—¡Shep! —exclama Charlie al verle—. ¿Cómo está mi guardián favorito de las malversaciones?
Shep extiende la mano y Charlie le toca los dedos como si fuesen las teclas de un piano.
—¿Te has enterado de lo que ocurre en el Madison? —pregunta Shep con una torpe sonrisa de boxeador. Hay vestigios de un acento de Brooklyn, pero cualquiera que sea su lugar de origen, no quedan rastros de él—. Hay una chica que quiere jugar con el equipo universitario de baloncesto de los tíos.
—Bien… así es como debería ser. ¿Cuándo la veremos jugar?
—Hay programado un partido dentro de dos semanas…
Charlie sonríe.
—Tú conduces; yo pago.
—Los partidos son gratis.
—Muy bien, también pagaré por ti —dice Charlie. Al advertir mi silencio, me hace señas para que me acerque—. Shep, ¿conoces a mi hermano, Oliver?
Nos saludamos moviendo ligeramente la cabeza.
—Me alegro de verte —decimos al unísono.
—Shep fue a Madison —dice Charlie, refiriéndose orgullosamente a nuestro viejo instituto rival en Brooklyn.
—¿De modo que tú también fuiste al Sheepshead Bay? —pregunta Shep. Es una simple pregunta, pero el tono de su voz… parece un interrogatorio.
Asiento con la cabeza y me vuelvo para apretar el botón de «Cerrar puerta». Luego vuelvo a apretarlo. Finalmente, las puertas se cierran.
—¿Qué estáis haciendo todavía aquí? Todo el mundo se ha marchado —pregunta—. ¿Algo interesante?
No contesto rápidamente—. Lo de siempre.
Charlie me mira sorprendido.
—¿Sabías que Shep trabajó en el servicio secreto? —pregunta.
—Eso es genial —digo sin apartar la vista del menú de cinco platos que han colocado encima de los botones del ascensor.
El banco tiene su propio
chef
sólo para los clientes que vienen de visita. Es la forma más sencilla de impresionarles. Hoy han servido costillas de cordero y aperitivos de arroz con romero. Sospecho que se trataba de un cliente de veinte a veinticinco millones de dólares. Las costillas de cordero sólo aparecen en el menú si tienes más de quince millones.
El ascensor reduce la velocidad en el quinto piso y Shep se aparta de la pared del fondo.
—Aquí me bajo yo —anuncia, dirigiéndose hacia la puerta—. Que disfrutéis del fin de semana.
—Tú también —dice Charlie. Ninguno de los dos dice nada hasta que las puertas vuelven a cerrarse—. ¿Qué pasa contigo? —me recrimina Charlie—. ¿Desde cuándo eres tan aguafiestas?
—¿Aguafiestas? ¿Eso es todo lo que se te ocurre, abuelita?
—Hablo en serio. Shep es un buen tío, no tenías ningún motivo para tratarle de ese modo.
—¿Qué querías que dijera, Charlie? Ese tío no hace otra cosa que rondar por el edificio y actuar de un modo sospechoso. Entonces, entras en el ascensor y de pronto se convierte en el Señor Alegría.
—Verás, ahí es donde te equivocas. Shep es siempre el Señor Alegría (de hecho, es un arco iris de sabores frutales), pero tú estás tan ocupado con Lapidus, Tanner Drew y todos los demás peces gordos que olvidas que la gente insignificante también sabe hablar.
—Te pedí por favor que dejaras de…
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con un taxista, Ollie? Y no me refiero a decirle «la 53 con Lexington», estoy hablando de una conversación: «¿Cómo está? ¿A qué hora ha comenzado el servicio? ¿Alguna vez ha visto a alguien follando en el asiento trasero?»
—¿O sea que eso es lo que piensas? ¿Que soy un esnob intelectual?
—No eres lo bastante inteligente para ser un esnob intelectual, pero sí eres un esnob cultural.
Las puertas del ascensor se abren y Charlie se apresura a salir al vestíbulo, que está lleno de antiguas y hermosas mesas escritorio que aportan la exacta sensación de dinero añejo.
Cuando los clientes entran y la colmena está hirviendo de banqueros, es lo primero que ven sus ojos; a menos que estemos tratando de atrapar a alguien realmente importante, en cuyo caso le introducimos por la entrada privada que hay en la parte posterior del edificio y le conducimos junto al
chef
Charles y su oh-debería-examinar-nuestra-cocina-de-un-millón-de-dólares-sólo-para-nosotros. Charlie pasa velozmente junto a la cocina. Estoy justo detrás de él.
—Sin embargo no debes preocuparte —dice—. Aún te quiero… aunque Shep no lo haga.
Cuando llegamos a la salida lateral, introducimos nuestros códigos en el teclado que hay justo en la parte interior de la gruesa puerta de metal. Se abre con un chasquido y nos franquea el paso a una pequeña antecámara con una puerta giratoria en el otro extremo. En la jerga de la industria la llamamos trampa para hombres. La puerta giratoria no se abre hasta que no se haya cerrado la pesada puerta metálica a nuestras espaldas. Si hay algún problema, ambas puertas se cierran y quedas atrapado.
