… incluso después de haber perdido su trabajo en una tienda de artículos de segunda mano, y todos los trabajos de costura que había hecho desde entonces… ella siempre tuvo amor más que suficiente para seguir adelante. Lo menos que podemos hacer es devolvérselo.
Voy directamente a la cocina, busco el pote de galletas de Charlie Brown y tiro de su cabeza de cerámica.
—¡Ay! —exclama Charlie, usando su broma preferida desde cuarto grado.
La cabeza se desprende y saco del interior del pote una pila de papeles.
—Oliver, por favor no hagas esto… —dice mamá.
—Muy bien —digo, ignorándola y llevando los papeles a la mesa del comedor.
—Hablo en serio, no está bien. No tienes que pagar mis facturas.
—¿Por qué? Tú me ayudaste a pagar la universidad.
—Tú ya tenías un trabajo y…
—… gracias al tío con el que estabas saliendo entonces. Cuatro años de dinero fácil… sólo así pude hacer frente a las matrículas.
—No tiene importancia, Oliver. Ya fue bastante malo que tuvieras que pagar el apartamento.
—Yo no pagué el apartamento, sólo pedí en el banco que te diesen una mejor financiación.
—Y me ayudaste con la entrada…
—Mamá, eso fue sólo para que pudieras empezar. Habías estado alquilando este apartamento durante veinticinco años. ¿Sabes cuánto dinero tiraste en ese tiempo?
—Eso fue porque… —Se interrumpe. No le gusta culpar a mi padre.
—Mamá, no tienes que preocuparte. Para mí es un placer.
—Pero eres mi hijo…
—Y tú eres mi madre.
Es difícil rebatir ese argumento. Además, si no necesitara mi ayuda, las facturas no estarían donde yo pudiese encontrarlas, y estaríamos comiendo pollo o carne en lugar de macarrones. Tuerce ligeramente la boca y se muerde nerviosamente las tiritas que cubren las puntas de los dedos. La vida de una costurera: demasiados alfileres y demasiados dobladillos. Siempre hemos vivido pagando nuestras deudas, pero las arrugas de su cara están empezando a revelar su edad. Sin decir nada, abre la ventana de la cocina y se inclina hacia el aire frío.
Al principio supongo que debe de haber visto a la señora Finkelstein —la mejor amiga de mamá y nuestra vieja canguro—, cuya ventana está directamente al otro lado del callejón. Pero cuando oigo el familiar chirrido de la cuerda de la ropa, me doy cuenta de que mi madre está entrando el resto del trabajo de hoy. Así fue cómo aprendí que uno puede refugiarse en su trabajo. Cuando ha acabado, vuelve al fregadero y lava la cuchara de Charlie.
En cuanto está limpia, Charlie se la quita de las manos y la aprieta contra su lengua. «Aaaaaaaaaaaaaaa», exclama. Mi madre lucha con todas sus fuerzas, pero no deja de reírse. Fin de la discusión.
Una por una repaso todas las facturas del mes; las sumo y decido cuáles pagar. A veces sólo pago las tarjetas de crédito y el hospital… en otras ocasiones, cuando el gasto de la calefacción es elevado, me decido por las facturas de los servicios públicos. Charlie siempre paga los seguros. Como he dicho, para él se trata de una cuestión personal.
—¿Cómo ha ido el trabajo? —le pregunta mamá a Charlie.
El ignora la pregunta y ella decide no insistir. Mamá mostró la misma actitud de no entrometerse hace un par de años cuando Charlie se hizo budista durante un mes. Y luego hace un año y medio cuando se pasó al hinduismo. Juro que a veces nos conoce mejor que nosotros mismos.
Al examinar la factura de la tarjeta de crédito, mis instintos de banquero se ponen en estado de alerta. Comprobar los gastos; proteger al cliente; asegurarse de que no hay nada fuera de lugar. Alimentos… materiales de costura… tienda de música… ¿Estudio de Danza Vic Winick?
—¿Qué es este lugar Vic Winick? —pregunto, inclinando mi silla hacia la cocina.
—Lecciones de baile —dice mi madre.
—¿Lecciones de baile? ¿Con quién tomas lecciones de baile?
—¡Conmigo! —exclama Charlie en su mejor acento francés. Vuelve a agarrar la cuchara de madera, la coloca como si fuese una flor entre los dientes, coge a mi madre y la acerca a él.
—Y uno… y dos… ahora el pie derecho primero…
Iniciando un rápido vals, ambos giran y se desplazan por la pequeña cocina. Mi madre literalmente vuela, su cabeza sostenida más alta que… bueno, incluso más alta que cuando me gradué en la universidad.
Con un ligero giro del cuello, Charlie deja caer la cuchara de madera en el fregadero.
—No está mal, ¿eh? —dice.
—¿Qué tal lo hacemos? —pregunta mi madre mientras chocan contra la cocina y están a punto de arrojar al suelo la cazuela con salsa.
—Muy bien… genial —digo y vuelvo a concentrarme en las facturas. No sé por qué me sorprendo. Es posible que yo siempre haya tenido su cabeza y su billetero, pero Charlie… Charlie siempre ha tenido su corazón.
—¡Somos geniales, mamá… geniales! —grita Charlie mientras agita una mano en el aire—. ¡Esta noche dormirás como un tronco!
He hecho este camino mil cuarenta y ocho veces. Salir de la sauna del metro, subir las escaleras siempre sucias, practicar el eslalon a través de la multitud recién duchada y enfilar Park Avenue hasta llegar al banco. Mil cuarenta y ocho veces. Eso significa cuatro años, sin incluir los fines de semana, aunque también he trabajado durante algunos de ellos. Pero hoy… ya no contaré los días que he empleado durante todos estos años. Hoy empieza una cuenta atrás hasta que nos vayamos del banco.
Según mis cálculos, Charlie debería ser el primero en marcharse; quizá dentro de uno o dos meses. Después, cuando todo esté controlado, será cuestión de lanzar la moneda entre Shep y yo. Por lo que sabemos, es posible que él quiera quedarse. Personalmente, yo no tengo ese problema.
Mientras avanzo por Park Avenue hacia la calle 36, prácticamente puedo degustar la conversación. «Sólo quería hacerle saber que creo que ha llegado el momento de seguir mi camino», le diré a Lapidus. No hay necesidad de quemar los puentes o traer a colación las cartas a la Escuela de Administración de Empresas, sólo mencionar «otras oportunidades en otra parte» y darle las gracias por haber sido el mejor mentor que cualquiera pudiera pedir. Todas esas mentiras de mierda se filtrarán a través de mis dientes. Igual que él hace conmigo. A pesar de todo, pensar en ese momento me hace sonreír… es decir, hasta que advierto la presencia de dos sedanes azul marino aparcados delante del banco. En realidad, olvida lo de aparcados. Detenidos. Como si hubiesen llegado a toda prisa a causa de una emergencia. He visto suficientes limusinas negras y coches con chófer para saber que no son clientes. Y no necesito las sirenas para imaginarme el resto. En todas partes hay coches patrulla sin señas que los identifiquen.
Retrocedo un par de pasos con un nudo en la garganta. No, sigue caminando. Que no te entre el pánico. Cuando me acerco al coche mi mirada se desliza desde los bordes con hollín en la parte superior del parabrisas hasta la placa azul y blanca «Gobierno de Estados Unidos» apoyada en el salpicadero. Estos no son policías. Son federales.
Siento la tentación de dar media vuelta y echar a correr, pero… todavía no. No pierdas la cabeza, mantén la calma y busca respuestas. Es imposible que alguien sepa qué pasó con el dinero.
Rezando para estar en lo cierto, paso a través de la puerta giratoria y busco frenéticamente con la mirada a los empleados que llegan a primera hora y ocupan la amplia red de mesas que hay en la planta baja del edificio. Para mi alivio, todo el mundo está en su sitio, con la primera taza de café en sus manos.
—Perdone, señor, ¿puedo hablar un momento con usted? —me pregunta una voz grave.
A mi izquierda, delante del mostrador de recepción de caoba, un hombre alto con hombros rectos y pelo rubio claro se acerca con una tablilla sujetapapeles.
—Necesito su nombre —me explica.
—¿Por qué?
—Lo siento, pertenezco a Para-Protect, estamos tratando de averiguar si es necesario que aumentemos la seguridad en la zona de recepción.
Es una respuesta limpia con una explicación irreprochable, pero la última vez que lo comprobé, no teníamos ningún problema relacionado con la seguridad.
—¿Y, su nombre? —insiste, manteniendo un tono amistoso.
—Oliver Caruso —digo.
Alza la vista, no sorprendido pero lo suficientemente rápido como para que yo lo advierta. Sonríe. Yo sonrío. Todo el mundo es feliz. Es una lástima que yo esté a punto de desmayarme.
Hace una pequeña marca junto a mi nombre en la lista que lleva en el sujetapapeles. No hay ninguna marca junto al nombre de Charlie. Aún no ha llegado. Cuando el hombre rubio se inclina, la chaqueta se abre ligeramente y puedo ver la correa de cuero que cuelga de su hombro. Este tío lleva una arma. Detrás de mí, echo un último vistazo a los coches sin marcas. Empresa de seguridad y una mierda. Tenemos problemas.
—Gracias, señor Caruso, que tenga un buen día.
—Usted también —digo con una sonrisa forzada. La única buena señal es que me deja pasar. No saben a quién están buscando. Pero están buscando. Solamente no quieren que nadie lo sepa.
Eso es, decido. Hora de conseguir ayuda. Atravieso el vestíbulo y paso junto a la zona de mesas para dirigirme hacia el ascensor público, pero cambio rápidamente de dirección y continúo caminando hacia la parte posterior. Utilizo el código de Lapidus todos los días. No llames la atención deteniéndote ahora.