Charlie cierra la puerta de metal detrás de él y se oye un ligero siseo. Los cerrojos de titanio caen con estrépito. Cuando la puerta está herméticamente cerrada, se oye un fuerte ruido delante de nosotros. Los cerrojos magnéticos de la puerta giratoria comienzan a abrirse. En ambos extremos de la habitación hay dos cámaras tan bien ocultas que ignoramos dónde las han instalado exactamente.
—Vamos —dice Charlie, iniciando la marcha.
Salimos por la puerta giratoria y comenzamos a mojarnos en las calles bordeadas de nieve sucia de Park Avenue. Detrás de nosotros, la fachada de ladrillo del banco se desvanece discretamente en el paisaje de escasa altura, que es precisamente uno de los principales motivos por los que uno acude a un banco privado. Como si fuese una versión norteamericana de un banco suizo, estamos aquí para guardar sus secretos. Esa es la razón por la que el único signo en la fachada es una placa de bronce diseñada-para-pasar-inadvertida donde se lee «Greene & Greene, fundado en 1870». Y aunque la mayoría de la gente jamás ha oído hablar de bancos privados, están mucho más cerca de lo que imagina. Es el edificio pequeño y discreto delante del cual pasamos todos los días, el que no tiene ninguna referencia visible, no muy lejos de ATM, donde la gente siempre pregunta: «¿Qué debe de haber ahí dentro?» Eso somos nosotros. Justo ante las narices de todo el mundo. Somos muy buenos pasando inadvertidos.
¿Merece eso unos elevados honorarios? Y ésta es la pregunta que les hacemos a los clientes: ¿Ha recibido recientemente alguna oferta por correo de tarjeta de crédito? Si la respuesta es afirmativa, significa que alguien le ha traicionado. Y con toda probabilidad ha sido su banco, que ha examinado su información personal y ha dibujado luego una diana en su espalda. Desde el estado de su cuenta hasta su dirección particular y su número de la Seguridad Social, todo está allí para que el mundo lo pueda ver. Y comprar. No hace falta decir que a la gente rica no le gustan esas cosas.
A través de un ligero manto de nieve recién caída, Charlie se dirige hacia la calle. Una mano alzada nos consigue un taxi; un pedal de acelerador nos lleva hasta el centro; y una mirada de mi hermano hace que le pregunte al taxista:
—¿Qué, qué tal el día?
—Bastante bien —dice el hombre—. ¿Y usted?
—Genial —digo, con la mirada clavada en el cielo oscuro al otro lado de la ventanilla. Hace una hora tenía en mis manos cuarenta millones de dólares. Y ahora estoy sentado en el asiento trasero de un viejo taxi. Cuando entramos en el puente de Brooklyn miro por encima del hombro. Toda la ciudad, con sus brillantes luces y la encumbrada línea del cielo, todo el escenario queda enmarcado por la ventanilla trasera del taxi. Cuanto más avanzamos, más pequeño se vuelve el cuadro. Cuando llegamos a casa ha desaparecido por completo.
Finalmente, el taxi se detiene delante de un edificio de cuatro pisos del año 1920 justo en el borde de Brooklyn Heights. Técnicamente forma parte del duro distrito de Red Hook, pero la dirección sigue siendo Brooklyn. Es verdad, la escalera delantera tiene uno o dos ladrillos que están flojos o han desaparecido, los barrotes de metal de la ventana de mi apartamento del sótano están oxidados y abollados, y la entrada aún está cubierta por una capa de hielo sin derretir, pero el alquiler es barato y me permite vivir solo en un barrio al que me siento orgulloso de llamar mi hogar. Eso me da tranquilidad, es decir, hasta que veo quién me está esperando en la escalera del frente.
Dios mío. Ahora no.
Nuestras miradas se encuentran y sé que tendré problemas.
Charlie lee la expresión de mi rostro y sigue mi mirada.
—En fin —murmura—. Ha sido un placer conocerte.
—¡Ahí tienes! ¡Paga! —grito, arrojándole a Charlie mi cartera y abriendo bruscamente la puerta del taxi. Saca un billete de veinte, le dice al taxista que se quede con el cambio y se baja del coche. No se perdería esto por nada del mundo.
Me deslizo sobre la fina capa de hielo y adopto un tono de disculpa.
—Beth, no sabes cuánto lo siento… ¡lo olvidé por completo!
—¿Olvidar qué? —pregunta ella con un tono de voz tranquilo y agradable.
—Nuestra cena… que te había invitado a casa…
—No te preocupes, ya está hecho.
Mientras Beth habla, descubro que se ha alisado totalmente la larga cabellera castaña.
—Tengo mi propia llave, ¿recuerdas? —dice Beth.
Pasa junto a mí, pero aún estoy desconcertado.
—¿Adónde vas?
—Gaseosas. Se han acabado.
—Beth, por qué no dejas que yo…
—Entra y ponte cómodo, volveré dentro de un momento.
Se aparta de mí y ve a Charlie.
—¿Cómo estás, bomboncito?
Charlie abre los brazos con intención de darle un gran abrazo. Ella no parece interesada en corresponderle.
—Hola, Charlie.
Beth intenta esquivarle pero Charlie se planta delante de ella.
—¿Cómo está el mundo de la contabilidad corporativa? —pregunta.
—Muy bien.
—¿Y tus clientes?
—También.
—¿Y la familia?
—Bien. —Ella sonríe, montando su mejor defensa. No es una sonrisa de fastidio; tampoco una sonrisa cansada; ni siquiera es una sonrisa del tipo quítate-de-mi-camino-jodido-mosquito-drogado. Sólo una de las agradables y relajadas sonrisas típicas de Beth.
—¿Y qué piensas de los helados de vainilla? —pregunta Charlie, alzando una ceja diabólica.
—Charlie —le advierto.
—¿Qué? —Se vuelve hacia Beth para decirle—: ¿Estás segura de que no te importa si me cuelo en tu cena?
Beth me mira, luego mira a Charlie.
—Tal vez sería mejor que os dejara solos.
—No digas tonterías —insisto.
—No hay problema —añade ella moviendo la mano en el aire en un gesto que significa que no debo preocuparme. Beth jamás se queja—. Deberíais pasar algún tiempo juntos. Oliver, te llamaré más tarde.
Antes de que ninguno de los dos pueda detenerla, se aleja calle arriba. Los ojos de Charlie están fijos en los botas de nieve L. L. Bean que calza Beth.
—Dios mío, todas las chicas de la asociación estudiantil femenina llevaban esas mismas botas —murmura. Le pellizco con fuerza en la espalda. Pero eso no basta para cerrarle la boca. Mientras Beth se aleja, su abrigo de pelo de camello se mueve detrás de ella—. Igual que Darth Vader… simplemente aburrida —añade Charlie.
El sabe que Beth no puede oírle, lo que empeora aún más las cosas.
—Daría mi huevo izquierdo por ver cómo cae de culo. —Cuando Beth ha desaparecido por la esquina dice—: No ha habido suerte. Adiós, muñeca.
Miro a Charlie con dureza.
—¿Por qué siempre tienes que burlarte de Beth de ese modo?
—Lo siento, pero ¡me lo pone tan fácil!
Me doy la vuelta y camino rápidamente hacia la puerta.
—¿Qué? —pregunta.
Grito sin mirarle. Igual que papá.
—Puedes llegar a ser un auténtico capullo, ¿lo sabías?
Lo piensa durante un momento.
—Supongo que sí.
Nuevamente, me niego a mirarle. El sabe que ha ido demasiado lejos.
—Venga, Ollie, sólo es una broma —dice, alcanzándome al pie de la escalera de ladrillos flojos—. Es sólo que estoy secretamente enamorado de ella.
Meto la llave en la cerradura y hago ver que no está allí. Eso dura dos segundos.
—¿Por qué la odias tanto?
—Yo no la odio, yo sólo… odio todo lo que representa. Las botas, la sonrisa tranquila, la incapacidad para expresar nada que se parezca a una opinion… no es lo que yo… No es lo que tú deberías querer para ti mismo.
—¿De verdad?
—Hablo en serio —dice, mientras abro el tercer pestillo—. Es lo mismo que este diminuto apartamento en el sótano. Sin ánimo de ofender, pero es como tomar una píldora azul y despertarse en una pesadilla de comedia de enredo joven urbana de veintitantos.
—No te gusta Brooklyn Heights, eso es todo.
—Tú no vives en Brooklyn Heights —insiste—. Vives en Red Hook. ¿Lo entiendes? Red. Hook.
Abro la puerta y Charlie me sigue al interior del apartamento.
—Bien, los Rotuladores Mágicos y el color me impresionan —dice, recorriendo el apartamento—. Mira quién se ha encargado de la decoración.
—No sé de qué estás hablando.
—No te hagas el modesto conmigo, Versace. Cuando te mudaste a este apartamento tenías un colchón de Goodwill usado y lleno de manchas, un armario que robaste de nuestro dormitorio, y la mesa y las sillas que mamá y yo compramos en Kmart como regalo para la casa. Y ahora, ¿qué es lo que veo en la cama? ¿Es el último modelo de edredón Calvin Klein? Además de esa pintura agrietada
faux antique
estilo Martha Stewart que cubre el armario, y la mesa con esa imitación de un mantel Ralph Lauren, perfectamente puesta para dos. No creas que he pasado por alto ese toque de enamorada. Y aunque veo lo que estás tratando de hacer, hermano… todo esto es un síntoma de un problema más profundo.
Charlie repite las últimas palabras para sí mismo. «Síntoma de un problema más profundo.» En la cocina saca su cuaderno de notas y lo apunta. «Para algunos, la vida es una audición», añade. Su cabeza se mueve al ritmo de una rápida melodía. Cuando se pone así, le lleva unos cuantos minutos, de modo que lo dejo estar. Su mano se detiene súbitamente, luego comienza a escribir deprisa en el cuaderno de notas. El bolígrafo araña con furia la superficie del papel. Cuando pasa a la página siguiente alcanzo a ver un boceto pequeño y perfecto de un hombre saludando delante de un telón. Ya ha terminado con la escritura, ahora está dibujando.